La exactitud de lo intangible
POR JORGE FERNÁNDEZ GRANADOS
Jorge Ortega, dentro de su generación, ha sido siempre un autor de relevante trayectoria. Su trabajo como poeta, ensayista y académico le ha dado progresivas credenciales de respeto no sólo entre sus pares sino –algo de suyo nada fácil– entre poetas muy distinguidos de generaciones anteriores. Pero lo más importante y lo más meritorio sin duda es que con sus obras más recientes se ha hecho oír como una voz ya definitiva de la poesía mexicana contemporánea.
En su libro anterior, titulado Devoción por la piedra, Jorge Ortega reivindica un “humanismo que alumbra los misterios de la materia”. En aquel libro es la materia la que toma la voz. La materia que se rebela a su mutismo ordinario y parece tomar la palabra desde una alteridad pensante; o podría decirse también, desde otro reino de la naturaleza. Quizá por ello no hay personajes humanos –o las hay sólo sugeridos, oblicuamente entrevistos– en dicha obra. Los verdaderos protagonistas en la mayor parte de aquellos poemas son objetos, lugares y percepciones; son protagonistas las calles, los templos, los jardines, un jarrón, viejas diapositivas, olvidadas canciones, etc. No obstante, para Jorge Ortega todo ocupa un lugar y tiene un argumento en la marea de la memoria y en la puntual crónica de la realidad así recuperada.
Al igual que en Devoción por la piedra, en Guía de forasteros, su más reciente libro de poemas, citar esa inmediata realidad y saber leer la materia que la edifica constituye una estrategia medular de la poética de Ortega. Pero, a diferencia de la anterior, en esta siguiente obra el horizonte de referencias se amplifica. Ahora la conciencia individual del autor ocupa un plano no secundario y, sobre todo, el orden de la introyección de las experiencias traza un trayecto existencial, un acumulativo registro de certidumbres entre lo posible y lo imposible que está templado bajo una muy decantada y precisa escritura poética.
Una constante en varios de los poemas de esta obra es la contraposición entre naturaleza y civilización. Las fuerzas y los elementos de la Tierra que sólo momentánea o aparentemente son domeñados por la mano y el ingenio pero que resurgen con un poderío a veces violento y a veces sigiloso, aunque siempre irreductible:
Volveremos al rumor de la simiente.
Moriremos a otro alumbramiento.
De tal suerte que las edificaciones y los artefactos del ambiente humanos no pasan de intervenir el paisaje como una caducible escenografía, una inestable película que se deteriora y cuyas apariciones:
ingresan al pasado o se nos desmoronan
en el proteico altar de lo visible.
La naturaleza termina por reintegrarlo todo a su fundamento mineral y por ello es la insuperable preceptora. Sus ciclos y reciclamientos dan el ejemplo más irreprochable de los verdaderos basamentos vitales.
La segunda sección de Guía de forasteros vuelve la mirada hacia escenas y presencias del entorno personal. Sin abandonar en ningún momento el estilo cuidadosamente descriptivo de los elementos que se introducen en cada poema, ahora la naturaleza parece desplazarse hacia un segundo plano y el punto de vista de la primera persona del autor (el yo lírico dirían algunos) asume el correlato principal. A veces interrogativa y a veces testimonial, a veces meditativa y a veces admonitoria, dicha voz va hilvanando una escalada de certezas conforme concentra su atención, como una lente convergente de aumento lo hace con la luz del sol, sobre un cerrado punto:
Habla. Qué importa
si lo que se diga
lo dices tú
o el vecino.
Algo quiere ser dicho.
Algo pretende
desesperadamente
un ápice de tinta
para ingresar al mundo.
“Ley de lares” y “Materia oscura” se titulan la tercera y la cuarta partes respectivamente del libro. En ellas el tema del viaje y del regreso están presentes de un modo tangencial, pero no por ello menos irradiante de significados:
Es más difícil regresar que irse.
Comienzas a saberlo.
El viaje y el regreso espejean sus temas entre un poema y otro interrogando las propias raíces y la identidad última de quien ha recorrido un largo camino que finalmente vuelve al punto de partida. Incluso ciertas claves para comprender, en toda su íntima trascendencia, el significado de algunas imágenes va más allá de estas páginas y acaso remite al libro anterior de Jorge Ortega:
Devoción por la piedra:
sin ofrecer resistencia
una vez más abdico
a la convocatoria de las ruinas,
desenlace y raíz
de nuestro pasajero señorío.
Queda claro que en la obra poética más reciente del autor el viaje y el regreso no se sitúan sólo en un nivel anecdótico. Oscilan estos temas “entre la devoción y el desengaño” de los confines de una realidad reconocida pero no reconfortante que jamás se cansa de ejercer sobre la voluntad el hechizo y la indiferencia lo mismo que la revelación y la zozobra.
Pero tendrá, tiene que haber
una ocasión en que la maquinaria de lo que
estaba escrito
ceda al presentimiento de un viaje sin retorno
que restablezca la avidez perdida
bajo la contingencia de otro cielo.
Sin embargo, es la lucidez quizá del regreso el eslabón más oscuro, aquel donde vuelve a aparecer la inercia de la realidad agridulce sobre aquella expectativa ilimitada del viaje.
Hay lo mínimo
pero no lo esencial, y este ir pasándolo
quemando los cartuchos de las horas
fecundas, produciendo bilis
y fustigando el hígado
con brebajes de cólera infructuosa y elíxires
de autodesmemoria
es ya nuestro deporte sedentario,
nuestro reconfortante
y medicinal
juego de mesa.
Jamás saldremos del hoyo
ni haremos rodar la roca
más allá de la cuesta.
Sísifo empuja la roca que encadena su vida pero también ha adquirido una nueva conciencia sobre la relatividad de aquella rutinaria tarea. El viaje y el regreso, entonces, no eran otra cosa que una metáfora de la plausible dimensión de la vida humana. Como dicta el epicentro del hermoso poema “Ítaca” de Constantino Cavafis, el viaje no es otra cosa que un pretexto para reconocer al propio destino.
Jorge Ortega obtiene así una perspectiva de lo real y lo posible más allá del entrampado entorno local y transita en la quinta parte de Guía de forasteros hacia cierto aspecto social o colectivo. La pobreza, los comicios electorales, la situación del país, la vida adulta que exige decisiones, riesgos y consecuencias. Es remarcable, no obstante, la discreta y elegante manera en que se tocan estos temas. Lejos del sentimentalismo, la arenga o la proclama que con frecuencia gravitan en la escritura al tocar estos asuntos.
Tal vez uno de los menos usuales atributos de cualquier lenguaje literario es la sabiduría. No la sabiduría como paternal exhorto –lo cual resulta casi siempre antipático– sino la sabiduría como resultado de un recorrido complejo y verdadero a través de la experiencia. Cuando la calidad del pensamiento ha templado sus herramientas expresivas lo suficiente dicha sabiduría emerge con natural economía y entrega, sin impostaciones, su robusta transparencia. A lo largo de todo este libro, y particularmente en la sexta y última parte, “Matrícula de tributos”, Jorge Ortega alcanza momentos que habría que llamar, llanamente, de sabiduría:
Andamos sobrados de elocuencia
o faltos de saber.
Cómo decir lo verde
y no hacer que germine en una frase.
La magnitud del bosque
anida en la renuncia a proclamarlo.
Guía de forasteros entraña un trayecto. Un trayecto a través del espacio y un trayecto a través del tiempo. El viaje y el regreso convergen aquí con la fuerza de una gran metáfora vital. Tanto en el trayecto en el espacio como en el trayecto en el tiempo los propios límites se reconocen y se asumen. A modo de una espiral ascendente entre sus páginas la voz del autor expande el horizonte de sus referencias y ahonda la temperada originalidad de su escritura.
El ceñido, vigilado y certero lenguaje de Jorge Ortega da cuenta no sólo del oficio dominado sino del atributo inequívoco del genuino poeta: lograr dar alcance con la forma al fondo de lo referido; en otras palabras: alumbrar a través de la exactitud lo intangible.
*En Guía de forasteros, nuevo poemario de Jorge Ortega, el horizonte se amplifica/ Foto: Especial
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