La excelencia de la London Sinfonietta, el resplandor de Wispelwey
POR IVÁN MARTÍNEZ
Regresé a Guanajuato para escuchar los dos conciertos que, bien intuí hace varias semanas, serían lo mejor en el apartado musical del Festival Internacional Cervantino (FIC) que concluyó el fin de semana del 24 y 25 de octubre.
Dos conciertos que dejan un buen sabor de boca luego de varios tropezones notables en la curaduría de este año, y que mucho tienen que ver con el proyecto de los estados y países invitados, y a veces también con las obligaciones hacia las instituciones locales que apoyan la realización del festival; la razón de ser de las invitaciones debería estar más allá de lo que han servido en la mayoría de los casos nacionales –relaciones públicas con las que terminan excusándose presentaciones de la más baja calidad para luego justificar grillas locales ajenas al FIC– y en algunos internacionales, como el de este año.
El Festival no debería aceptar cualquier cosa que le envíen los gobiernos estatales o las embajadas con tal de llenar espacios de programación, sino solicitar a esas instancias su apoyo para presentar lo que su dirección artística considere que está al mismo nivel de los grupos y solistas cuyas visitas tarda meses y a veces años en concretar.
Lo que existe ahora sin supervisión artística de nadie, no abona ni a la excepcionalidad que se presume ni a mejorar la imagen, siempre estereotipada, de lo que pueden ofrecerle esos invitados al mundo desde este escaparate. ¿Qué veremos el próximo año con Jalisco y España? ¿Una visión limitada y caricaturizada de los elementos folkloristas del mariachi y el flamenco? La dirección artística puede dejar más claro que se trata de un festival cultural y no de un tianguis turístico.
Pero cada tema y especialidad de esas culturas dan para mucho y a este espacio todavía le resta hablar de la brillantez de la London Sinfonietta y del portento del violonchelista Pieter Wispelwey.
Los primeros se presentaron el sábado 24 en el Teatro Juárez. Se trata, para quien no los conozca, de un ensamble del más alto nivel al servicio de la música contemporánea, un grupo de músicos comprometidos con ella sin importar su valía o distinguir su estética, lo que por un lado es plausible con los compositores actuales y por otro siempre pone a dudar a quienes les escuchan la misma entrega a piezas tan dispares como las escuchadas esa noche. El compromiso social encima del juicio artístico. Y la pulcritud de la ejecución sin importar la distorsión que a veces es necesaria en el cuidado del sonido bello en cada uno de los instrumentos a merced de las ocurrencias en el pentagrama.
Su programa comenzó con Wonderful No-Headed Nightingale, una pieza de Luke Bedford de 2012 de forma circular muy clara, cuya narrativa pudiera parecer minimalista, pero de contenidos hondos y significativos que sólo se vislumbran a través de la combinación de colores y texturas; casi siempre obscuras. Siguió un estreno muy publicitado: el de la pieza de Marisol Jiménez, comisionada por el FIC y dedicada a los 43 de Ayotzinapa, XLIII Memoriam Vivere; superficial en su puesta en papel, la compositora acudió a lugares comunes como el sonido de aire en los alientos y a los armónicos en las cuerdas, haciendo sonar la pieza como un suspiro más en una escritura matemática, sistemática, que en uno realmente de significado sonoro. Tocaron luego una pieza anodina de Laurence Crane, su Segunda Sinfonía de Cámara; una pieza primitiva, de poca inventiva, que fue la única tocada con cierta desazón, llevando a la desconcentración de los instrumentistas que cayeron en errores elementales como entradas falsas o desarticuladas.
Tras el intermedio, ofrecieron el Contraflow de Colin Matthews, la mejor pieza en el programa; un scherzo sólido, firme, bien característico y rico en balance y colores entre los catorce instrumentos, a los que utiliza en fragmentos considerables en pequeños dúos a manera de soli. De Enrico Chapela se ofreció su Acoussence, una pieza de cinco breves movimientos todos de concepción independiente entre sí y para concluir, Carmen Arcadiae, Mechanicae Perpetuum de Harrison Birtwistle, una pieza dedicada al ensamble en 1977, de solidez en su forma, de mucho dramatismo en su narrativa y consistente en la manera, significativa y no superficial, en que lleva los extremos de sonoridad, de delicados pianos a poderosos fortes, del registro más agudo en el piccolo al más grave del contrafagot.
Lo de Wispelwey al día siguiente en el Templo de la Valenciana está más allá de cualquier descripción. A las seis suites les caracterizó el alma, por intentar hablar de poesía, y la naturalidad, por hablar de estilo; un estilo que no figura en la más ortodoxa tradición pero tampoco es de una heterodoxia que incomode. El violonchelista toca Bach como, creo, se debe. Suena como si estuviera improvisando; todo suena orgánico y su sonido es uno grande, que envuelve, que viaja, y que queda, infinitamente tras los finales. De esta ejecución, puede quedar para el registro que la Cuarta fue demasiado veloz para los estándares, que la Tercera fue la más ortodoxa y que la Quinta la menos, mientras que la Sexta la más exquisita. Pero nada de eso queda cuando lo significativo es el portento casi religioso de habérselas escuchado nuevamente en una sola sesión.
*FOTO: El violonchelista holandés Pieter Wispelwey se presentó el 25 de octubre en el Templo de la Valenciana, en Guanajuato/Cortesía FIC/ Claudia Reyes.
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