La hoguera de las identidades

Dic 9 • destacamos, Reflexiones • 1266 Views • No hay comentarios en La hoguera de las identidades

 

Alumna de Michel Foucault, Élisabeth Roudinesco cuestiona, en El Yo soberano, la errónea noción de etiquetar el pensamiento como si el origen, la clase social o el género fueran capaces de enjaular las ideas

 

POR LEONARDO TARIFEÑO
Experto en cuestiones de vigilancia social, por no decir de los rasgos policiales de los distintos micropoderes, Michel Foucault fue el primero en detectar una sutil técnica de control que, con el paso del tiempo, se volvería de lo más normal:

 

Era difícil decir cualquier cosa sin que le preguntaran a uno: “¿Desde dónde hablas?” Esta pregunta me dejaba completamente aturdido. En el fondo, me parecía una pregunta policial. Bajo la apariencia de una pregunta teórica y política (“¿Dónde te sitúas cuando hablas?”), en realidad me preguntaban por mi identidad: “A ver, ¿tú quién eres?” “Dinos si eres marxista o no eres marxista”, “Dinos si eres idealista o materialista”, “Dinos si eres profesor o militante”, “Enséñanos tu carnet de identidad, di en nombre de qué vas a poder circular para que sepamos dónde estás”.

 

Foucault se refería al ambiente que lo rodeaba durante sus primeros días en la Universidad de Vincennes, en 1969, a la que llegaría como jefe del departamento de Filosofía meses después de las protestas de 1968 que la historia recuerda como Mayo Francés. Su queja la recoge, primero, Andréa Linhares en un libro de 2010, y luego la psicoanalista francesa Élisabeth Roudinesco en su contundente estudio El Yo soberano (primera edición francesa en 2021), lo que podría sugerir que, a más de medio siglo de distancia, el motivo de la incomodidad del autor de Las palabras y las cosas permanece vigente. Mucho más, quizás, de lo que podría suponerse, ya que en pleno 2023 el periodista Marc Bassets le practica el mismo test de ADN ideológico a la propia Roudinesco en una entrevista publicada por el diario español El País:

 

Bassets: ¿Desde dónde habla usted?
Roudinesco: Desde ningún lugar.
Bassets: ¿Se puede hablar desde ningún lugar? Uno tiene una clase social, un origen, una educación.
Roudinesco: Una vez me dijeron: “Usted es rumana. Y si no, ortodoxa”. Nací en París en 1944, mi padre abandonó Rumania 40 años antes. ¿Qué tengo de rumana?

 

Cabe imaginar que la provocadora respuesta inicial de Roudinesco al periodista español (“desde ningún lugar”) obedece, sobre todo, al hartazgo por un sonsonete intelectual que ella misma pone como síntoma y ejemplo de varios males en El Yo soberano —libro por el que la entrevista Bassets—, donde cita la molestia de Foucault por una conducta para la que la identidad, asimilada a una pertenencia (a un origen, a una clase social, a un sexo, a un género, a un color de piel), determina la forma de pensar hasta convertirla en una materia cuadriculada, monolítica y previsible. Lo que tanto a Foucault como a Roudinesco parece colmarles sus respectivas paciencias es el empeño en etiquetar el pensamiento, gesto que equivaldría a pedirle documentos a las ideas, verificar los datos de la licencia de razonar y, finalmente, otorgar (o no) el correspondiente permiso de circulación a lo que —al menos en tiempos ajenos a cualquier forma de autoritarismo— no debería someterse a ningún tipo de cacheo. Está claro que, como Roudinesco también sabe, nadie habla “desde ningún lugar”, lo que no significa que por hablar a partir de una experiencia se diga o se piense sólo lo que esa experiencia moldea. Que el apellido de la autora tenga raíces rumanas no implica que ella tenga que pensar como rumana, sea lo que sea que eso signifique. La identidad no es unidireccional ni tiene por qué fijarse dentro de los límites de una pertenencia grupal. El determinismo en el pensamiento no existe. Y lo que en definitiva se manifiesta detrás de esa pregunta —“policial”, según Foucault— es el miedo a la alteridad, a la aparición de un Otro que desafíe y trasgreda “los ideales de un nuevo conformismo de la norma”, tal como se lee en El Yo soberano.

 

 

Hay razones para creer que la paciencia de Roudinesco se topa con ciertos límites cuando los clichés de una época pasan por verdades incuestionables y se transforman, a la vista de todo el campo intelectual, en sogas dispuestas a maniatar ideas. Y también se podría pensar que, aguijoneada por ese malestar, la autora decidió emprender la descripción pormenorizada de esas sogas con la escritura de El Yo soberano, uno de esos raros libros indispensables que discuten posiciones dominantes y cuestionan jerarquías justo en una época que antepone el exabrupto y la acusación al debate y los cuestionamientos. Alumna de Michel Foucault, Gilles Deleuze y Michel de Certeau, biógrafa de Jacques Lacan y Sigmund Freud, coautora junto a Jacques Derrida del bellísimo libro Y mañana qué… (FCE) y presidenta de la Sociedad Internacional de la Historia de Psiquiatría y del Psicoanalismo, Roudinesco es mucho más que una psicoanalista que estudió en la Escuela Freudiana de París que fundara Lacan: es una de las grandes intelectuales de nuestro tiempo, una historiadora y filósofa capaz de detectar una por una las contradicciones que surgen de las retorcidas reinterpretaciones contemporáneas del pensamiento de Derrida, Foucault, Edward Said y Frantz Fanon —vía los studies estadounidenses— y de auscultar, con idénticas dosis de lucidez y valentía, los problemas que plantea lo que ella llama “derivas identitarias”, expresiones de la autoafirmación que confluyen en “varias formas de la asignación de identidad, a cual más melancólica, que obedecen a un afán de acabar con la alteridad, reduciendo al ser humano a una experiencia específica”. Esa “experiencia específica” con la que, según Roudinesco, se busca enjaular el pensamiento, es la misma que dictamina que los blancos no están invitados a la lucha antidiscriminatoria de los negros, de igual manera que los hombres tampoco lo están en la de las mujeres ni las mujeres blancas explotadas en la de las mujeres negras explotadas también.

 

Efectivamente, en el paso que va “de una reflexión especulativa a una práctica política concreta”, estas teorías académicas dan por sentado que una persona blanca no tiene derecho a participar en un combate antirracista; divide la explotación de las mujeres de acuerdo a las diferentes realidades sociales y raciales; cuestiona la legitimidad del apoyo de los hombres a las causas feministas y, en resumen, establece jerarquías de discriminación y sufrimiento en una espiral de identidades multiplicadas que impiden una lucha colectiva y promueve una silenciosa guerra social de todos contra todos. Pero que estas cuestiones se den más o menos por sentado no quiere decir que no tengan una historia que vale la pena conocer, analizar y desmontar. Precisamente eso es lo que propone El Yo soberano: una deconstrucción sistemática y rigurosa de la “hipertrofia del Yo” que, en nombre de la cultura de la identidad y del narcisismo, cambió la emancipación social por la reivindicación tribal, “como si el objetivo de toda lucha fuera la preservación de sí mismo”.

 

Bajo el mismo impulso de arqueología filosófica que llevó a Michel Foucault a repensar la historia en sus estudios del poder, el saber, la locura y la sexualidad, Roudinesco traza las distintas genealogías de las identidades de género, raciales y postcoloniales hasta exponer los callejones sin salida en los que terminan por atascarse, como —entre los más insólitos— la crítica a un presunto “homonacionalismo” encarnado por homosexuales blancos y occidentales que, tras obtener el reconocimiento de sus derechos, no advertirían que su “normalización” discrimina a los musulmanes, árabes y negros.

 

Dentro de esa reflexión histórica, la autora ubica el origen de la actual necesidad de exhibir los sufrimientos y denunciar las ofensas en el fin del bloque socialista y la posterior caída de los ideales revolucionarios, que planteaban la emancipación de la sociedad en su conjunto. Cuando el intento de cambiar el mundo fracasa y se consuma el avance planetario del liberalismo individualista, los valores de ese nuevo narcisismo pasan a consagrarse en la autoafirmación permanente (la “hipertrofia del Yo”) y el reemplazo de los ideales colectivos por el ideal individual (la happycracia denunciada por la socióloga franco-israelí Eva Illouz). La pregunta por “¿Quién soy?” ya no se responde con una suma de singularidades sino a través de las distintas variables personales del rechazo identitario: los blancos contra los negros, los negros y blancos contra los mestizos, los mestizos contra los indígenas, los heterosexuales contra los homosexuales, los homosexuales no afeminados contra los afeminados, y así en un cuento de nunca acabar que valora positivamente al más agredido, rompe puentes sociales y confía en el aislamiento como una forma de la felicidad. “No hay nada más regresivo para la civilización y la socialización que establecer una jerarquía de las identidades y las pertenencias —explica Roudinesco—. Aunque la afirmación de la identidad es siempre un intento de oponerse a la marginación de las minorías oprimidas, en ellas se advierte un exceso de reivindicación de sí mismo, un deseo loco de no mezclarse con ninguna comunidad distinta de la propia. Y cuando uno adopta este reparto jerárquico de la realidad, se condena a inventar un nuevo ostracismo frente a los que no estarían incluidos en su microcosmos. De modo que, lejos de ser emancipador, el proceso de reducción identitaria reconstruye lo que pretende deshacer”.

 

Por si acaso, la autora no tarda en avisar que, para ella, “la diversidad y la mezcla son las únicas fuentes de progreso”, y por eso parece deplorar que el carnaval de identidades atrincheradas en sí mismas no construyan tanto una diversidad plena como una suma de aislamientos interconectados, unidos sobre todo por la desconfianza y la denuncia en un universo donde lo social reemplaza a lo científico. Como ejemplo, en su análisis sobre las identidades de género recuerda que, de las tres dimensiones de todo ser humano —biológica, social y psíquica—, las teorías emanadas de los studies estadounidenses niegan lo biológico y lo psíquico para suponer que la anatomía no es más que una construcción social, mezclando el incuestionable derecho de las personas a no reconocerse en ella con la venganza sobre el poder médico que durante años estudió a las distintas preferencias sexuales como “casos”. De la misma forma, Roudinesco observa que las investigaciones de los critical race studies de las academias estadounidenses desempolvaron la noción de “raza”, un concepto sin ninguna base científica en el que sólo creyeron quienes causaron las peores matanzas en la historia de la humanidad y que ya en 1952 Claude Lévi-Strauss enterró en un célebre discurso escrito a petición de la UNESCO (recogido en Raza e historia), donde el antropólogo reafirmaba, con un ojo puesto en el futuro —nuestro presente— que las razas son solo color de piel y que las diferencias entre ellas no son más que un asunto de pigmentación.

 

Para Roudinesco, apoyar las identidades con la negación de lo biológico y lo psíquico (en las teorías de género), o con la recuperación del concepto de “raza” (en los estudios sobre la discriminación y postcoloniales), implica un retroceso alarmante y monumental con respecto a lo que Lévi Strauss, Derrida, Foucault, Fanon y Said, entre otros presuntos padres de los studies estadounidenses, realmente sostuvieron acerca de estos mismos temas. Las distintas iniciativas deconstructivas responden a un “proyecto inicial magnífico” que luego pasan de “una crítica legítima de las normalidades sociales a la implantación de un sistema totalizante” muy cercano, por cierto, a las delirantes posiciones de la extrema derecha, que también reivindica la existencia de la raza, apuesta a la guerra de bandos y enarbola el culto a la identidad como principio de dominación. Avalada por la “cultura de la cancelación” y el juicio exprés en tribunales populares, la “deriva identitaria” coquetea con el oscurantismo de aquellos que también prefieren una sociedad partida en múltiples ostracismos a otra unida por la convivencia en la diversidad.

 

En la hoguera de las identidades se calcina la democracia. El notable libro de Roudinesco es una reflexión urgente que clama por detener a quienes se dejan fascinar por el encanto de las llamas.

 

 

 

FOTO: Élisabeth Roudinesco (1944) es presidenta de la Sociedad Internacional de la Historia de Psiquiatría y del Psicoanalismo. /Luc Facchetti /Institut Français Espagne

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