La infancia es más poderosa que la ficción

Feb 17 • Conexiones, destacamos, principales • 5650 Views • No hay comentarios en La infancia es más poderosa que la ficción

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En entrevista, el escritor español Andrés Barba comparte algunas reflexiones sobre su novela República luminosa, ganadora del XXXV Premio Anagrama. En ella, la vida de San Cristóbal, una ciudad imaginaria, es alterada por la aparición de 32 niños que sólo conocen el lenguaje de la violencia. Concebida como una “fábula abstracta sin moraleja”, la vida de los personajes se reelabora en cada episodio con discursos contradictorios y disruptivos, desde el paternalismo civilizatorio hasta la ferocidad de la infancia

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POR GUILLERMO ROZ

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Pese a los altísimos saludos parroquianos y a los soplidos atronadores de las cafeteras de la taberna cercana al viejo estadio Vicente Calderón del Atlético de Madrid, y gracias a la voz gruesa y entusiasmada de Andrés Barba (1975), sale adelante nuestra entrevista. Barba es madrileño pero tiene el glamour sereno y el abrigo de diciembre de un Cortázar parisino. Habla con tanta contundencia que una mujer que lo oye desde otra mesa jura que ella comprará ese libro, sea cual sea, ése del que él habla. Así le alcanza el ejemplar de su República luminosa (Anagrama, 2017), al que la lectora accidental le hace una foto con su teléfono celular y sale contenta. Es una novela que bien vale el entusiasmo de todos, es la construcción de un posible nuevo mundo hecho por niños “irreductibles” aparecidos en medio de una ciudad en progreso, una que bien podríamos emparentar con tantas de Latinoamérica. Es una crónica conradiana, elegante y mordaz a la vez, moral y política, que fluye con la misma fuerza que lleva el enorme río circundante de esa San Cristóbal imaginario y realista.

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Andrés Barba es uno de las grandes plumas españolas de la actualidad, ha sido traducido a diecisiete idiomas, elegido por la revista Granta como uno de los mejores narradores jóvenes en español y por esta novela ha sumado un premio más en su haber: el prestigioso Herralde de Novela 2017.

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¿Elegiste adrede un formato de crónica o te lo exigió el guión de la historia?

Este es un libro muy clásico, hay un género muy clásico detrás, claro. He buscado hacerlo a la manera de las crónicas de Conrad, como El corazón de las tinieblas, Una avanzadilla del progreso, Tifón. Me di cuenta que adoptar este género era una ventaja. Alguien, veinte años después de los sucesos, narra de una manera desapasionada, neutral, y así es capaz de integrar nuevos discursos y otras voces para explicar un momento histórico complejo para contarlo como corresponde.

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Desde el principio se conoce que algo malo les sucedió a los treinta y dos niños que protagonizan la novela. Ellos aparecen como de la nada en la ciudad de San Cristóbal y complican la convivencia del lugar. ¿Por qué construiste la novela contando buena parte del final, en el principio?

Quise liberarme de la tiranía de la trama en términos elementales. Cuando abres el libro y ves que los treinta y dos niños van a morir, el dilema de si van a morir queda extinguido… En cierto punto porque no explicas cómo van a morir, ni quién es el culpable, ni si esos niños son unos demonios o no. Ha sido desactivado el horizonte de espera y eso le da algo muy interesante en términos de trama. Por otra parte el lugar de llegada, la muerte de los treinta y dos niños, es un lugar tan horrible e inverosímil que uno no termina de creer que vaya a llegar allí. Casi se está esperando que ese no sea el lugar al que se llega.

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Los niños ñeê son sucios, sin escolarizar, indígenas y se los considera irrescatables… ¿Has estudiado o tomado como referencia algún caso concreto?

Hay un caso muy particular de unos niños que vivieron en una estación de Metro de San Petersburgo y del que hicieron un documental unos cineastas polacos, que se llamó Los niños de la estación de Leningradsky y que obtuvo el Oscar a mejor documental de aquel año. Son niños que conforman como una república subterránea de pequeños delincuentes y que por otra parte no dejan de ser perfectos niños. Al ser niños, a los que pasan por la estación les cuesta establecer una relación normal como con otros niños. Hay una gran dificultad, una ambigüedad. Esa historia real está en el germen de este libro. Aunque también podría haberlo sido las comunidades infantiles de las favelas de Río de Janeiro, o las de Ciudad de México, o los niños de la guerra en África.

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¿Y cuáles fueron los libros de lectura de referencia dedicados a la infancia, de los que se nutre tu novela?

La cruzada de los niños de Marcel Schwob, un libro clásico. Los niños terribles de Jean Cocteau. Me alejé bastante de lo protestante, de William Golding, por ejemplo, porque hay una cantidad de moralina que no me interesaba. Pero también La peste de Albert Camus, que sin dedicarse a la infancia, habla del clima de plaga que recorre mi novela.

Andrés Barba, República luminosa, Barcelona, Anagrama, 2017, 192 pp./ Especial

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Hay un afán casi sociológico por describir los roles de ciertos personajes de la San Cristóbal de República luminosa, casi como diseccionando a los responsables del remolino, del choque que va a suceder entre la sancristobalinos y el grupo de niños.

Desde el punto de visto sociológico, antropológico e incluso filosófico trabajé sobre aquello que decía Habermas, lo de la verdad como consenso. Cómo se forma una verdad sobre un episodio. En este sentido es interesante cómo confluyen diferentes discursos, a veces contradictorios entre sí, que acaban por acordar que eso fue lo que pasó. Por eso necesitaba que el cronista tuviera una distancia de veinte años con lo que cuenta.

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De algún modo, al enfrentarnos con el abismo de una tragedia que parecía poder haber sido detenida o salvada, la novela propone una refundación del diálogo, de aprender a escucharnos…

Lo peor de los acontecimientos violentos es que interrumpen el sentido natural de la vida. Por otro lado nos obligan a manifestar nuestra opinión sobre los mismos. ¿Qué es lo que ocurre? Que instantáneamente salen lugares comunes. Sólo mucho tiempo después alguien puede decir algo distinto, certero. Esa necesidad de enunciar lo disrruptivo es parte de la explicación de por qué fracasamos en describir la realidad más contemporánea, porqué necesitamos clasificarla. Por eso se dice en la novela que los personajes piensan en voz baja, porque no se permiten en ese instante pensar en voz alta.

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Estos niños afloran casi como un ejército, forman un grupo con planes y estrategias y eso los hace más inclasificables, más compleja la forma de abordarlos…

Hay detrás de esto unas lecturas que hice a unos libros de Maurice Maeterlinck. Sobre todo de sus obras La vida de las abejas, La vida de las hormigas y La vida de las termitas. Allí hizo como una especie de estudio sociológico de los insectos, donde conseguía meter una mente humana en unas dimensiones de insecto. Son libros fascinantes. Entonces me dio que pensar que si el mundo se acaba los nuevos reyes de una nueva civilización serán los insectos, quienes trabajan colectivamente, tienen estrategias de comunicación que estamos muy lejos de comprender y sin embargo se coordinan de una forma extraordinaria. Adaptar esto a esta república de niños, la inteligencia o lo que nos resulta desconcertante del mundo de los insectos, podía resultar muy bien. Por un lado los deshumanizaba, pero por otro dejaba a las claras que representaban una civilización al margen. No eran sencillamente unos niños violentos sino la posibilidad de una nueva civilización.

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La aparición de los niños son un enigma a descifrar y descifrar quizás sea el verbo y concepto articulador de tu obra…

El corazón del misterio es qué es la infancia. Tenemos una relación con la idea del buen salvaje desde la Ilustración francesa, desde los enciclopedistas y no nos hemos sobrepuesto a esta idea que en realidad es un mito. El mito del niño que es capaz de dar rienda a sus instintos y que está por civilizar, y que hay que civilizar para convertirlo en ciudadano. Hemos creado una idea edulcorada y ridícula de la infancia.

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Leemos que los niños “cambiaron el nombre de las cosas”, refiriéndose a que parecían haber creado una nueva lengua…

Sí, en principio era una ocurrencia de filólogo pero finalmente la pensé como algo muy bonito, como una utopía creacionista. Tiene que ver con la idea que sobrevuela toda la novela que es que estos niños están creando una posible nueva civilización y lo primero que hace una nueva civilización es nombrar de nuevo las cosas porque el lugar por antonomasia del hombre es nombrar. Pero en la novela se lee esta frase: “la infancia es más poderosa que la ficción” que significa que la infancia todavía resiste.

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Teresa Otaño, los niños Zapata y Jerónimo Valdéz de alguna manera representan tres roles fundamentales que se pueden adoptar en la infancia, ¿verdad?

Me apetecía hacer intervenir un discurso escrito por un niño y para que fuera verosímil sólo podía ser un diario. El de Teresa Otaño es un discurso indudable porque es el diario de una niña, aunque es una niña nada inocente, clasista y esto pervierte un poco su mirada. Pero era la única manera de que demostrar que existe una conexión entre los treinta y dos niños salvajes y los de la ciudad, gracias a su condición de niños. Los niños Zapata son la cara b de Teresa Otaño: si ella era la autenticidad ellos son la inautenticidad. Y Jerónimo Valdéz es un disidente de los niños salvajes, un traidor podríamos decir, una mirilla para saber de verdad quienes eran esos niños.

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Durante toda la novela se hace ver que muchas de las escenas violentas fueran registradas por medios de comunicación ¿Qué relevancia tienen estos documentos, cuán diferente hubiera sido sin la intervención de este registro?

Los medios en la novela tienen el peso de las verdades oficiales representados sobre todo en las extorsiones a los directores de periódicos. Es el poder vertical que impone: usted dice que aquí lo que pasó fue tal. Esto es importantísimo.

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Y lo que manifiestan todos los personajes es un sentimiento que parece una metáfora de estos tiempo: el miedo.

Es que todos tenemos miedo al otro. Y no es porque el otro nos vaya a atacar o lo que sea, sino porque el otro pone en cuestión que los valores que hemos legitimado para determinar nuestra vida son intercambiables por otros y eso nos genera una enorme inseguridad. Esto pone de manifiesto que nuestro mundo es aleatorio y que posiblemente los valores de los otros pueden ser mejores que los nuestros. Es el origen de todos los racismos.

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Aunque, quizás antes que nada, esta sea una novela política…

Sí, lo es porque revisa los términos de las jerarquías. Quién está legitimado a hacer qué a quién. En este sentido es importante saber quien queda legitimado según qué instrumentos use para conseguir sus fines. Y la cuestión del poder va de lado a lado del libro. Y es una novela política en lo que tiene que ver con la verdad histórica: cómo la verdad es un consenso de una multiplicidad de discursos muchas veces contradictorios entre sí. Quién decide qué es lo que pasó es una acción evidentemente política.

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La crónica está contada en un español de España a pesar de que se intuye que los protagonistas y el narrador forman parte de San Cristóbal, un lugar que no es España y que podría ser un lugar en Latinoamérica…

Yo no quise escribir una novela latinoamericana. Esto podría suceder en Filipinas, en África, en muchos sitios rodeados de un gran río y una selva como en San Cristóbal. El español de España es de una elección aleatoria, es esto porque yo soy un escritor español, nada más. Esto es una fábula abstracta sin moraleja como en Conrad. Y lo que de verdad era importante para mí es que resultara universal.

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FOTO: El escritor español Andrés Barba. / Cortesía: Anagrama / Daniel  Mordzinski

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