La interrogación realista
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Clásicos y comericales
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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
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Todos los lectores de Antonio Ortuño están de acuerdo –supongo– en que la mejor de sus novelas es La fila india (2013), contemporánea a los hechos que narra, los cuales comprometen la vida y la dignidad de los migrantes que atraviesan un México infernal rumbo a los Estados Unidos. Como cumplimiento de la obligación moral del escritor de dar fe de los horrores de su tiempo, La fila india es impecable. Ortuño no sólo firma ese mandato naturalista sino lo hace con elegancia. Lo que en sus primeras novelas era un fardo –su formación periodística– en La fila india es conocimiento de causa.
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El principal hecho histórico difuminado a través de la novela –la matanza de migrantes en San Fernando, Tamaulipas, en 2011– amenaza con devorar a La fila india, según lo reconocen los propios héroes, los solidarios encargados de una estación migratoria una y otra vez incendiada por los traficantes de personas y los narcotraficantes, con la complicidad de las autoridades. No obstante, Ortuño logra plantar, en medio de los momentos más espantosos de la guerra narca, a personajes solidarios y justicieros, como una mujer que expone su vida y la de su hija con tal de salvar a una salvadoreña, testigo del atentado cometido en México por mexicanos contra los migrantes centroamericanos, hazaña destinada al fracaso pues la víctima prefiere vengarse por propia mano.
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Si desde los rusos y Jules Vallès y Zola el novelista es testigo moral por decisión ética, avanzando el siglo XXI el problema se traslada a un lector quien además de soportar la inhumanidad destilada cada segundo por los antiguos medios de comunicación masiva y las intrusivas redes sociales contemporáneos, debe en teoría amar la novela, bendecir entre los novelistas, en este caso mexicanos, a quienes van más allá del oportunismo periodístico y hacen arte, sea dicho brutalmente, con la desgracia humana. Mi posición, si interesa, es que sólo si el novelista reconfigura la información que recibe de quienes practican la “no ficción” y me da algo más que horror, comprometiéndome con personajes cuya existencia sólo supongo, esa novela “vale la pena” (nunca me ha parecido tan exacta esa expresión mexicana) recomendar, como es el caso de La fila india.
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Ante el realismo que en el México del siglo XXI es, por fuerza, patibulario, son muy pocos quienes trascienden la justa y despectivamente llamada “narcoliteratura”, entregando obras más o menos memorables. Serán aquellas, como puede ocurrir con La fila india, las que, en un día hoy improbable hasta de imaginar siquiera, cuando las guerras del narcotraficante sean sólo historia, nos remitan a estos años, capaces de revivir el terror. Pero una vez terminada La fila india respiré aliviado, pues lo que la seguía en mi orden de lecturas eran los bellos y sentenciosos cuadernos de Umberto Saba, quien no vivió en ningún jardín de rosas. Resistió a Mussolini primero y a la ocupación nazi de Italia después, pero, poeta contemplativo arrancado del lecho por la Historia, cumplió su deber de meditar sobre su tiempo sin ser ni novelista ni realista. La reflexión apacigua. Ello está entre sus virtudes, que no escaparon al emperador Marco Aurelio, curiosamente una de las lecturas probables del marido villano, quien esclaviza sexualmente a una hondureña, en La fila india. El realismo, cuando no puede ser sino sucio y sangriento, alimentado técnicamente por el arsenal largamente acumulado de la novela policíaca, bien conocido por Ortuño, nos hace sentir consumidores de pornografía, exhibicionistas invertidos, mirones a los cuales con la espantosa realidad no nos es suficiente.
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No era tan ingenua aquella primera objeción al naturalismo de parte de algún crítico, quien se preguntó si el obrero, tras pasar una larga jornada víctima de la extracción de plusvalía, necesitaba llegar a su casa a leer a Zola o mirar una grisácea pintura de caballete de una fábrica derruida y devoradora. Los marxistas tomaron nota e inventaron, como consuelo y esperanza, la novela rosa del realismo socialista. Hace unas semanas se me reclamó mi ambigüedad ante Temporada de huracanes (2017), segunda novela de Fernanda Melchor, otro viaje al narco infierno mexicano. Reivindico, como ante La fila india, el derecho del lector a preguntarse si debe leer esas novelas. En esa ambigüedad, basada en la interrogación, tan propia del siglo XX, de qué tanta realidad puede soportar un consu midor de realismo, también puede guarecerse quien no es un juez de plaza sino sólo un crítico literario.
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La caricatura, recuerdo al regresar a Ortuño, más que el periodismo, arruinó sus novelas primerizas como El buscador de cabezas (2006) y Recursos humanos (2007). La primera es una distopía donde una presidenta fascista se hace de México pero lo que obtiene el lector es una novela sobre el abuso del poder en el Estado de Jalisco, mientras que la segunda, protagoniza una rebelión más de Gutierritos, el empleado ofendido y humillado en “fase destrucción del inmueble” contra superiores y gerentes. En ambas novelas, la prosa, por más limpia que fuese, estaba más cerca de la Redacción que de la Literatura. Más que diálogos, desfilaban sintéticos globitos propios de las tiras cómicas.
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A Ortuño (Zapopan, 1976) lo ha ido construyendo como escritor su inteligencia crítica. Tiene fobias e indignaciones –no sería realista de lo contrario– pero es ajeno a las teorías, sobre todo a las de quienes juzga, con exactitud, biempensantes. Por ello, en La fila india, no se da baños de pureza ideológica culpando al gobierno del asesinato cotidiano de migrantes. Periodista al fin y al cabo, conoce de sobra que basta con exhibir boletines de prensa para demostrar la concupiscencia de un régimen con el crimen. No es, como se ha dicho, un Céline. Sí, un Tipo Duro que se mantiene en forma gracias al sentido del humor.
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Méjico (2015), la última de sus novelas que he leído, es una microhistoria del exilio republicano español que hubiese divertido a Ibargüengoitia, donde los más puros de los puros, los anarquistas que tenían a Buenaventrura Durruti como santo, patrón y jefe, vienen a dar a Méjico, que es como fonéticamente debería escribirse el nombre de nuestro país de no habérsele impuesto a una acorralada Real Academia el desollado nacionalismo mexicano con su autocorrección política. Aquí hacen de las suyas, rústicos, como lo hicieron en Cataluña. Álbum de familia donde se repiten un poco cansinamente los tópicos policiacos, Méjico demuestra una vez más la sinrazón de la historia, el poderío de los imbéciles aun cuando el novelista los dibuje como hombres superfluos, los eternos pobres diablos inventados por los rusos. Ortuño, se priva, para bien, de disertar sobre el Mal. Lo sabe consustancial.
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En el Tipo Duro, lo sabe cualquier cinéfilo, cabe, hecho chiquito como un conejo en la chistera, un buen sentimental. Ortuño, en La fila india, deposita su porción de esperanza en la mujer solidaria que escapa a los Estados Unidos tras pretender aminorar el calvario de los migrantes. En Méjico, novela construida con habilidad aunque sin genio, Ortuño, no en balde “hijo de inmigrantes españoles”, concede que para los derrotados de 1939 sólo un hubo un extraño y ajeno consuelo: participar un lustro después, decisivamente, en la liberación de París. Huérfanos valientes y nihilistas condenados al olvido quienes confían en un Antonio Ortuño, por ejemplo, para no desaparecer de la faz de la Historia.
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FOTO: Antonio Ortuño también es autor de El buscador de cabezas y Recursos humanos. Su novela más reciente es La vaga ambición./Archivo EL UNIVERSAL