La majestad de lo mínimo: acontecimiento máximo

Ene 22 • destacamos, Lecturas, Miradas, principales • 2310 Views • No hay comentarios en La majestad de lo mínimo: acontecimiento máximo

 

Un nuevo volumen se une a los Ensayos sobre Ramón López Velarde, del escritor Fernando Fernández, en el cual podrá observarse el diálogo continuado que el autor mantiene con el zacatecano, a quien explora en novedosos temas y retoma como inspiración de su propia poética

 

POR CARLOS ULISES MATA

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El Diccionario de la Lengua Española define a la saga, en la cuarta de sus acepciones, como una “Serie de obras literarias, cinematográficas o lúdicas que tienen entre sí unidad argumental, de intención o de personajes”. Y aunque, como se nota y sabemos, tal definición remite a series narrativas y fílmicas, el término describe con exactitud la figura creada ante nuestra vista con la aparición de La majestad de lo mínimo. Ensayos sobre Ramón López Velarde (Bonilla Artigas, 2021), de Fernando Fernández.

 

Me refiero a la figura de la saga crítica, inusual en el ámbito de los estudios literarios y que, sin embargo, Fernández ha decidido practicar al escribir un segundo libro que comparte “unidad argumental, de intención y de personaje” con otro suyo editado siete años atrás: Ni sombra de disturbio. Ensayos sobre Ramón López Velarde (CNCA-Auieo, 2014), el cual, como se ve, lleva el mismo subtítulo que el recién salido, y en ese corto lapso se ha elevado a la condición de clásico de los estudios velardianos.

 

Como queda a la vista y lo saben los aficionados a las series televisivas, el procedimiento de la saga tiene como justificación la persistencia del interés, como mecanismo la reanudación enriquecida del relato, como resorte la aportación de novedades, y como promesa obligada la entrega de futuros capítulos. Cada uno de esos rasgos se cumple en La majestad de lo mínimo: repasa y amplía ciertos asuntos, abre nuevas exploraciones partiendo de núcleos de imantación antes sólo esbozados, establece el estado de la cuestión al reseñar contribuciones recientes (y no tanto) de otros colegas, y de varias maneras nos dice que la tarea está lejos de concluir y que el campo de sombras velardianas sigue propicio a la elaboración de nuevos capítulos críticos.

 

Así las cosas, en esta reseña no me propongo describir con minuciosidad el contenido de La majestad de lo mínimo, tratando, a cambio de eso, de señalar por qué creo que su escritura y su publicación son, además de un acontecimiento mayor en la conmemoración del centenario luctuoso del inexhaurible poeta zacatecano, un fecundo diálogo de almas (que dura ya 40 años) entre dos señalados escritores de nuestra tradición.

 

2

 

Todo lector de López Velarde recuerda el comienzo de “La mancha de púrpura”, poema de la tortura autoimpuesta, del masoquismo elegido como recurso para afinar el propio placer, incluido por su autor en Zozobra, su libro monumental de 1919: “Me impongo la costosa penitencia / de no mirarte en días y días, porque mis ojos, / cuando por fin te miren, se aneguen en tu esencia / como si naufragasen en un golfo de púrpura, / de melodía y de vehemencia. / Pasa el lunes, y el martes, y el miércoles… Yo sufro / tu eclipse”.

 

En El ciclismo y los clásicos, primera colección poética de Fernando Fernández publicada en 1990, hay unas líneas que no es erróneo notar como influidas por la lectura de ese poema de 1916: “En medio de un acorde y de un jardín de tus vocales / o debajo de la forma de una música en tu nombre / en tu idioma cantado de preguntas, / retener tu voz, Aminta, aquí, en la grabadora / y no llamarte en días y días. // (Mientras tanto, claro, pasa el lunes, y el martes, y el miércoles” (p. 14). Como se ve, el verso final de ambos poemas, el de Ramón y el de Fernando, es casi idéntico, con la diferencia de que Fernández no declara sufrir; tampoco hace falta.

 

Años después, al publicar su segundo libro de poesía, Ora la pluma (El Tucán de Virginia, 1999), Fernández puso como escrito inicial el poema “Eloína”, que tiene como epígrafe tres versos de López Velarde en que el zacatecano se habla a sí mismo: “¿Olvidarás acaso, corazón forastero, / el acierto nativo de aquella señorita / que oía y desoía tu pregón embustero?”. Por una coincidencia cósmica, el poema de Fernández, escrito 80 años después que el de Ramón del que proceden los versos del epígrafe (el memorable “No me condenes…”), transcurre en una casa y unos parajes situados a las afueras de una ciudad y tiene como protagonistas solitarios a un par de novios indecisos en trance simultáneo de aceptarse, dudar del otro y decirse adiós.

 

El pasaje final del poema de Fernando dice lo siguiente: “¿Olvidarás acaso, corazón forastero, / cuánto amabas la ruta de su casa / por una senda resbalosa y curva? // ¿Todavía saldrían a su ventana, / huido yo, los vientos prófugos, / la luna y las estrellas que mirábamos? // ¿Y el policía, mi confidente, / el rastro de sus huellas —en recuerdo / de mis pagos metódicos— / seguirá registrando todavía? // ¡Perdóname Eloína! No te pude / cumplir unas promesas, dichas con ligereza / mientras tocaba un piano, / lejos, nuestra canción de notas imposibles” (p. 16).

 

Dejo aquí otras pistas. En sus siguientes libros de poesía —Palinodia del rojo, de 2010, y Oscuro escarabajo, de 2018— hay otros tantos poemas en que la voz, las percepciones deslumbrantes y el magisterio de López Velarde se asoman a los poemas de Fernando Fernández. Exactamente ese mismo aliento velardiano está presente en los doce ensayos de La majestad de lo mínimo, pensados, investigados y escritos con deliberada lujuria de creador, con escrúpulo de diamantista, tomándose el pulso a sí mismo, en plenitud simultánea de cabeza y corazón. En una palabra, como se piensa y escribe un poema y ha de hacerse un ensayo luego de admitir, según nos enseñó López Velarde en 1916, que “el sistema poético hase convertido en sistema crítico”.

 

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Dice Fernando Fernández que en las cinco breves palabras que dan título a su libro —“la majestad de lo mínimo”— “laten una estética, una sensibilidad y una visión del mundo” (las de López Velarde) y que las mismas le vinieron de maravilla a él para titular el conjunto de los textos reunidos en el volumen. O por modestia o por no haberse dado cuenta, al hacer ese comentario Fernando, él, muy fresco, no se da por aludido, como si de una mera coincidencia afortunada se tratara y como si el ensamblaje entre esas palabras y sus ensayos se redujera a este nuevo libro y su conexión fuera tangencial y pasajera. Como si la estética, la sensibilidad y la visión de López Velarde no fueran las de él mismo.

 

La idea, sin embargo, con ser correcta en lo esencial, es insuficiente para aportar una idea completa del alcance de los ensayos de Fernández. Me explico: si sólo fueran éstos ensayos sobre minucias, al término de su lectura las incorporaríamos como curiosidades, datos, fechas o cosas nuevas a la vitrina de los saberes velardianos establecidos. Y es justo lo contrario lo que ocurre con él: sus avistamientos, sin dejar de entregarnos siempre brillantes objetos críticos que lucen en la vitrina evocada y llevan su sello, señalan siempre también una rendija no explorada, indican una tarea para sí mismo o para los otros investigadores devotos, prometen siempre una continuación.

 

Me remito a dos casos. En el primer párrafo de la “Nota” que abre el libro, Fernández recuerda el descubrimiento de Anthony Stanton, quien localizó el poema de Juan Ramón Jiménez mencionado por López Velarde en una prosa publicada antes de aparecer el libro del andaluz. El caso le interesa, claro, por misterioso y porque concierne al texto de Ramón del que tomó las palabras que dan título a su libro, pero apenas lo cuenta pone esta nota: “Un historiador más acucioso tendrá que definir en qué publicación y cuando lo leyó López Velarde”. Fernando quisiera ser el historiador que dé con esa revista recóndita, pero también entiende que el estudio velardiano es una tarea colectiva.

 

A su vez, en el extraordinario “Señorita con nombre de flor”, el acucioso ensayo dedicado a descifrar el misterio de Margarita Quijano, Fernández decide cerrar su apasionante recorrido de más de 40 páginas señalando no una conclusión, sino la continuación deseada para sus indagaciones. Como si él mismo olvidara que en su escrito acaba de hacer cuatro o cinco aportaciones definitivas (la ordenación exacta de los poemas del ciclo dedicado a Margarita, que nadie había intentado; el desciframiento de lo que significan las expresiones “día 13” y “don de febrero”; la indicación del papel que Vida Moderna tuvo en un momento clave de su evolución; y el más completo estudio —el único imparcial— de la personalidad de la musa), Fernández se despide de ese escrito viendo hacia el porvenir, en un gesto de fruición crítica que lo retrata de cuerpo entero.

 

4

 

En la breve semblanza de autor que acompaña la publicación de su poemario más reciente —Oscuro escarabajo, editado por el poeta Chico Magaña— hay una línea misteriosa puesta ahí que no es impertinente mencionar al hablar de La majestad de lo mínimo. Se anota en dicho texto que Fernando ha publicado “tres libros de poesía” (mismos que se enlistan) y (aquí la línea misteriosa) “dos de narrativa, Ni sombra de disturbio. Ensayos sobre Ramón López Velarde y Contra la fotografía de paisaje (ambos en 2014)”.

 

La primera ocasión en que me topé con esa línea, me pregunté, escandalizado de mi ceguera: “¿Libros de narrativa los que yo leí y mediomundo celebró como libros de ensayos?”. Pasada la inicial confusión, comencé a comprender. Acaso sin darse cuenta, Fernando Fernández inventó en 2009 un nuevo género de crítica literaria que integra en su caudal el suministro provechoso de la historia de las ideas, la explicación de textos, la conversación y la bitácora de viajes, mixtura singular realizada en términos verbales con el recurso —espléndidamente gobernado— de la narración autobiográfica.

 

Si no nacido, sí reafirmado a partir de entonces, ese nuevo género ha tenido como escenario predilecto de manifestación el blog “Siglo en la brisa”, que Fernando actualiza cada semana desde enero de 2010. Además de ser el lugar en que adelanta el resultado de sus indagaciones literarias, en el blog comparecen novedades botánicas y gastronómicas, homenajes, paseos etimológicos, obituarios, anécdotas y recuerdos, unido todo por el hilo de la aparición de la persona o el personaje de Fernando que (entonces lo vemos claro) “narra” lo que le pasa, ve, olfatea, intuye y descubre en los libros y en sus atareados días por igual.

 

Quien haya tenido la curiosidad de asomarse a esa bitácora que registra más de 600 capítulos, sabrá por qué Fernando —con una sonrisa en los labios pero sin mentir— considera a sus compilaciones ensayísticas como “libros de narrativa”, y entenderá también la natural manera en que ese blog se ha convertido en el venero del que vienen sus libros en prosa, y al que van a dar sus poemas (semanas después supe que la frase “libros de narrativa” se puso en la solapa evocada por error, afortunado y exacto, creo yo).

 

La majestad de lo mínimo no es la excepción de lo que acabo de decir. Adelantos o versiones más cortas de los ensayos que lo componen vieron la luz primero ahí, comenzaron a intrigarnos en ese sitio como lo que son: capítulos del relato de su vida con López Velarde al fondo, en los que se cumple con justeza tanto el propósito ensayístico de echar luz nítida sobre un asunto particular, como el narrativo y poético de otorgar primacía al trayecto frente a la llegada, a la digresión comprensiva más que a la demostración matemática, como el propio Fernández confiesa preferir en el capítulo final de su libro, escrito e investigado —según declara ahí— “como hubiera deseado López Velarde” y para darse el gusto de seguir hablando de un autor que a ambos apasiona, Montaigne en ese caso.

 

Es sin duda en función de ese gusto que Fernando se da cuando escribe y de la voluptuosidad crítica que practica, que al cristalizar en La majestad de lo mínimo sus ensayos se leen como nuevos, “igual que si acabáramos de descubrirlos”, que es como él nos pide que nos acerquemos a López Velarde, poniendo por delante su magnífico ejemplo.

 

FOTO: Portada del libro La majestad de lo mínimo. Ensayos sobre Ramón López Velarde /Crédito de foto: Bonilla Artigas

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