La mandarina y su tipo duro

Mar 25 • Reflexiones • 3177 Views • No hay comentarios en La mandarina y su tipo duro

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Clásicos y comerciales

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

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Hay ensayos que no acaban de escribirse y en ello cimentan su fidelidad al género de Montaigne. Un amor de Simone (2012), de Bárbara Jacobs, es uno de ellos. Cuenta este ensayo, de manera sucinta, la historia de amor entre la mujer de letras francesa Simone de Beauvoir (1908-1986) y Nelson Algren (1909-1981), el novelista de Chicago. Se conocieron en esa ciudad en 1947 y rompieron en 1964, cuando el novelista quedó muy dolido porque Simone se había atrevido a comentar, subraya Jacobs, el dilema que Algren había representado para ella, en La fuerza de las cosas (1964), uno de sus libros memoriosos. La venganza del novelista apareció en Harper’s: se mofó de su feminismo, subordinada a Sartre y se la imaginó en el fin del mundo bramando que su pareja filosófica necesitaba la paz de los sepulcros; la consideró infértil y vana como novelista, incapaz de comprender, en cada uno de sus personajes y en cualquiera de sus páginas, ese sufrimiento humano supuestamente esencial para ella como existencialista. Madame de Beauvoir era un ejemplo “de que los proxenetas eran más honestos que los filósofos”, un verdadero insulto en boca del chico de Detroit criado en los barrios bajos de la vecina ciudad lacustre.

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Algunas comentaristas, como María Teresa Priego en su ensayo sobre Beauvoir (La herencia de Beauvoir, El Colmex, 2011), dicen que la filósofa lo escogió a él por ser la alteridad absoluta. Nadie, en efecto, más distinto a ella que Algren: bendito sea el eterno intercambio de atributos entre Europa y los Estados Unidos. Como en un nuevo capítulo (lo digo yo) de alguna novela nunca escrita por Henry James, la filósofa de moda se escapa de un París que ella misma regía, en calidad de consorte, como capital del mundo pensante y va a dar al barrio polaco (hoy mexicano) de Chicago con la encarnación de aquello que Cyril Connolly llamaría un “tipo duro” o Saul Bellow, un “piel roja”, el novelista de la calle, atento a la prosa del mundo, de quien se enamora, descendiendo de la torre de marfil, la refinada joven formal que se ufanó ser la Beauvoir, emancipada del catolicismo burgués. Una verdadera “mandarina” en la tipología, en este caso exactísima, de Connolly, o una “cara pálida” (Bellow, otra vez).

“Un amor de Simone”, Bárbara Jacobs, Conaculta, 2012, 68 pp.

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Ocupado en los desheredados y en los oprimidos, Algren se nutrió del lenguaje de los yonkis (lo hizo famoso El hombre con el brazo de oro, de 1949, novela llevada al cine después con Sinatra de protagonista y antecedente de Bouroughs y su Almuerzo desnudo). Y es acaso el único escritor en la historia que ha ido a lo cárcel algunos meses por robarse una máquina de escribir. Pasó por la Segunda Guerra en Europa (de París sólo vio la plaza Pigalle) como reportero militar aunque lo suyo fue traficar en el mercado negro. Repitió la experiencia en Vietnam, escribió Bettina Drew, la primera biógrafa de Algren.

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Pero Algren no era ningún cínico y su reacción a la muy francesa desinhibición autobiográfica de Beauvoir fue, como supone Jacobs en Un amor de Simone, propia del puritanismo. Acaso del invertido, el de D.H. Lawrence y no el original, el los viajeros puritanos del Mayflower: la intimidad sexual, al revelarse, destruye todo amor, pasado o presente. Ya rabioso, Algren, retratado en La fuerza de las cosas como una rutinaria contingencia entre Sartre y Beauvoir, dudó del celebrado amor contingente. “¿De qué puede ser contingente el amor?” Acaso eso fue lo último dicho por Algren de su francesa.

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Fue notoriamente cómica, como lo señaló en su día Mary McCarthy, la escasa comprensión que de los Estados Unidos mostró la Beauvoir, no sólo por los proverbiales prejuicios franceses al respecto, sino por su denodado desinterés en observar lo extraño, que incluyó a México. Ya amantes, Nelson y Simone fueron a dar a Chichen Itzá en mayo de 1948 y de las ruinas mayas sólo alcanzó a decir Madame que los campesinos que las rodeaban vivían explotados como hace mil años. Ambos escritores eran simpatizantes comunistas y Algren llegó a ser, en los treinta, una variante del novelista proletario. Leyendo el empático (y simpático) ensayo de Jacobs, la cosa se pone peor para Beauvoir pues entre 1947 y 1964 sostuvo con un novelista estadounidense (Algren, por supuesto) una copiosa correspondencia que en nada varió su ignorancia sobre “América”. Ésta no sería estulta de no haber sido proferida por una maîtresse à penser, quien de todo opinaba, sin estar interesada en realidad en nada que fuese ajeno a París.

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Todavía en 1960, Algren regresó seis meses a París, ciudad a la cual, durante la postguerra y la Guerra Fría, siendo un hombre de ingresos muy irregulares, mandaba toda clase de artículos domésticos, alimentos y bebidas para el necesitado círculo de Beauvoir, Sartre incluido. Quien inspirase a Lou Reed (A Walk on the Wild Side es el título de la segunda novela de Algren) no le tenía ninguna inquina personal al filósofo francés, él mismo con esposa (aunque dos veces casado y dos veces divorciado con la misma señora) en Chicago. Trece años después de su primer encuentro, entre Simone y Nelson la pasión estaba viva, apunta Jacobs (1947), admirada, para quien este libro es el imprescindible ajuste de cuentas de una mujer de su generación con la autora de El segundo sexo (1949), a quien descubre llorando sin cesar, como cualquier jovencita sentimental, por su tipo duro.

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También de Jacobs es una reflexión sobre un libro que la escritora mexicana desechó escribir, prefiriendo “ensayarlo” y como guía para entrar a este capítulo trasatlántico, Un amor de Simone (Conaculta, 2012), es buena cosa y no lo es menos su tino crítico. Le festeja al editor de A Transatlantic Love Affair (1998) su respeto por el muy defectuoso inglés de la Beauvoir quien en esa lengua le escribía a Nelson como tributo de amor, mientras que Sylvie Le Bon-de Beauvoir, hijastra-legataria de Simone, publicando la versión francesa, descalifica a Algren como una suerte de bruto campesino con el cual se consolaba la gran filósofa.

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Bárbara Jacobs dice en Un amor de Simone lo indispensable y sólo lo necesario en esta breve obra maestra de lo conciso porque todo entre ellos –quienes apenas se vieron, aunque fieles corresponsales, durante los años cincuenta– es perfecto hasta el final; su destino le habría parecido demasiado novelesco a un James. El “bicho raro” de las letras estadounidenses, según Mailer, el novelista consentido de Hemingway y del poeta Sandburg, permaneció tres días insepulto sin que nadie reclamase su cadáver. Chicago, la ciudad que lo honra como su mitógrafo, le negó su nombre a una calle: una vez impuesto, los vecinos se quejaron ante las autoridades y éstas repusieron la anterior nomenclatura. La tumba tuvo, al principio, mal escrito el apellido de Algren. Pero hace tiempo, en desagravio, bautizaron una fuentecita en su honor. Simone de Beauvoir, como para dejar clara la diferencia idiosincrática entre ser un escritor en los Estados Unidos y serlo en Francia, fue acompañada por miles de personas, sobre todo mujeres, rumbo al cementerio de Montparnasse, en abril de 1986, para reposar junto a Sartre. Pero fue enterrada con el anillo mexicano que Nelson Algren le regaló en aquel viaje de amor a Yucatán.

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FOTO: De 1947 a 1964, la escritora francesa Simone de Beauvoir vivió un romance con el novelista norteamericano Nelson Algren, largo episodio que relató en sus memorias La fuerza de las cosas.

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