La más emotiva película del Oscar
POR JORGE AYALA BLANCO
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En Jackie (EU, 2016), incandescente filme 7 del expublicista chileno agigantado de golpe a los 40 años Pablo Larraín (de Fuga 06 a El club 15 y Neruda 16), con guión original de Noah Oppenheim, la ya más calmada pero siempre señorial viuda por magnicidio Jacqueline Kennedy Jackie (Natalie Portman hipersensible) se enfrenta, al término de su función como exprimera dama y en trance de abandonar sus regios dominios, a las comprensivas y respetuosas casi reverentes aunque directas y agudas preguntas (“¿Cómo sonó la bala?”) de un indiscreto periodista anónimo (Billy Crudup) y a un mundo de felices/desdichados flashes mentales e imperecederos traumas recientes, volviendo a presentar a la prensa en blanco/negro y a colores los cambios otrora efectuados a la magna residencia presidencial, limpiando a perpetuidad el vestido ensangrentado, arrostrando las excluyentes reticencias de su cuñado Bobbie (Peter Sarsgaard), aceptando el inteligente cariño de su auxiliar Nancy Tuckerman (Greta Gerwig), aferrándose al irrecuperable amor de su esposo difunto John Fitzgerald (Caspar Phillipson) hacia sus pequeños (o durante un rememorado concierto para cello en sus aposentos), agradeciendo las complacencias solidarias del sucesor ungido Presidente en la parte trasera de un avión Lyndon B. Johnson (John Carroll Lynch) y de su ajada esposa Lady Bird (Beth Grant), volcando sus acritudes sobre el cura estoico (excelso y final John Hurt) y pasando por encima del superabusivo cortesano Jack Valenti (Max Casella), hasta imponer por sobre todos su firme voluntad de emular y repetir la procesión funeral callejera estilo viuda de Lincoln, rumbo al panteón militar en el brumoso noviembre del 63, sin otro bagaje que su emoción derramada.
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La emoción derramada supera tanto la vivisección como el mero análisis psicológico, tanto el retrato roto cuanto el pulverizado rompecabezas conductual, sin enigma ni abismo Jackie, ni victimización a ultranza ni sentimentalismo erizado, ni compasión lastimera ni cúmulo de peripecias funestas, ni sujeto de telenovela con pretensiones ni de sermón intelectual ideologizado, sino más sencillamente y con altivez, el dolor de una mujer multidimensional, compuesta por numerosas capas siempre profundamente humanas que escapan a toda definición abarcadora, una Jackie ejemplo legendario de entereza y dignidad, en lucha contra los desconciertos y las consecuencias, contra el engaño y la ocultación que prevalecen en la política estadounidense, por mantener a salvo espiritual a sus dos hijitos, contra la acechante mirada ajena (a través de la TV), contra el show mediático que convierte en objeto espectacular, contra su condición de pobre mujer desamparada y triste socialité exfrívola en atuendo chanel fiusha y corta cabellera en bucle, contra el peso aplastante de las efigies históricas en retrato omnipresentes (Lincoln y su viuda tan eminentes como el piano de la señora Roosevelt), contra sus instintos encrespados, contra la conciencia de la desgracia inacabable, contra la desesperación y la desesperanza, por recuperar la fe religiosa católica más allá de la duda ante la crueldad de Dios y la blasfemia y la derrelección teológica, en lucha imparable sin posibilidad de santificación.
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La emoción derramada se ejerce como una bio-pic anticonvencional, un privilegio y una inconsciente necesidad erótica, cual si se tratara del mejor Resnais (tras sus metafísicas lecciones de biología conductual de Mi tío de América 80), o como una urgencia quasi teológica, investida por el toral Raúl Ruiz (Jackie como desarraigado marino errabundo en el Barco de los Muertos de Las tres coronas del marinero 83 o con las Tres vidas y una sola muerte 96 del mismísimo inasible Kilmt 07), porque aquí se trata de fracturar, discernir, glosar y reinventar proustianamente los momentos reflexivamente más significativos de una personalidad tan compleja como cualquier otra, pero siempre a posteriori como a través y en el envés pero nunca en vez de El tiempo recobrado (Ruiz 99), mucho más que simplemente reconstruirse por medio (por miedo) de la memoria y del aferramiento a la vida, aplicando con existencial pudor, en todos niveles y a todo lo que da, el Efecto Neruda de Larraín, consistente en amplificar unos cuantos días en la vida de célebres criaturas para capturar toda la densidad plurifacética de un auténtico héroe o heroína, desdoblado más que desbordado.
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La emoción derramada parece flotar por la Casa Blanca, por el trayecto-huida de Dallas, por las salas palaciegas, por los crímenes-TVnoticiero, deslizándose en una musicalidad visual muy obviamente dimanada de El divo de Sorrentino (08), en la agitación en planos cerrados en contraste con la amplitud encuadrada de las aguas tranquilas de su vida, en una fotografía de Stéphane Fontaine (el mismo de Capitán Fantástico y Elle nada menos) por completo abocada al sostenimiento de una estructura radiada, más que de meros vaivenes espaciotemporales gracias a la mentalista edición de Sebastián Sepúlveda (tan imprescindible para Larráin como en El club) y a una música, auditiva ahora, entre suprarroquera posLaurie Anderson y culta ultravanguardista de la compositora-intérprete londinense con patéticos cuarteto y flauta minimalistas Mica Levi, que nunca deja de oírse, para que sigan contando y significando las deambulaciones y los arranques de aislamiento súbito y los estatismos repentinos y la soledad inhabitable y el silencio y la aparente impavidez de Jackie: un desfile de opulentos espaciotiempos impolutos y depurados, una suntuosa amalgama con dominante mercurial.
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Y la emoción derramada se sobrepone al amargo divertimento en vilo, a la estilizadísima reconstrucción supradocumental jamás hiperrealista, a la sustancia recobrada y a la autoirrisoria práctica de cuestionar al espectáculo dentro del espectáculo, abriéndose hacia meditaciones y contextos inéditos, para continuar sobreviviendo a la adversidad y al desmembramiento interior.
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FOTO: Jackie, de Pablo Larraín se exhibe en salas comerciales.
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