“La mayor seguridad de un escritor es la inseguridad”

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En 1996 Sergio Pitol concedió esta entrevista a propósito de El arte de la fuga, en la que el escritor, mientras se fuma un cigarro, habla de sus influencias, lo mismo las cultas que las populares, su obsesión por la forma y el empleo de una técnica de hipnosis como método de creación literaria

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POR SILVINA ESPINOSA DE LOS MONTEROS

Nuestro encuentro se dio en su casa de Xalapa, Veracruz. Tenía menos de un lustro de haber vuelto a radicar en México, luego de casi tres décadas de desempeñarse como embajador y agregado cultural en diversos países europeos. El arte de la fuga (1996), uno de los libros más emblemáticos de su obra, acababa de ser publicado.

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Aún no se avizoraban los reconocimientos que recibiría, entre otras cualidades por su atrevimiento estilístico y su anticipación a la fusión de géneros literarios como el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo en 1999 o el Premio Cervantes de Literatura en 2005.

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Nadie hubiese imaginado que este hombre en eterna fuga, cuyo lugar de permanencia era (es) el lenguaje, padecería afasia primaria progresiva, enfermedad que luego de nueve años le ocasionaría la muerte. Sin embargo, excéntrico como era, quizás al final sólo fue haciendo pausas en los recuerdos más atesorados para luego dejarlos ir con la generosa sonrisa que nunca perdió.

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Como todos los grandes autores, el legado de Sergio Pitol está en sus libros. De ahí que esta entrevista pueda ser leída como testimonio de su asombro frente a los misterios del proceso creativo, además de una reflexión seminal en torno al género literario que después se conocería en lengua castellana como autoficción o literatura del yo, que su amigo Enrique Vila-Matas llevaría hasta sus máximas consecuencias.

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¿Cuál fue el mayor reto de El arte de la fuga?

Fueron dos. En primera instancia tratarme a mí mismo como personaje y, en segunda, la construcción, que descubrí que tenía que ser un armado donde se transgredieran las limitantes de los géneros. Era un libro que podía dispararse por muchas partes. A mí juicio no había que dejarlo llegar a grandes momentos de patetismo. Si había capítulos como el de la hipnosis, pensé incluir otros que fueran como antídoto. Por ejemplo, hablar de Chéjov, pero también, casi con la misma naturalidad y trato, de la familia Burrón.

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¿Cómo influyó la hipnosis en el proceso creativo de este libro?

Todo empezó una vez que en un café escuché una conversación sobre el tratamiento que había desarrollado un psicoanalista de Guadalajara, Federico Pérez del Castillo. Así supe del caso de un poeta mexicano que había tenido un problema de parálisis literaria, que sentía incomunicación con el papel. Comenzó a darse fintas de que estaba cansado, pero en realidad hacía dos años que no había escrito.

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Al ir con ese doctor la parálisis desapareció y reinició su trabajo como si nada lo hubiese detenido antes. Entonces pensé que sería interesante ir a ver cómo lo hacía, pues no se trataba de la hipnosis de hace muchos años en la que los pacientes no se enteraban de lo que les había sucedido, a menos que los fotografiaran o les platicaran. En el método de Federico, el paciente es consciente de todo.

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Además, me interesaba para la escritura. Quería hacer una novela en el año 1920, en el día o los siguientes días de la muerte de Venustiano Carranza. Pensé lo interesante que sería experimentar lo que pasa durante la hipnosis, cómo se van creando las asociaciones sin tener control de ellas: ¿cuál es el mecanismo, de qué manera se van hilando en pleno desorden? Ah, también otra cosa: Federico me dijo que sería importante para reducir o combatir el problema del tabaquismo.

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¿De qué manera se iban presentando las imágenes?

Federico me dijo —expresa Pitol tras una bocanada de humo—: “Piensa en algún momento que haya sido importante en tu vida”. Y comencé a ver como si fueran pasando diapositivas, imágenes de diversos momentos, donde yo estaba con familiares y amigos. No tenían ninguna cronología. Podía verme comiendo en el restaurante del hotel donde me hospedo cuando voy a México y luego pasar instantáneamente a 55 ó 60 años atrás cuando yo era niño, y luego adelante, hace 30, y luego a una escena de hace meses. Al principio no me sorprendía ver todo eso. Uno está como pasivo. Identificaba a las personas, sabía de qué época eran por la forma de vestir. Recordaba algunos sacos, suéteres. “En esa ocasión estaba en Polonia”, me decía. “Esto es un barco en Grecia”, “esto es de acá” y, de repente, ¡pum!, llegó una imagen que ya no se movió: un momento del día posterior a la muerte de mi madre. Lo narro en el libro, fue terrible. Estábamos mi hermano y yo solos, desconcertados. En la vida real volví a sentir la aterradora inseguridad de aquel momento: mi papá se había muerto, a mi mamá la habíamos visto que la extraían del río, se había ahogado, y no sabíamos qué hacíamos en esa casa: si íbamos a vivir ahí, si nos habían regalado o qué. Después de esa sesión hipnótica, que realmente fue estremecedora, regresé a mi hotel en Guadalajara y luego a Xalapa con una sensación de paz y felicidad enormes. Fue como una cura interna.

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Vine con muchísimas ganas de trabajar y, al sentarme a ordenar los textos que te decía, iba descartando cosas, pero al mismo tiempo se me iban ocurriendo muchas otras. Tenía ganas de hacer algo menos libresco o erudito, algo menos atado, menos académico: recontar algunos momentos importantes en mi vida, de las ciudades en las que estuve, de los personajes que conocí en mis viajes o en el servicio diplomático. Y entonces comencé a utilizar ese método de Federico, a dejar que fluyeran las imágenes para la escritura, de manera similar al movimiento del pensamiento.

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Si tuviera que emparentar El arte de la fuga con la construcción de una pieza musical, ¿cuál sería?

Quizá trata de ser algo cercano a ciertas piezas que admiro mucho de Stravinski o de Béla Bartók, donde la forma es fundamental y también está lo popular y lo culto. Donde nada rechaza lo otro sino que todo es incorporación. Sería de esas obras a cuyos autores no les parece impropio tratar temas sagrados y al mismo tiempo temas populares y cómicos junto a la tragedia.

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A usted le interesa mucho contar historias, sin embargo en El arte de la fuga ha puesto especial cuidado en la forma. ¿Cómo logra el equilibrio?

Desde mi primer libro de cuentos hasta ahora, tengo la conciencia de que escribir es sujetar ciertos pensamientos, ideas, emociones, intuiciones, obsesiones; y encapsularlas en una forma, encontrarles una forma que les dé plenitud y que provoquen un efecto.

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¿Cómo se logra?

Pues es parte de la carpintería, sastrería, oficio…

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¿La anécdota precede a la forma?

Mire, cada escritor es un caso. Me imagino que a algunos les viene todo el relato completo desde el primer momento. A mí me llegan las cosas muy lenta o muy desordenadamente ―afirma pensativo―. Yo creo que la forma entra en el momento en que uno tiene la trama: la historia a grandes rasgos con esa cosa trágica o caricaturesca que hay que incorporarle.

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¿Le viene por intuición?

Creo que sí. Viene por intuición, por asociaciones a veces rarísimas. Para describirle esto déjeme referirme a una de mis novelas: Domar a la divina garza. Es una novela absurda, quizá la novela más trabajada por mí desde el punto de vista de la forma. Ahí están muchas de mis obsesiones. Personajes que encarnan todo lo que detesto como Dante de la Estrella, que es mezquino, presuntuoso y se aprovecha de los demás. El elemento fundamental de esta novela son los excrementos. Yo era embajador en Praga y en una ocasión me invitó la Unión de Escritores de la entonces URSS para ir a dar una conferencia a Moscú y visitar otras ciudades como San Petersburgo y Tiflis, en Georgia, que quizá es una de las más hermosas, con tradiciones culturales más antiguas. Como al segundo o tercer día de andar por ahí, paseando por un mercado popular de especias vi que había unos sanitarios y entré a hacer pipí. Era un lugar muy oscuro y de una fetidez tan terrible que me quedé casi detenido. En ese sitio, además de orinar, se defecaba abiertamente. Estaban los huecos grandísimos y la gente sentada platicando de futbol como si fuera la actividad más natural del mundo. El olor era tan hediondo que ni siquiera entré. En ese momento me pareció algo grotesco, absolutamente inesperado. Y luego la imagen se me olvidó como tantas otras que uno ve en los viajes.

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Ese mismo día, al anochecer, salí a pasear muy cerca de mi hotel para hacer tiempo antes de una función de teatro. Estaba esperando a mi guía-intérprete. La caminata por el parque era lo más antitético a lo que había vivido por la mañana. Iba por unos jardines que parecían de Andalucía, disfrutando de los árboles, la distribución, y en eso que empiezo a recitar mentalmente unas coplitas de una nana que teníamos mi hermano y yo, que nos hacía cantar —tenía como 4 años— mientras nos enseñaba a usar la bacinica. Hace poco lo comenté con mi hermano y se moría de risa. Son de esas cosas que se quedan ahí encerradas durante sesenta años o que simplemente no vuelven a salir. Nos sentaba y hacíamos así —comenta mientras pega alternadamente con los puños cerrados en sus rodillas— e íbamos diciendo nuestro versito para ir al baño, a hacer del dos. Que son los mismos versos que están en Domar a la divina garza. A partir de aquel recuerdo comencé a pensar sin transición en un personaje y un relato sobre las ceremonias fecales respecto a las cuales algunas culturas fueron muy explícitas.

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Lo anterior ha sido para explicar el tema de inicio. Cuando comienzo a escribir, todas esas experiencias están en movimiento. Posteriormente hago una síntesis de una página o de dos páginas y, entonces, trabajo la forma. A través de la escritura se puede ordenar el mundo, integrar lo antagónico, dar forma al caos y proporcionarle sentido.

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Pese a no estar encasillada en un género El arte de la fuga tiene una concepción novelística. Usted dice que en ese tipo de trabajos siempre corren dos líneas: una predominante y otra vegetativa que transita por debajo, casi sin sentirse. Me parece que en esa segunda subyace el autor Pitol, quien a pesar de relatar sus viajes y encuentros no se revela del todo. ¿Lo ve así?

Precisamente ayer estuve pensando un texto que tengo que leer en Venezuela, donde me piden que haga una radiografía de toda mi literatura, desde mis inicios hasta hoy. Y tengo incluido El arte de la fuga. Cuando llegué a este libro descubrí que tengo una vida que se ha transformado. Fui diplomático varios años y tenía que ir, a veces, a tres o cuatro reuniones al día: un almuerzo, un coctel, la inauguración de una exposición, una cena, o fiestas nacionales que no eran para amigos reales, sino que eran parte de todo ese mundo que me acompañó mucho tiempo sin ser mi compañía. Era mi escenario, el que no pocas ocasiones me proporcionó el material de mis personajes. El arte de la fuga, observé, está escrita en circunstancias muy distintas a las de aquellos tiempos. Ahora lo que me interesa es estar aquí, ir al campo, jugar con mis perros, ver muy pocos amigos.

El autor de El desfile del amor / Cortesía: Ediciones Era / Alberto Tovalín

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La línea determinante de este libro es más bien vestidura: gente, cocteles, encuentros. Sin embargo, lo que existe por debajo, ¿es usted?

Sí, por debajo corre la persona que observa desde lejos, en reposo.

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Pero no se sabe quién es en realidad.

No, no mucho. En ocasiones en este libro he puesto, por ejemplo, un personaje que pudiera ser un diplomático para verlo de lejos. Soy yo pero a través de otro.

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¿La fuga, el lugar de la no permanencia, es el único sitio donde se está a salvo?

Mire, yo creo que la fuga sería en cierta forma la calle, el mundo, que son necesarios para el arte. Sea pintura, teatro, literatura o danza, el arte requiere de acercamientos y fugas. De un acercamiento y el rechazo o el regreso de algo. Siempre hay que estar jugando con esos conceptos.

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¿La seguridad es no permanecer?

La mayor seguridad que puede tener un escritor es estar inseguro siempre. Cuando el escritor se siente seguro hay algo que se murió en él. A mí me entusiasman partes del diario de Thomas Mann en que a los ochenta años, siendo ya Premio Nobel desde hacía treinta años atrás, siempre está escribiendo con titubeos y con la sensación de que a lo mejor había echado a perder un capítulo que él había concebido de otra manera.

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Así como la literatura, la vida. Hasta siempre, maestro Sergio Pitol.

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FOTO:  “A través de la escritura se puede ordenar el mundo, integrar lo antagónico, dar forma al caos y proporcionarle sentido”. En la imagen, Sergio Pitol, autor de Domar a la divina garza. / Archivo personal Sergio Pitol

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