La mecánica de los cielos de Pierre-Simon Laplace

Jul 2 • principales • 2357 Views • No hay comentarios en La mecánica de los cielos de Pierre-Simon Laplace

 

Como culminación del determinismo, el físico demostró que el sistema solar era “estable”, pero su logro catapultó nuevas incógnitas que aún siguen por resolverse sobre el funcionamiento del universo

 

POR RAÚL ROJAS
El Tratado de mecánica celeste de Pierre-Simon de Laplace ha sido llamado “El Almagesto del siglo XIX”, es decir, la obra astronómica más significativa de la modernidad. La semilla inicial fue plantada por Newton, quien dedujo de las órbitas elípticas de los planetas, postulada por la primera ley de Kepler, que las mismas eran el resultado de una fuerza de atracción que decrece de manera inversamente proporcional al cuadrado de la distancia entre dos cuerpos. La demostración la realizó utilizando su “cálculo geométrico”. Además, el célebre físico sabía que a nivel del sistema solar no bastaba considerar solamente la interacción de cada planeta con el sol, sino que había que calcular también las interacciones interplanetarias. Pudiera ser, y de eso estaba consciente el profesor de Cambridge, que otros planetas consiguieran alterar significativamente la excentricidad de la órbita de la Tierra o de Marte, de manera que la gran maquinaria del sistema solar, la legendaria música de las esferas, resultara ser inestable a largo plazo. Newton no encontró una solución teórica a esta dificultad, pero confiaba en que, en todo caso, Dios podría reajustar el movimiento de los planetas de manera periódica para garantizar así la continuidad del mundo que había creado. No es tan absurdo como parece: recordemos que en aquella época la edad de la Tierra se estimaba aún en unos pocos miles de años, utilizando la Biblia como referencia cronológica. Si se cree que apenas hace 6 mil años Dios creó los planetas (como calculó alguna vez el arzobispo primado de Irlanda), no parece tan desatinado pensar que hoy nos pudiera ayudar a recalibrar las órbitas, fungiendo como Primer Mecánico del universo.

 

Fue Laplace quien pudo resolver el problema de las interacciones y desde entonces se dice que demostró que el sistema solar “es estable”. Claro que sólo dentro de ciertos límites. A la larga, el combustible del Sol se agotará y nuestro astro se expandirá hasta convertirse en una estrella roja gigante, con un radio mayor al de la distancia entre la Tierra y el Sol. Pero aún faltan miles de millones de años para que eso ocurra. Más preocupantes serían oscilaciones o perturbaciones de corto plazo (del orden de miles de años) en el sistema solar. Por ejemplo, en la época de Laplace ya se sabía que el período de la órbita de Júpiter había disminuido desde la antigüedad, mientras que el de Saturno había aumentado. Es decir, Júpiter se estaba acercando al Sol mientras que Saturno se alejaba, con el peligro de que ambos desestabilizarán al resto de los planetas. Además, bien pudiera ser que la fórmula para la atracción gravitacional postulada por Newton tuviera que ser corregida con términos adicionales para que pudiera explicar éstas y otras observaciones astronómicas que se desviaban de las elipses ideales de Kepler. Sin embargo, Laplace pudo demostrar que esas variaciones de Júpiter y Saturno son periódicas, con un intervalo de casi 900 años, y que ninguno de los dos planetas estaba en peligro de ser destruido por una colisión. Laplace concluyó que las órbitas de los planetas no se alejaban prolongadamente de sus estados de equilibrio y “salvó” así al sistema solar. Reivindicó además a la teoría newtoniana, que quedó confirmada como aplicable lo mismo en la pequeña que en la gran escala, hasta el nivel del sistema solar. Es importante recordar aquella experiencia, hoy que se discute si la expansión del universo que se ha detectado se podría explicar modificando la teoría de Newton a la escala de interacciones entre galaxias, o si se debe más bien a la existencia de la llamada “energía oscura”, que todavía falta por fundamentar.

 

El Tratado reúne en una sola obra aquel y otros importantes resultados de las investigaciones gravitacionales del sabio francés. Los primeros cuatro volúmenes se publicaron de 1798 a 1805, con un quinto volumen en 1825. Fueron traducidos al inglés en los años subsecuentes. Con esta obra, la fama de Laplace aumentó enormemente, sobre todo en el extranjero: se le llamó el “Newton de Francia”. Los sucesivos gobiernos franceses lo cubrieron de honores y condecoraciones, lo mismo la República que el gobierno de Napoleón y, después de aquel, la realeza restaurada en el trono. En 1799, fue nombrado ministro de Interior, puesto que ejerció durante sólo seis meses. Sus detractores afirmaban que lo cesaron por haber administrado “siguiendo el principio de lo infinitamente pequeño”.

 

El problema con la mecánica newtoniana es que es muy sencilla, si sólo consideramos dos cuerpos que se atraen gravitacionalmente (como la Tierra y el Sol, por ejemplo). Pero si consideramos varios planetas y el Sol (aunque la fuerza de gravitación de nuestra estrella domine a todas las demás), las atracciones interplanetarias resultan ser significativas a la larga. Los efectos se van acumulando durante siglos y entonces surge un doble problema teórico: a) ¿Cuáles son las órbitas corregidas de los planetas, considerando sus interacciones mutuas?, y b) ¿Cómo cambian? ¿Podría alguno de los planetas actuales ser capturado por el Sol o bien ser expulsado del sistema solar? En juego está el destino a largo plazo de toda la maquinaria celeste. Desde la introducción del Tratado, Laplace afirma que su propósito es proporcionar explicaciones teóricas basadas en observaciones: “La Astronomía, considerada de la forma más general, es un gran problema de la mecánica… su solución depende en la exactitud de las observaciones y en la perfección del análisis. Es de la mayor importancia eliminar el empirismo y utilizar sólo los datos indispensables entre todas las observaciones”.

 

Esta cuestión de la estabilidad del sistema solar era considerada suficientemente importante como para que la Academia de Ciencias de París ofreciera un premio por su solución. El matemático suizo Leonhard Euler obtuvo el premio dos veces, en 1748 y 1742, por su desarrollo de la llamada “teoría de las perturbaciones”, la que permitía aplicar la teoría de Newton a tres o más cuerpos. En esencia, la teoría se basa en resolver el problema de la órbita de la Tierra alrededor del Sol considerando inicialmente sólo los dos cuerpos y agregando después términos de corrección cada vez más pequeños. Éstos serían las desviaciones de la elipse ideal provocadas por otros planetas. Aplicando ese método a Saturno y Júpiter, Euler creyó demostrar que habría una desviación “secular”, es decir duradera, de las órbitas de equilibrio. Pero, en 1776, Laplace demostró, extendiendo el método de Euler, que no había desviaciones perdurables del equilibrio, sólo desviaciones periódicas producidas por la llamada “sincronía” entre las órbitas de los dos planetas gigantes. Laplace mostró que, aunque las perturbaciones periódicas eran muy pequeñas, en el curso de los siglos se hacían significativas y daban origen a las observaciones registradas, pero sin poner en peligro al sistema solar.

 

Los dos primeros volúmenes del Tratado explican la teoría gravitacional de Newton y se demuestra cómo determinar el movimiento de un “sistema de cuerpos”. El tercer volumen, por su parte, se ocupa de cuerpos gravitacionales que no son esferas perfectas y del influjo de los mares sobre la rotación de la Tierra, culminando con una teoría de la Luna que podía explicar cómo ha quedado acoplada a nuestro planeta para siempre presentar una sola cara hacia nosotros. Este era uno de los enigmas más complicados para Laplace, porque, de acuerdo con sus cálculos, a la Luna le faltaba masa y por eso pensaba que en el lado oculto del satélite podría estar presente el faltante requerido por el cálculo. Fue hasta el siglo XX que se pudo simular con computadoras la dinámica de la Luna tomando en cuenta la forma no-esférica de la Tierra y de nuestro satélite natural. Se encontró que una “protuberancia laplaciana” de la Luna no es necesaria para explicar su movimiento. Aun con esa mácula, el análisis de Laplace del efecto de la Luna sobre los mares y las mareas fue de lo más preciso que la física de su época pudo lograr. En 1825, en el quinto tomo del Tratado, Laplace reconsideró una vez más este problema.

 

Para el lector acostumbrado a los libros de física modernos, sorprende que tanto el gran Joseph-Louis Lagrange (en la Mecánica analítica) como Laplace en el Tratado, no utilizaran diagramas en sus libros. Las fórmulas lo explican todo. Sin embargo, esto hace muy difícil seguir la argumentación del Tratado, y por eso en la traducción inglesa de Nathaniel Bowditch multitud de diagramas auxiliares aparecen a pie de página, como notas del traductor, que muchas veces ocupan más espacio que el texto original.

 

La estrategia de Laplace para incluir las perturbaciones de otros planetas en el cálculo de las órbitas alrededor del Sol es codificar el campo gravitacional en una función llamada Q, el “potencial de la fuerza de gravitación”. Mientras que las fuerzas son vectores, los potenciales son cantidades llamada escalares, que se pueden agregar sumándolas. De esos potenciales se obtiene, aplicando los métodos del cálculo diferencial, la fuerza de atracción y el conjunto de perturbaciones de la misma, que Laplace llamó la función R. Las perturbaciones se le aplican a la solución original que es corregida. A esta corrección se le hace una nueva corrección (que se llama de “segundo orden”), a la segunda una tercera corrección y así sucesivamente hasta alcanzar la precisión deseada. Algunos cálculos Laplace los realizó hasta correcciones del quinto orden. Esas partes del Tratado abarcan páginas y páginas llenas de cadenas de fórmulas. Laplace escribe que, aplicando el método de las perturbaciones, el problema de Júpiter y Saturno deja de serlo, ya que “de parecer ser una excepción a la ley de la gravitación” el cálculo resulta ser “una de las más impresionantes confirmaciones” de la teoría de Newton.

 

Pero no sólo eso: Laplace mostró que las excentricidades de los planetas (es decir su forma elíptica) variaba muy poco y las variaciones se cancelaban, y además, dado que todos los planetas giran en la misma dirección alrededor del sol, sus planos orbitales, aunque están girando, se mantienen estables entre márgenes de inclinación muy estrechos. Estos resultados fueron saludados como muy significativos, ya que extendían la duración esperada del sistema solar, aparentemente de manera indefinida.

 

La mecánica celeste es la culminación de toda una época en la ciencia: es la apoteosis de la visión mecánica del mundo. El universo y todo lo ahí contenido sería calculable aplicando las leyes de Newton y métodos matemáticos. Laplace escribió, en 1814, que para una “gran inteligencia que conociera todas las fuerzas que animan a la naturaleza y la posición instantánea de las entidades que la conforman… nada sería incierto y tanto el futuro como y el pasado se encontrarían delante de sus ojos”. Es esta la visión determinista del mundo. Todo el futuro y todo el pasado se encuentra codificado en el estado actual de las partículas del universo. Podemos recalcular el pasado y podemos vislumbrar el futuro. Eventualmente esa inteligencia portentosa fue apodada el “demonio de Laplace”, aunque era un tema frecuente en la física de la época.

 

Pero toda culminación de una teoría científica abre la puerta a su eventual superación. El siglo XIX pasará a ser el siglo del electromagnetismo y de la termodinámica. Con la publicación, en 1873, del Tratado sobre electricidad y magnetismo, de James Clerk Maxwell, nuevos campos de fuerza van a recibir su teoría y la gravitación pasará a ser una más de, eventualmente, las cuatro fuerzas reconocidas hoy en el universo. La revolución industrial hará imprescindible entender el funcionamiento de las máquinas de vapor y la naturaleza del calor, de manera que las leyes de la termodinámica comenzaron a ser formuladas apenas se había secado la tinta del quinto volumen del Tratado de Laplace. Especialmente la segunda ley de la termodinámica, la llamada ley de la entropía, muestra que la flecha del tiempo tiene una dirección. Mientras que un mundo puramente mecánico sería reversible, nuestro universo no lo es. Un vaso se rompe en mil pedazos de cristal, pero mil pedazos de cristal no se unen espontáneamente en un vaso que se sube a una mesa. Con la emergencia posterior de la mecánica cuántica, el mundo determinista del demonio laplaciano va a ser superado por completo. Vivimos en un mundo donde rigen leyes físicas con una componente probabilística, es decir, causalidad que va de la mano de la casualidad. Laplace contribuyó también a esa revolución no-determinista al haberse ocupado también de fundamentar la teoría de la probabilidad. Curiosamente, el “demonio laplaciano” es utilizado hoy en día en experimentos conceptuales para entender las leyes de la termodinámica. La mecánica celeste de Laplace es por eso un monumento intelectual con el que la época del determinismo en la física celebra su más clamoroso triunfo para pasar de inmediato a la siguiente etapa. Y es que resultó, parafraseando a Albert Einstein, que el Primer Mecánico del universo gusta de jugar a los dados.

 

FOTO: Pierre-Simon Laplace pintado por Jean-Baptiste Paulin Guérin/ Especial

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