La mirada de Geber

Dic 23 • destacamos, Ficciones, principales • 4774 Views • No hay comentarios en La mirada de Geber

POR MAGNOLIA RIVERA

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Renegar de la vida original y de la serpiente que la encarna es

también renegar de todos los valores nocturnos de los que ella

participa y que constituyen el barro del espíritu.

[Chevalier y Gheerbrant

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Entré en el sueño como quien penetra en una sala de cine para ver un estreno largamente anhelado. Como quien abre la puerta de la casa y le dan la sorpresa de que hay una gran fiesta en su honor. En mi sueño, llegaba un sobre a mis manos señalando hora y lugar para acudir a un recinto tan discreto por su ubicación, como sobresaliente por los tesoros que encierra. Allá fui, enfundada en mis zapatos planos para caminar cómoda los kilómetros de pasillos que la visita podía suponer, A última hora tomé la decisión de irme casual como se va a un museo y no usar mis mejores galas, aunque la misiva citaba nombres a los que hay que rendir todo el respeto que sus creaciones merecen:

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“…le extiende la más cordial invitación a que visite esta colección de arte que incluye obras maestras de todos los tiempos. Pinturas, esculturas, grabados y dibujos de artistas universales: Durero, Velázquez, Rembrandt, Rodin, Alma-Tadema, Waterhouse, Varo…”

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Llegué puntual al domicilio indicado. Me desconcertó la fachada: una tapia gris enorme, sin ventanas, y un tímido número sobre la pequeña puerta. Toqué el interfon y sentí la mirada de alguien a través del visor.

¿Quién? dijo una voz masculina.

Magnolia Rivera contesté.

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La puerta se abrió. Por un instante me sentí enjaulada, entre el acceso recién traspuesto y un enrejado de barrotes pardos. A la izquierda había una ventanilla con un cristal espejeante que me impedía ver quién estaba del otro lado. Una mano empujó suavemente una libreta de visita por la ranura de la ventanilla y la voz me dijo:

Por favor, anote hora de entrada y firme en el renglón.

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No había ningún registro en la hoja, sólo el espacio para mi nombre, así que supuse que yo era la única invitada. Devolví la libreta y la reja se abrió. La voz indicó:

Camine, por favor, hasta el final del muro. Luego doble a la derecha. Ahí será recibida por una persona que la acompañará durante el recorrido.

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El pasillo, flanqueado por muros altos y silenciosos, me llevó hasta mi anfitrión. Me agradó ver por fin un rostro humano. El hombre con un cierto parecido en la sonrisa al Ángel de la Catedral de Reims y en la mirada a Julio Cortázar calzaba unos espléndidos bostonianos cafés. La gente que usa bostonianos me inspira confianza.

¿Cómo está usted? Soy Juan Alcalde. Un gusto guiarla en este recorrido. Sígame, por favor.

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Un jardín anchuroso se abrió ante mis ojos. Había estatuas colocadas en círculo en torno al gran patio. Desde ese primer instante, en el espacio tondo, percibí el simbolismo de la serpiente: el uroboros que vuelve sobre sí para morderse la cola. Ahí estaban, albas u obscuras, las formas creadas por artistas contemporáneos y del pasado. Una de esas piezas tridimensionales cautivó mi atención de inmediato.

Es de Agustín Cárdenas- dijo mi guía, al verme extasiada frente a la obra.

Es el hongo le dije, señalando hacia lo alto de la figura.

¿Dónde? ¿No es un ojo y toda la escultura una cara?

Es lo que cada quien percibe. Es, en efecto, el Ojo que Todo lo Ve, pero en esencia el artista puso ahí el hongo sagrado ¿Cómo se llama la pieza?

Shamanica.

El título confirma lo que digo: todo chamán come del fruto que le dará la facultad de volar y que le permitirá hacer sanaciones y trascender lo terreno. María Sabina comía hongos para abrir el ojo de la conciencia. No hay ceremonia chamánica sin ‘niños santos’, sin setas mágicas…

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Caminé alrededor de la obra y añadí, trazando una geometría en el aire:

Observe la composición. Es una equis. Dos triángulos unidos. Lo espiritual y lo material. Los aparentes opuestos. Lo femenino y lo masculino. Es el andrógino. De hecho, el hombre chamán se viste de mujer en los rituales, para demostrar que en sí mismo está la completitud. Lo dicta el Kybalion, las enseñanzas de Hermes: “Todo es doble, todo tiene dos polos; los semejantes y los antagónicos son lo mismo; los opuestos son idénticos en naturaleza; los extremos se tocan”. ¿No dice usted nada?

No sé qué decirle. Hemos invitado a otros críticos antes y nunca nos habían dicho esto.

Quizá es porque yo no hago crítica. No juzgo. Sólo observo. Lo que le digo es el resultado de mis percepciones más inmediatas. Seguramente mañana, en mi memoria, la obra seguirá creciendo, redimensionándose, recreándose (suele pasar) a partir de la vivencia, del contacto entre este mármol y yo. Entonces podré decirle más. Por ahora, lo que Shamanica me dicta es esto. Aquí hay tantra. Lo que el artista esculpió es la consumación del amor. El sexo sagrado. Él penetrando en ella. Ella fundiéndose en él. Es un fluir constante, el eterno retorno que todo lo contiene. Es otra vez la serpiente, que vuelve sobre sí misma.

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[Dicen que en la onirogenia, en los sueños inducidos por las plantas maestras, uno acaba siempre enfrentado a una enorme víbora, que es la Gran Madre. Que si la vences, la montas. Que si te derrota, te traga. Pero este viaje mío no era provocado por la ingesta de algún enteógeno. Fui a dormir a la misma hora que acostumbro y no hice nada fuera de lo normal para tener este sueño. No lo premedité, no lo visualicé. Simplemente, ocurre.]

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Entramos a un gran salón que conectaba con otros espacios de la mansión cuidadosamente iluminada. Justo frente a mí, los ojos de un extraño me instaron a detener el paso. Pintado en un óleo claroscuro, el personaje portaba un turbante, metáfora del ocho místico, reminiscencia del sombrero del mago (Carta 1 del Tarot), infinito, ocho de mayo, eternidad. Leí la ficha: “El filósofo. Ferdinand Bol, siglo XVII”. El retratado no era Avicena. Tampoco Asclepio. Mucho menos Paracelso. Era Geber, el primer alquimista. Lo delató la señal en el chakra del corazón y el gesto cabalístico en las manos. Jabir Ibn Hayyan: inconfundible. Es el Agatodemon que vino del Oriente, espíritu sabio, acompañado siempre de la serpiente sanadora, regeneradora. Geber despertó a la kundalini para crear vida en la penumbra de los laboratorios. Mago del vitriolo, me sostuvo la mirada en el instante. En el silencio habló: “Visita el Interior de la Tierra y Rectificando hallarás La Piedra Oculta”. Respiré profundamente para sacudirme la hipnosis y proseguí el recorrido tras la voz de Juan, que hacía un ademán para alcanzarlo.

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Cada estancia era una Cámara de las Maravillas, una Jauja del espíritu. Si alguien ha experimentado el Síndrome de Stendhal comprenderá fácilmente lo que yo sentía en medio de aquella acumulación de belleza. Ese temblor que recorre el cuerpo y que nos sacude sin poder evitarlo. Esas ganas de romper en llanto y de reír y gritar porque el camino al éxtasis produce emociones inexplicables y. cuando es tanto, uno puede enloquecer por plétora, por esta demasía que sofoca a ratos y a ratos paraliza, como un estupefaciente que entra por los ojos. Basta con mirar para sentir el efecto. Hago esfuerzos supremos por parecer ecuánime y avanzar rápido tras el guía que sigue eficiente su discurso verbal. Lo que necesito es detenerme frente a cada obra, escudriñar una por una durante horas, días, eternidades. Pero apenas atisbo una, debo continuar a la que sigue. Aun así, me doy cuenta: todas las obras aquí reunidas conforman, en su orden, en su secuencia, la figura de la serpiente. Cada pieza es una vértebra. El trayecto ondulatorio se desliza por pasillos, escaleras, espacios cerrados o abiertos. Como el reptar ofidio, la senda es suave. El arte de todos los tiempos muestra la ambivalencia de la sierpe, exalta su poder destructor y regenerador, su capacidad de dar muerte o de insuflar vida. Ante mí, esa pequeña escultura de Laocoonte y sus hijos muestra la lucha contra las víboras mortíferas mientras a unos pasos un óleo, discreto a pesar de su gran tamaño, exhibe a un hierático Hernán Cortés que tiene a su lado una columna en donde habita la ‘coatl’ de los antiguos mexicanos. Pienso entonces en Coatlicue, la diosa madre azteca con su falda de serpientes y en todas las diosas y dioses de los mitos universales que llevan por cetro, corona o vestimenta al sinuoso animal de poder, de sabiduría. Más adelante, veo a la cobra en la frente de las Cleopatras pintadas o esculpidas en diversas piezas de esta colección. Quien mejor que la última reina de Egipto, nacida a orillas del Nilo, para proclamar la potestad saurópsida que abarca el imperio del agua. Todos los que han nacido junto a un vaso lacustre o frente al mar sienten el llamado, reconocen la simiente acuífera y el simbolismo que anida en la serpiente. Una escultura de Cleopatra está en lo alto de la escalera principal de la mansión. Escala y sierpe. Vuelvo en un instante a cierta mañana de mi niñez: iba a subir a mi recámara cuando tropecé con el desfile de una garbosa coralillo y sus crías, enfiladas hacia un agujero casi imperceptible junto al primer peldaño. Madre e hijos rutilantes de rojo, amarillo y negro. Desde entonces, no me es exótico un serpentario, ni espeluznante, ni ajeno. La serpiente es un animal sagrado, deidad antigua de la Mesopotamia, de Egipto, de Grecia, de Mesoamérica. Vive en el mundo subterráneo y en este museo de las maravillas, recinto que tiene ventanas como ojos de áspid y rumbos como de laberinto.

¿Cansada? pregunta Juan.

No, al contrario. Lo que pasa es que quisiera ver todo con más cuidado…

Sí, lo sé, sin embargo la visita no puede prolongarse. Lo siento, así es el protocolo.

Comprendo.

Entonces ¿seguimos?

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Juan continúa citando títulos, fechas, estilos. Me explica el significado de la colección.

Es también un homenaje a la mujer. Y una loa a la vida bucólica ¿ve usted los campesinos en algunos de los cuadros? ¿Se da cuenta de que en muchas de las piezas la mujer es la protagonista? Sin duda, hay admiración por la belleza femenina. Así es que los dos grandes temas de este acervo son la mujer y el campo.

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¿Mujer y campo? No son temas distintos. Están unidos en su sentido más profundo, la fecundidad, que es otro don fundamental de la serpiente. En la simbología universal, este animal representa la fertilidad, por eso también es agua, que en estas piezas fluye por doquier, de manera a veces rotunda en las pinturas que retratan lagos, ríos, mares y otras disimulada, en la sugerencia de una tela, de una forma, de un trazo. Agua y serpiente son una en la memoria. Recuerdo cuando, con mis pies de niña hundidos a la orilla del río, esperaba hasta que las culebras platinadas que solía llevar la corriente pasaban tocando mi piel. Tengo presente ese contacto, no álgido sino tibio, no horroroso sino dulce. En este museo no puedo tocar, pero si rozara los mármoles, los lienzos, los papeles, sentiría lo mismo. Fulgor de agua quemada. Caricia de olas. En las playas de Sorolla, en los estanques de Maufra, en la zoología fluvial de Francisco Toledo. Soy yo quien recoge conchas junto a las mujeres griegas de Leighton. Yo sumergida en esa masa humana que pinta Siqueiros, cardumen que no marcha sino rema. Me muevo, sin más, en el oleaje aserrado, polimorfo, que pinta Pettoruti. Soy la marea de Grimshaw, las costas de Gilbert, la laguna espejeante de Sánchez Cortés, los pantanos de María Izquierdo y los litorales de Zorn y de Buñol. Convivo en el malecón cubano del pintor anónimo y en esos paisajes de González Serrano que parecen de tierra pero que si miras atento se consuman en agua. Hay marejada en el retrato de August Strindberg hecho por Munch. El bosque de Kipniss ya no es bosque sino liquen marino. Justo ahora descubro que las flores de Andy Warhol son submarinas…

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La visita acaba. Salgo por esa puerta pequeña en el muro gris que da a una calle por donde nadie transita. Vuelvo sobre mis pasos. Despierto. Llueve. La lluvia golpea el cristal en la ventana. Escucho los crótalos del agua.

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Foto: Magnolia Rivera, Sueño Uroboros, Mixta sobre tela 100  x 160 cms, 2010./Cortesía Magnolia Rivera

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