La mirada opaca de los peces

Feb 17 • Lecturas, Miradas • 3997 Views • No hay comentarios en La mirada opaca de los peces

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El pez, un animal de múltiples simbolismos, es retomado en De culpa y expiación, plaquette de la poeta Lucía Rivadeneyra como representación de la libertad, siempre acechada por la muerte y el erotismo

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POR SILVIA PRATT

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No es la vida el más grande de los bienes,

////////y el mayor de los males es la culpa.

/////////////////////////////Friedrich Schiller

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Culpa y expiación. Lucha de los contrarios, principio universal de todos los ámbitos del ser. Sin embargo, en la unidad de los opuestos se encuentra el Logos. Y nos preguntamos: ¿Se nace culpable? ¿Es necesario amar o morir para llegar a la expiación? Para enfrentar estos cuestionamientos Lucía Rivadeneyra elige un referente que tiene desde tiempos inmemoriales un lugar en la tradición: el pez. El pez como símbolo de las aguas. Según Jean Chevalier y Alain Gheerbrant, el pez: “Está esculpido en la base de los monumentos khmers para indicar que éstos se sumergen en las aguas inferiores, en el mundo subterráneo […] Es Salvador e instrumento de la Revelación […]” Dichos autores afirman que Cristo mismo está simbolizado por el pez; es el que guía el arca eclesial, así como el Matsya-avatãra guía el arca de Manu. Asimismo, sostienen que los peces atestiguan simbolismos análogos en el antiguo Egipto, el Dagon fenicio y el Oannes mesopotamio, este último considerado como el Revelador. Cabe citar que en Grecia, los delfines salvaron del naufragio a Antion; y que el delfín se asocia con el culto de Apolo y de él proviene el nombre de Delfos. En su libro L’Universel, Philippe Robert asevera que en la iconografía de los pueblos indoeuropeos, el pez “escondido en las profundidades del océano, está penetrado por la fuerza sagrada del abismo”. Innumerables son las alegorías de estos seres.

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De acuerdo con el cristianismo, se nace con el pecado original, pero también hay una fecha en el calendario para purificarse: el día de la expiación. He ahí el punto de unidad de los opuestos. Y de ahí entonces el título de la plaquette de Lucía Rivadeneyra, quien une los dos conceptos para crear poesía. El pez transita a través de sus versos en un mar insondable de palabras.

Lucía Rivadeneyra, De culpa y expiación (plaquette), México, Parentalia, 2017./ Especial

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Lucía escribe: “Los peces no murieron por su boca/ con alevosas redes los pescaron”. Ellos no sabían que iban a morir y una mano hábil tendió la red para atraparlos. Cuántas veces muere por amor nuestra alma, diariamente quizá, como los peces, y alguien tira a la basura “la esencia de sus vísceras” y ese alguien atesora la remembranza muerta. ¿Y si se preserva el recuerdo en el tiempo sombrío de un armario gris? Así pues, el amor es expiación, así también la asfixia purifica. Y ya jamás pensar en ese cauce de emociones y pasión, de goces y delirios porque en la entrega hay culpa y en la soledad vive el alma redimiéndose.

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Y entonces, como escribe Lucía, llegan los “tiempos de sequía” que nos dejan inmersos en el tedio y nos ahogan. Y la rutina de lo cotidiano nos va desgastando poco a poco hasta que nos sumerge en el insomnio y nuestra mirada queda estupefacta. Nos revela Lucía:

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El verdadero pasmo

está en los ojos del pescado rojo

expuesto en el hielo.

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El bloque gélido mantiene fresca,

como recién nacida, a la muerte

y conserva el asombro.

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Si alguien sueña los ojos de un pescado

sobre el hielo, despierta aterido.

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Aterradora imagen, pero bella. Nada más cierto. Como cantaría Rilke: “Todo ángel es terrible”.

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Si alguien sueña con la mirada de un ser que se amó o que ha muerto, despierta con el alma enterrada en una mina de sal y un aroma de sahumerio en el pecho. ¿Después de la pérdida de un paraíso amoroso se desea de verdad el despertar? Nada se reconoce mejor que la muerte en una mirada opaca como “la carne del pez fuera del agua”. Y caminamos como si nada, llevando el luto en la entraña y cada parpadeo nutre una cortina de sombras que enturbia la córnea. Y los opacos ojos de los peces nos persiguen, en cada instante. Cuántos peces mueren sin ser culpables, cuántos de nosotros morimos lentamente sin tampoco haber sido culpables de existir.

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No importa disfrazar los días con colores y sabores. La culpa y la expiación están presentes, palpitantes. Sigue escribiendo Lucía: “Juras que la serenidad del pan/ y la pimienta blanca/ fueron capaces de absorber la culpa”. Y en ocasiones quisiéramos ser aves, ser flores, o mejor aún, ser peces. Y como peces en el agua pensar que somos libres, ignorando que las redes de la muerte van tras de nosotros, acechándonos. Y deseamos sentirnos como ellos para evadirnos del amor, para ignorar que el recelo existe, para olvidar que el tiempo miserable nos arrastra, para disimular con ruidos aberrantes el silencio que va corroyendo nuestro ser.

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Nacemos con culpa. Crecemos con culpa. Amamos con culpa. Envejecemos con culpa. Morimos con culpa. Y los coros de la conciencia repiten: Mea culpa.

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Hay que revertirla purificándonos por medio del dolor. Estamos condenados a vivir. Estamos condenados a morir. Y en virtud de ello, las personas que sobreviven a los muertos repiten a cualquier hora plegarias para que se desvanezcan sus yerros. En vida, para llegar a la sanación, renunciamos a los sueños, al vino y al amor. Y aparecen entonces los recuerdos, el repicar de la memoria que repite en miríadas la imagen clandestina del ser amado, manos recorriendo cuerpos, voces como filamentos clavándose en el tímpano. Y la culpa está ahí, y a la vez no está. Bruma, angustia, desconsuelo. Expiación.

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¿Por qué si se nos dice que en el diario vivir nos iremos depurando, por qué, pregunto, amanecemos con un peso sobre la espalda? ¿Por qué cada noche nos vamos a dormir enfrentándonos a la daga del insomnio o conjurando las pesadillas? La poeta Lucía nos dice que un paliativo son las “bebidas transparentes, que ayudan/ a poner la verdad en nuestros labios”.

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Una faceta de nuestro padecer, según Lucía, es la poca fidelidad de la memoria, todo el pasado se transforma en artificio. El amor se va extinguiendo, acaso por fallas nuestras. No quedan huellas en el recuerdo, ni el tono de aquellos ojos, ni el matiz de aquella risa, ni el sabor de aquella amargura. Todo se disuelve en una salmuera espesa. Y el placer pleno de culpa. Y la expiación es el olvido. Sólo quedan rescoldos.

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En el diccionario de la civilización egipcia, leemos: “Seres silenciosos y desconcertantes, escondidos pero brillantes bajo el verde del Nilo, los que están en el agua eran los participantes perpetuos de temibles dramas”. Expresa Lucía:

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Podamos a mordidas los recuerdos,

y ni las flores de la talavera

pudieron florecer.

En piedra de río

tallamos la tristeza;

resultó imposible

lavar el desconsuelo.

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La plaquette titulada De culpa y expiación (Parentalia, 2017) de Lucía Rivadeneyra, con una bella ilustración de portada del pintor Gerardo Torres, nos brinda una pieza poética que refleja un trabajo serio y comprometido. La autora, siempre atenta a la musicalidad de los versos, no deja de lado el uso de recursos líricos y crea imágenes afortunadas, algunas de ellas reveladoras. Segura estoy de que para muchos lectores será difícil olvidar aquella que nos revela “los opacos ojos de una trucha”.

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FOTO: Además de poeta, Rivadeneyra ha formado a generaciones de periodistas./ Tomada de su perfil de Facebook.

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