La moral de la forma: Sergio Pitol, hombre justo
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“Cuando no se da el encuentro con el gran idioma, la literatura se ensombrece”, sentenciaba Sergio Pitol Deméneghi (Puebla, 18 de marzo de 1933—12 de abril de 2018, Xalapa), autor de un par de trípticos fundamentales de la literatura mexicana contemporánea: el del Carnaval —compuesto por El desfile del amor, Domar a la divina garza y La vida conyugal— y el de la Memoria —El arte de la fuga, El viaje y El mago de Viena—, Premio Cervantes 2005
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POR JOSÉ HOMERO
…la línea no habla: para narrar tiene que inventar formas.
Los cuentos de la línea son las formas que diseña.
Octavio Paz, “Valerio Adami: La línea narrativa”
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Preludio
Cierta noche de 2005 volvía de La muerte chiquita, uno de los bares-ejes de la cultura alternativa de la vida xalapeña de esa década. Pasaba de medianoche y la temperatura era fría, rasgo con que suele identificarse a Xalapa, “una capital de provincia rodeada de paisajes de excepción”, como precisara el propio Sergio Pitol. Yo vivía en Xalapeños Ilustres y para llegar a esa extraña avenida, cuyo pomposo nombre se explica porque la conforman breves calles cuya denominación honra a lugareños de prosapia (Dionisio Murillo, Julio Zárate…), debía pasar por Insurgentes. Había descendido serpenteando por las sinuosas callejuelas del mustio centro histórico y en algún momento torcí por González Ortega para desembocar frente a la esquina donde entonces se erigía una sucursal de Gandhi-Colorines. La noche era clara, como suele ocurrir en la capital veracruzana avanzada la noche, cuando se despeja la neblina: se torna cálida la temperatura y el aire parece tan límpido como el cielo brillante y terso. El escaparate que daba a Xalapeños estaba iluminado y frente a él un hombre contemplaba los títulos expuestos; una abigarrada colección de distintas editoriales sobre un fondo blanco. Me estremecí ante el espectáculo inusitado: un hombre se detiene en la noche a contemplar la oferta literaria de una librería en medio de la avenida solitaria. Un cuadro de Edward Hopper. E incluso a la distancia reconocí la silueta: los delgados hombros ligeramente encorvados, el saco de seda lana o acaso de tweed, color siena, el inefable bastón de madera noble, la tenue cabellera con la consistencia de copos de algodón agitándose junto a los cartílagos. Era Sergio Pitol, quien solía dar caminatas en torno a la manzana —su casa, en Pino Suárez, dista un par de cuadras de la esquina de José María Mata con Xalapeños Ilustres— a mitad de la noche o a veces pasear a alguno de sus perros. Acababan de anunciar su designación como premio Cervantes y seguramente, conjeturo, los responsables de la librería, entonces en la cúspide de su breve pero trascendente existencia, habían decidido exhibir todos los títulos, de todas las editoriales, con que contaban de Pitol. Y éste, mientras recorría nerviosa y vivazmente con un paso ágil que contrastaba con el bastón con que coquetamente solía acompañarse, se había topado estupefacto con ese arcón navideño. Sergio alzaba la cabeza y la bajaba, recorría con la mirada el retablo maravilloso, asombrado seguramente de encontrarse con tan inusitado regalo. Era el mejor homenaje para un escritor ya entonces el alma viva de la ciudad. Temí detenerme. Temí romper el encanto de ese momento único, lo observé un par de segundos en la otra acera —junto a otra librería— y mientras las luminarias del aparador bañaban la marfilina tez de Sergio, lamenté no contar con una cámara. Aunque enseguida comprendí que una fotografía nunca conseguiría trasmitir esa sensación de haber atisbado un momento único, una suerte de epifanía.
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La suerte le había permitido a Pitol encontrarse frente a una suma de su obra, frente a una especie de vórtice literario y casualmente a mí, su amigo, lector, admirador, atestiguar ese pasmo. Revelación de una noche invernal. Temiendo alterar el frágil sentido del cosmos proseguí mi camino sin mirar atrás.
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Fugata
Si bien Sergio Pitol (nacido en Puebla en 1933, pero veracruzano por ascendencia y elección) no incurrió en los excesos de la literatura comprometida, pues su generación comparte esa sutileza estética de diferenciar entre literatura y panfleto, la conciencia ciudadana en modo alguno se limita a las intervenciones del escritor en mítines, firmas de cartas de solidaridad o gestos de repudio ante intervenciones y violaciones a la autonomía de las naciones o de los ciudadanos. Si la preocupación de las primeras generaciones de narradores post-revolucionarios en México es mostrar la distancia entre los ideales, objetivos y proclamas de la Revolución mexicana y la cristalización de una nueva clase política —un tópico que aborda no casualmente Pitol en “Cuerpo presente”, cuento que indica su viraje hacia la madurez, tras su primer ciclo narrativo—, a Pitol, como a otros de sus contemporáneos, le interesa mostrar la dicotomía moral de la clase media que en apariencia salvaguarda un osario de valores mientras cultiva el vicio, el engaño y la corrupción. Una inquietud particularmente suya: el papel del individuo y del arte en una sociedad que sólo reconoce como eje al Poder. Por ello quizá Pitol habría de convertirse, además de en el narrador admirable de las vacilaciones ante la obra y la conciencia del fracaso, en el cronista por excelencia de las pequeñas miserias de la vida conyugal, el risueño jovenzuelo que señala la desnudez del emperador en el orondo desfile, el exégeta por excelencia de la impostura en todas sus comparsas. Si Michel Foucault advirtió la estrecha vecindad que compartían los hermanos Saber y Poder, Pitol, especialmente en el Tríptico del carnaval, registró con prolijidad de cartógrafo, las madrigueras donde la ambición de dominio, un tema que habría aprobado Thomas Mann, se entrevera con los delirios de quien pretende saber pero sólo exhibe su vacuidad. Más aún, para estas Falsas Tortugas, el arte y la cultura se antojan un modo de demostrar sus buenos sentimientos: en el grupo seudointelectual de Márgara, personaje de La vida conyugal: cuenta las vejaciones de su marido y dice que la vida sólo se le hace soportable por “los libros, los cuadros, la música, el teatro, las flores, la conversación”.
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Abundan los farsantes en este universo; no casualmente la Falsa Tortuga podría configurar uno de los emblemas de esta obra. ¿Y qué es una Falsa Tortuga? El individuo que presume de un talento y una cultura de la que carece; una variedad singular de farsante, cuyo viciada habla lo delata. En vez de la demostración de un saber auténtico su parla persigue apantallar; la farsa como identidad que a través de distintos personajes —eruditos (Ida Werfel, Marieta Karapetiz), aspirantes a intelectuales (Morales, crítico cinematográfico, Jacqueline Cascorro) o mamarrachos innombrables (Dante C. de la Estrella)— expone la comedia intelectual de la cultura. Para Pitol, arte y civilización están firmemente vinculados a una idea del mundo incompatible con la ambición de dominio, por lo que en su obra los impostores terminan zaheridos y situados a su verdadero nivel: el suelo, como corresponde a los ritos carnavalescos postulados por el cismático Mijail Bajtin.
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En uno de los ensayos con más claves para entender esta obra, “El sueño de lo real”, aparecido originalmente como prólogo a la reedición de Infierno de todos, leemos: “Durante años seguí escribiendo cuentos y novelas intentando no repetir los procedimientos ya utilizados”. Fiel a esta ética, Pitol ha trabajado continuamente para conciliar ese anhelo romántico: el encuentro nupcial entre vida y arte.
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Una vida es una Forma
“Cuando no se da el encuentro con el gran idioma, la literatura se ensombrece” sentencia Pitol. La espiritualidad moderna, esa mezcla de superstición y culto a la forma, se manifestó en el culto al Lenguaje: una entidad de la que provenía la revelación. El poeta como vehículo de esta manifestación. Una de las consecuencias fue el reconocimiento del carácter único de la expresión; otro, la busca de modelos que nos permitieran revelar y acceder a la escurridiza vida. Entre sus contemporáneos, Pitol es un héroe de la Forma. En su obra, desde esa suerte de Künstlerroman que es El tañido de una flauta hasta El mago de Viena, advertimos la constante pugna. Y su dependencia con el entorno, porque la Forma es una emisaria de la Realidad.
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“Quisiera realizarme a mí mismo. En este sentido, me gustaría ser considerado un realista. Para mí, la abstracción es real, más real, incluso, que la naturaleza” contestó Josef Albers cuando le preguntaron si se consideraba un realista. Esta respuesta de un artista caro al Pitol de El tañido de una flauta, podría fungir como epígrafe de las reflexiones en torno al arte de la novela; podrían también indicar que el concepto de lo real es indisociable del carácter ficticio, factual, de la actividad estética. O como diría Hans Hofmann “… el arte se basta a sí mismo no sobre la base del arte por amor al arte sino sobre la de un nuevo realismo que tiene sus raíces en la relación directa del artista con su medio ambiente.”
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No creo que haya sido otra la ambición romántica. Ese es el gran logro de Pitol, un artista que abomina de los extremos y que exige la conciliación de la seriedad y el juego, la trascendencia y el humor, la apuesta formal y el interés por la trama… Un artista que recusa toda forma de exceso y apuesta por una elegancia que sólo se advierta en su invisibilidad. Un artista para quien vida y literatura se confunden en una Forma. Es significativo que junto con el énfasis en los pasadizos entre obra y vida, entre la imbricación de discursos aparentemente referenciales, así el ensayo, la crónica, la evocación memoriosa, el apunte autobiográfico, la bitácora, la crítica literaria y plástica, con discursos cuya referencialidad se torna equívoca y por ello su denominación como fictivos –así el relato, el cuento, la novela–, Pitol reitera su aprecio por la forma. Lo que une su reflexión acerca de su propio oficio, o lo que comparten los acercamientos del lector Pitol al narrador Pitol es la atención a la forma, a la estructura, a la composición, como elemento intrínsecamente literario. Lo que nos revelaría una curiosa formación arbórea: entre vida y obra se establecen relaciones, pero éstas relaciones sólo pueden ser expresas mediante la forma y esta forma debe compartir ciertas características, ya que si bien, nos alertaría un filósofo y más de un teórico literario, no existen expresiones carentes de forma, no todas las formas necesariamente son artísticas.
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La tolerancia hacia el otro
“A medida que envejecemos descubrimos realmente que las vidas de la mayoría de los seres humanos sólo valen en la medida en que contribuyen al enriquecimiento y la emancipación del espíritu”, escribió Cyril Connolly. Al considerar que Sergio Pitol es justamente uno de los hombres que atestiguan con su vida, con su obra, con esa obra que es su vida, las virtudes de la civilización, sólo cabe recordar a aquel Drocfult del memorable cuento de Jorge Luis Borges, que, sin saberlo, nos legó no sólo su memoria, sino la memoria de que la ciudad no es sólo una idea sino la encarnación de la memoria de los hombres.
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Las relaciones entre el arte y la sociedad y esta noción humanista de la adecuada educación de los sentidos para propiciar una buena tierra moral se vinculan con una defensa de la tolerancia y el reconocimiento al otro. Más allá de la sátira, que en Pitol asume aspectos de crudo expresionismo, encontramos en los ensayos y exploraciones autobiográficas, al hombre que asume que sólo la tolerancia y la comprensión de los distintos intereses podrán mostrarnos el camino para dirimir nuestras diferencias. Al respecto hay que mencionar las reflexiones en torno a la necesidad de tolerancia con respecto a las diferencias políticas e intelectuales pero también el optimismo de este escritor para con las manifestaciones de su época. Lector de José Vasconcelos, crítico de la Revolución, conocedor del fracaso del socialismo, es también el hombre de ideales de izquierda capaz de entusiasmarse con la insurrección chiapaneca, con las manifestaciones y la emergencia de la sociedad civil, como lo prueba su decidido y noble apoyo a la izquierda.
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He aquí la suma de rasgos que definen a un hombre: nobleza moral pura y púdica, generosidad y tolerancia que encuentra en los hombres genuinos. Honrar su memoria es también reconocer una suma de atributos civilizados que son un monumento de nuestra aspiración como especie.
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FOTO: La obra de Pitol abarcó la novela y el ensayo autobiográfico. En la imagen el escritor en una foto sin fecha. / Archivo personal Sergio Pitol
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