La muerte de la Catrina
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La Catrina, personaje representativo de la cultura mexicana tiene orígenes poco conocidos, aun cuando su popularidad la ha llevado a ser figura central de murales y de películas hollywoodenses
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POR AGUSTÍN SÁNCHEZ GONZÁLEZ
Historiador.Premio Nacional de Periodismo 2019; Twitter: @agusanch
La historia y los mitos corren vertiginosamente.
Lo que antes tardaba décadas en consolidarse, ahora bastan unas cuantas imágenes en las redes, a veces con la ayudadita de bots, para convertirse en fenómenos mediáticos.
En 1912, José Guadalupe Posada realizó uno de los dibujos más hermosos del arte mexicano: un elegante busto de calavera, con sombrero redondo adornado con flores, y que fue estampado, en una hoja volante, por la imprenta de Antonio Vanegas Arroyo, cuyo título era Remate de calaveras alegres y sandungueras.
Este esplendido dibujo se imprimió en noviembre del año siguiente, es decir, de manera póstuma, pues Posada murió el 20 de enero de 1913.
Las calaveras sólo circulaban en las fechas previas a los días de Todos Santos, el 1 y 2 de noviembre. El resto del año, Posada realizaba dibujos con temas variopintos. Por tanto, es claro que es una falacia afirmar que Posada sólo hacía calaveras.
Muestra de ello es que no existen más de medio centenar de calaveras conocidas, entre un número indeterminado de obras realizadas por Posada y en la actualidad difícilmente se puede conocer el total de sus obras. Hace unos años se llegó a decir, sin ninguna base firme, que había realizado más de veinte mil grabados.
Jean Charlot, el pintor francés, autor de Un precursor del movimiento del arte mexicano: el grabador Posadas (sic), uno de los primeros textos acerca de la obra del artista, escribió “Él, a través de dos mil láminas, casi todas ilustraciones de corridos de la casa Vanegas Arroyo, creó el grabado genuinamente mexicano”.
No existe un inventario fehaciente acerca de sus dibujos (ni siquiera originales), ni de sus matrices, sus editores, sus caricaturas y ni siquiera del número de publicaciones en que participó. De hecho, la mayor parte de su obra conocida tiene su origen en el Taller de Antonio Vanegas Arroyo, dejando de lado otros impresores, y hasta editores como Ireneo Paz, abuelo de nuestro poeta, Premio Nobel, quien lo invitó a trabajar a la Ciudad de México.
Así, las calaveras se imprimieron y reimprimieron según las necesidades del impresor, quien pagaba el cliché a su autor, para utilizarla cuantas veces fuera necesario y con un sinfín de títulos.
La Catrina fue utilizada, además de la primera edición de 1913, en diversos momentos con títulos como Calavera Fifí (1918), Calaveras de las Cucarachas (sin fecha), Han salido por fin las calaveras (sin fecha), El panteón de las pelonas (1924), que son las que conozco, impresas en hojas volantes.
Este caso se repite una y otra vez con varias de las calaveras que hizo Posada. Otro ejemplo es la Calavera Oaxaqueña, que lleva como títulos La Calavera oaxaqueña (1907), Las bravísimas calaveras guatemaltecas de Mora y de Morales (1907), Calaveras del montón, No. 1 (1910) y La Calavera de los encapuchados y Las revueltas calaveras, estas dos, sin fecha.
Visto así, las calaveras del montón resultaron un montón de títulos para unas cuantas calaveras cuya importancia es tal que generó dos grandes vertientes.
La primera parte de la frase de Jean Charlot, señalada antes: “creó el arte genuinamente mexicano”. Esta aseveración, sin duda, motivó a los creadores del nacionalismo mexicano a insertar la obra de Posada en este movimiento que se promovió a partir del centenario de la consumación de la independencia, en 1921, hace cien años. Con el que se buscaba crear un arte y cultura mexicana a partir de los temas indígenas y haciendo a un lado la herencia europea. Por un lado y por otro justificar y enaltecer el arte emanado de la Revolución Mexicana.
Posada se convirtió en un héroe cultural y sus calaveras empezaron a ser manipuladas como parte del discurso indigenista que el nacionalismo retomó en las siguientes décadas al enaltecer la cultura de lo que hoy se le llama de “los pueblos originarios”; y exhibir la obra de Posada como parte de esa herencia, lo cual es bastante cuestionable. Ni a Posada ni a sus editores les interesó el tema indigenista ni prehispánico. Las calaveras de José Guadalupe se encuentran más cerca de las imágenes medievalistas de autores como El Bosco, Brueghel el Viejo o de autores renacentistas como Miguel Ángel, de quien Jean Charlot menciona acerca de Posada: “tenía en las pared de su taller una reproducción del Juicio Final”. Lo mismo pasaba con Leonardo da Vinci, de quien realizó una copia de su Última Cena en el periódico La idea del siglo, sin contar que durante su infancia y juventud vivió mirando las imágenes macabras que suelen colgarse en las paredes de las iglesias católicas en ciudades llenas de iglesias, donde nació y creció: Aguascalientes y León.
Misma experiencia tuvo en la Ciudad de México, cuyo Centro histórico, donde vivió casi tres décadas, estaba conformado por más de una decena de hermosos templos católicos, colmados de santos y vírgenes, demonios y muertos.
Posada fue un católico practicante, sin duda, y esas imágenes le llenaron los ojos y generaron las imágenes que, a la postre, conmocionarían al mundo. Durante varios meses, por ejemplo, contribuyó a la construcción del templo del Inmaculado Corazón de María, en la colonia Guerrero.
La Calavera Catrina apareció en la página 160 de la monografía de José Guadalupe Posada, publicada por la revista Mexican Folkways y los Talleres Gráficos de la Nación. Era un grabado más, entre 405. No destacaba en absoluto ni se mencionaba como algo extraordinario. Llevaba el título de Calavera Catrina, bautizada de manera arbitraria por los editores pues, ya mencioné, Posada nunca puso título a sus obras y el impresor utilizaba los nombres que creía convenientes para comercializar esas hojas salidas de las imprentas.
Dos momentos suceden que lanzan al estrellato a la Catrina: la exposición realizada en 1943 en el Palacio de Bellas Artes, que rindió un homenaje a Posada a los treinta años de su muerte. Ahí nuevamente se mencionaba que “ha logrado dar a su obra, a la vez que una estética mexicana pura, personalismo, hondamente popular y llena de emoción y carácter –el de la voz más mexicana–, reunió también técnica y oficio perfectos”. La Catrina aparece en la portada del breve catálogo de esa muestra.
La segunda fue en 1947 cuando Diego Rivera realizó el mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, en el Salón Versalles, del Hotel del Prado, donde aparece una Calavera Catrina de cuerpo entero, con una estola de plumas que semeja una serpiente, cuya cabeza es una punta de pluma fuente; usa un vestido largo, y del esternón cuelgan unos lentes tipo Quevedo y que es la figura central del mural. Ésta se cuelga del brazo de Posada quien descansa su mano sobre su huesudo dorso. Del otro lado toma de la mano al niño Diego Rivera. Atrás, lejos de la fama que hoy tiene, Frida Kahlo ocupa una posición secundaria que sostiene el símbolo del yin y yang.
Es entonces cuando comienza la fama de la Catrina.
Una calavera que, en realidad, es más una composición e imagen de Diego Rivera, que de José Guadalupe Posada.
De la Catrina a la Barbie-Catrina
No sabemos el momento exacto en que comenzó el mito de las calaveras, los altares de muertos y demás parafernalia que hoy nos venden hasta con un desfile, o con una anoréxica Barbie, y del cual gracias a la pandemia nos libraremos este año (alguna gracia debía tener el).
El síndrome de la mexicanidad como sinónimo de indígena, que no es otra cosa que asumirnos como un país condenado a la derrota, generó justificaciones como las gestadas durante las fiestas del centenario de la independencia, en 1921, que buscaban ponderar el indigenismo de manera supremacista. Esto por encima de la herencia europea o africana y que, cien años después, parece ser el discurso del gobierno actual que lanzará, con bombos y platillos, una campaña lacrimógena en torno a los pueblos originarios y dejará de lado lo que somos: un pueblo multicultural, cuyas raíces son muchas y de ahí, su propia grandeza.
El indigenismo como expresión de lo mexicano convirtió a las calaveras de Posada en un mito utilitario para un fenómeno cultural que surgió en el México prehispánico.
Si bien la celebración del día de muertos data de varios siglos, la conmemoración poco tenía que ver con los sucesos que hoy se viven en México. Los altares, las ceremonias masivas, las calaveras, don Juan Tenorio, las imágenes de muertos, surgen como una contraposición cultural y comercial del Halloween pero, al mismo tiempo, se integran a él, como una suerte de transculturación.
La muerte como fiesta
Dicen, y casi lo creemos, que la muerte es una fiesta, que los mexicanos la celebramos y hasta nos la comemos, ya en pan, ya en dulce. ¿Es verdad eso? ¿Alguien celebra la muerte de una madre, por ejemplo?
La idea de muertos en vida, como algo natural e intrínseco a nuestra historia apareció a finales del siglo XVIII, cuando se publicó La Portentosa vida de la muerte. Emperatriz de los sepulcros, vengadora de los agravios del Altísimo y muy señora de la humana naturaleza, de Fray Joaquín Bolaños, en donde se hace una apología de la muerte, acompañada de una serie de 18 grabados, de autor anónimo, cuya figura central es la vida de la muerte.
Otro referente es la difusión, a través de diversas vertientes de la representación de Don Juan Tenorio, de José Zorrilla, publicado en 1844 y que desde sus orígenes se relacionó con el día de muertos, tanto por la escena del cementerio como de las apariciones y por el uso de la versificación llena de ripios, como suele suceder en esta tradición del 1 y 2 de noviembre. Comenzó a representarse a partir de 1861 con tal éxito que su autor, que entonces vivía en México, fue nombrado por Maximiliano como lector de la Corte.
Un tercer elemento lo trata Rafael Carrillo Azpeitia, citando a García Cubas, quien escribió “Los serenos o guardianes nocturnos, los padres del agua fría o guardas diurnos, hoy gendarmes, los repartidores de periódicos, los aguadores y otros individuos por el estilo, desde muy temprano repartían versos impresos, más o menos chabacanos, por medio de los cuales pedían su tumba, su calavera o su ofrenda, de la misma manera que pedían sus gajes correspondientes a otras fiestas: su matraca y aguas frescas en la Semana Santa; su tarasca y huacalito en el Corpus, y su aguinaldo en Navidad. Todos hacían mérito de los servicios prestados a los vecinos, por lo que se consideraban acreedores a la recompensa solicitada”.
Muchas revistas satíricas anteriores a Posada jugaron con esta forma de lenguaje y de versificación e influyeron tanto en la tradición, como en el nacimiento del lenguaje de lo mexicano.
En el siglo XX, después de Posada y sobre todo, posteriormente al mural de Diego Rivera, comenzó el mito de la muerte y de “nuestra” seducción por ella y tal vez, con tanta violencia de décadas, si bien no estamos enamorados de ella, si estamos acostumbrados y se ha vuelto tan cotidiana, que hoy, con la pandemia, un especialista en epidemias, todas las tardes aparece como aquellos serenos de antaño a gritar y decir cuántos muertos hubo este día, de la misma manera que hace unos meses leía un poema.
La conmemoración de muertos no tenía la parafernalia que hoy vivimos. Paradójicamente, quienes se quejaban del Halloween son los primeros que han enriquecido esta fiesta en su versión nacional, donde todo se confunde y lo mismo se ve a una calavera al lado de un diablito o de una bruja. Hoy, hasta la Barbie es una Catrina y el maquillaje que se usa hasta logra una tierna confusión con los ositos pandas.
Esta fiesta masiva debió nacer hace apenas hace un poco más de cuarto de siglo, cuando la UNAM comenzó a montar Ofrendas monumentales, primero en la Facultad de Medicina y después en diversos espacios universitarios; más tarde, otras instituciones la imitaron igual que diversos estados de la república. En Aguascalientes, por ejemplo, ciudad natal de Posada, inventaron un Festival de Calaveras (a pesar del menosprecio que tienen a la obra de Posada en el museo que lleva su nombre y que hace años mantiene la misma museografía que, ni siquiera, valoró la obra del Posada joven, con sus primeras obras de El Jicote, de 1871, donde dibuja una calavera con guadaña en lo que es la primera caricatura que se le conoce).
Pero la mayor banalización comenzó hace tres años tras haberse filmado la cinta Spectre, cuyo personaje, James Bond, persigue a un maloso en medio de un inventado desfile de calaveras. El estreno ocurrió el 1 de noviembre de 2015 y a los publicistas de la Secretaría de Turismo se les ocurrió implementar ese desfile a partir del año siguiente donde participaron un millón de personas. Este desfile se vio reforzado por el estreno de la película Coco, en esas mismas fechas.
De todo ello, nada quedó de Posada. Este año, de tantas muertes en México y en el mundo, no habrá fiesta. Dicen que será virtual, aunque las casi 90 mil muertes contabilizadas hasta ahora no tienen nada de virtual.
La Catrina que dibujó Posada mientras vivía en el barrio de Tepito, y que plasmó en una estampa, se murió de a deveras.
Hoy, la banalidad queda en espera de que el año próximo se vaya el Covid, si es que se va algún día, y vuelva a salir a la calle a confundirse con zombis, fantasmas, vampiros y demás fauna (sin olvidar a Barbie, obviamente).
FOTO: La calavera de los fifís./ Colección Mercurio López
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