La muerte de la ficción

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Tres de las novelas más representativas del escritor francés lo muestran como testigo impávido y personaje siempre sincero con respecto a la vorágine de sentimientos que lo aquejan

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POR RODRIGO MENDOZA

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Leer a Emmanuel Carrère implica perderse en un bosque de ficciones indistinguibles, de verdades que se asoman entre las sombras. La obra del escritor francés exige que el lector deje de preguntarse qué tanta ficción es capaz de conjurar en su obra, pues ese resulta un cuestionamiento ocioso e infructuoso. Lo que sí es claro es que la prosa de Carrère resulta tortuosa en su apabullante honestidad, en su exposición de situaciones peligrosamente reales con las que juega hábilmente gracias a la transparencia de su lenguaje. El autor se expone ante el lector no tal cuál es, sino tal y como quiere ser visto. No teme sincerarse, como él mismo lo expresa en De vidas ajenas: “Soy ambicioso, inquieto, necesito creer que lo que escribo es excepcional, que será admirado (…) me derrumbo cuando dejo de creerlo”. De esta manera se construye Carrère.

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Acaso sean El adversario (1999), Una novela rusa (2007) y la misma De vidas ajenas (2009) los trabajos que mejor conjuguen los elementos en la narrativa de Carrère que lo han posicionado como un privilegiado de las letras de esa zona gris llamada “no ficción”.

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El adversario, probablemente su trabajo más célebre, presenta la disección de un hombre común, Jean-Claude Romand ―padre amoroso, esposo entregado e hijo envidiable―, que un día asesina a sus padres, su esposa, sus dos hijos y su perro. Este episodio real, tan sangriento como desconcertante, permite a Carrère contemplar el abismo de mentiras y el vacío de falsedad que constituyen gran parte de la sociedad moderna. La identidad simulada, la traición a uno mismo y la desconfianza convergen poderosamente en El adversario para dejar en el aire más preguntas que respuestas. Esta historia se sumerge en la mente indescifrable de un individuo cuyas motivaciones él mismo desconoce. Romand es la sombra de alguien que no pudo soportar la presión de vivir bajo una realidad falsa, de fingir ser alguien que no era y decidió terminar con la vida de las personas que amaba antes que admitir la lamentable verdad. Carrère retrata con suficiente audacia a este hombre como para no incurrir en ningún tipo de juicio e, incluso, para admitir su propio desconcierto ante el enigma que Romand representa. El autor establece un diálogo real con un personaje que parece salido de las páginas de cualquier novela negra y que, no obstante, consigue dimensionar en su plena humanidad y no quedarse con la imagen monstruosa que un individuo así proyecta automáticamente. El empeño de Carrère por entender los demonios que habitan la mente de Romand y por reconstruir cada espacio en blanco de esta historia aproxima al lector a un torbellino de lectura que, aunque breve, no deja de ser complejo en sus dosis insoportables de realidad.

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Si El adversario es una mirada cercana pero siempre objetiva a un asunto ajeno a Carrère, Una novela rusa es un auténtico derroche de verdades tan opacas como dolorosas que, además, son totalmente personales, lo cual, hay que decirlo, convierte su lectura en un denso martirio. Esta obra inclasificable oscila entre la crónica, la autobiografía y, quizás en última instancia, la novela, aunque el título sugiera otra cosa. Este libro es el que mejor ilustra esa constante nece(si)dad de Carrère por enunciarse como narrador y personaje y eso es algo que no deja al lector establecer una línea clara entre la realidad y la ficción y esa, al mismo tiempo, es su mayor virtud como narrador. Carrère alcanza sus más altos niveles como contador de historias en Una novela rusa mientras más introspectivo se vuelve, mientras más diserta sobre su complicada vida sentimental ―llena de infidelidades, de inseguridades― y mientras más se sincera sobre la frágil relación con su madre, la historiadora Hélène Carrère d’Encausse —y el complejo vínculo con su padre, el abuelo del escritor, quien era ruso―. Lo verdaderamente relevante de esta obra no es la búsqueda en el pasado del campesino húngaro András Toma —encerrado en un hospital psiquiátrico durante 53 años en una ciudad perdida de Rusia― que promete Carrère inicialmente. Conforme avanza la narración, el lector comprende que ese sólo fue el pretexto para emplazarse en Rusia y, a partir de eso, comenzar la reconstrucción de sí mismo, del pasado incierto de su abuelo y las repercusiones que estos constantes viajes a Rusia le traen a Carrère en su tormentosa relación con Sophie, su pareja. Una novela rusa, pues, sorprende por su multidireccionalidad. La narración pasa brevemente por la incierta estadía de Toma en un hospital psiquiátrico ruso para luego dar un salto a la tortuosa vida conyugal de Carrère. Luego se extiende por los recovecos de su pasado familiar y consigue explorar la relación otrora cercana con su madre, que ahora es tan distante y superficial. Para rematar, cierra con una breve investigación sobre un crimen horroroso e incomprensible, rememorando su trabajo previo, El adversario. Al final, el desasosiego invade al lector, pues no puede evitar preguntarse si Carrère, gracias a su lenguaje transparente, se ha sincerado brutalmente con él o si más bien decidió usar su persona para articular una ficción descarnada.

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De vidas ajenas, por otro lado, se constituye como una mirada más cálida y menos autocrítica hacia sí que Una novela rusa. Aquella era más dura, no le daba concesión alguna a la figura de hombre despreciable que el escritor se encargó de configurarse. De vidas ajenas deja a un lado al Carrère personaje en pos del Carrère testigo. Esta obra es una celebración de la vida. El escritor entiende que, para hablar de ella, primero se tiene que acercar a la muerte. Por ello ensambla dos historias: primero hace una breve y poderosa crónica del tsunami que azotó Sri Lanka en 2004 y el laberinto de devastación y muerte que reflejan el alma de dos padres víctimas del desastre que han perdido a su hija, Juliette. Luego, reconstruye, con una entrega y delicadeza inusitadas, la muerte de una madre joven que busca dejar huella en la memoria de su esposo y sus tres hijas antes de morir a causa del cáncer, quien, acaso debido más a una jugada maestra de Carrère que a una coincidencia, también se llama Juliette. Así, la tragedia es para el autor un gran punto de partida para indagar en la dignidad perdida del ser humano. Decide no caer en los niveles lacrimógenos que ofrecen este tipo de historias. En su lugar, opta por afrontar este par de historias a través de la fortaleza de espíritu que, en medio de la desgracia, siempre prevalece. El mayor logro de De vidas ajenas consiste en mostrar la dimensión extraordinaria de sus personajes justo a través de su sencillez, como una representación natural de la gente ordinaria.

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Este conjunto de novelas confirma que este escritor sabe manipular su persona y su vida de forma deslumbrante en pos de sus alcances narrativos. La simpleza de su lenguaje enriquece la complejidad de los eventos que narra. Estas obras temerarias no se avergüenzan de exponer los defectos y tropiezos propios del ser humano. Lo mejor de la personalidad como narrador de Emmanuel Carrère es esa exposición violenta y sobrecogedora de sí mismo y de los demás. Se trata de un creador que no le teme a la ficcionalización ni desmitificación del artista. Su consolidación narrativa, acaso, consista en hacer de la vida real una novela.

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FOTO: El adversario, Una novela rusa, De vidas ajenas. Emmanuel Carrère, Barcelona, Anagrama, 2017, 576 pp.

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