Javier Valdez: La muerte de Virgilio
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El asesinato de Javier Valdez, guía imprescindible para entender la violencia en México, llama a reflexionar sobre el papel del periodismo en la construcción de una verdad histórica colectiva
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POR GERARDO ANTONIO MARTÍNEZ
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Cuentan que en una ocasión José Revueltas, eterno preso político de Lecumberri, paseaba por el Parque Hundido cuando se encontró de frente con un grupo de perros callejeros. El novelista y la manada se miraron de frente, pendientes de las reacciones mutuas. Los perros comenzaron a gruñir, alguno de ellos ladró amenazante. La respuesta del novelista fue lanzar un ladrido sonoro para dejar pasmados a aquellos canes que sólo observaron cómo el escritor se alejaba con la serenidad del que ya lo ha visto todo: quien ha conocido y descrito las profundidades de la maldad, la perversión y el cinismo. ¡Vaya, el cinismo! Por esas fechas –rondaban los años de la persecución del movimiento estudiantil de 1968–, Revueltas ya había publicado Los muros de agua, El luto humano, Los días terrenales y Los errores, historias que coincidían en esa visión escéptica que sólo se puede gestar con la lucidez de un ex creyente de los santorales religiosos y laicos.
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Hay en esta última novela, un fragmento que a la luz de nuestra realidad –marcada por la violencia de Estado y del crimen organizado– recobra vigencia por la claridad con la que distingue entre la verdad histórica y la verdad del poder. “Dentro de determinadas circunstancias –escribe Revueltas–, el poder y la verdad se separan, se alejan uno del otro, hasta que llega el momento en que se contraponen y se excluyen violentamente en el terreno de la lucha”.
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Ve la entrevista de El Universal TV con Javier Valdez Cárdenas
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Y continúa: “Entre tanto, la verdad histórica, al margen del poder se halla desvalida, sin amparo y no dispone de ningún otro recurso que no sea el poder de la verdad, en oposición a todo lo que representa como fuerza compulsiva, instrumentos represivos, medios de propaganda y demás, la verdad del poder. Entonces, hay que poner al descubierto, demostrar del modo que sea, el hecho de que el poder ha entrado en un proceso de descomposición que terminará por envenenar y corromper a la sociedad entera”.
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Cinco décadas después de escribir estas líneas, Revueltas desmitifica el discurso con el que los procuradores de justicia en México, desde Murillo Karam, han intentado apropiarse de la verdad histórica. Ésta, como entendemos en las líneas de Revueltas, no surge sólo de las investigaciones judiciales, muchas veces contradictorias y cuestionables. Mientras el Estado ha monopolizado el concepto de verdad histórica –cuya construcción corresponde a un trabajo colectivo, cooperativo y muchas veces tortuoso–, la delincuencia organizada comparte con el Estado el monopolio de la violencia e impone su verdad por las únicas vías que conoce.
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Frente a la verdad del poder, la verdad histórica se nutre también del flujo testimonial y documental, contrastante y reflexivo, de los protagonistas de la violencia (víctimas y victimarios), guiada por el rigor de historiadores, cineastas, documentalistas, escritores y periodistas (historiadores de “lo inmediato”, Renato Leduc dixit). El lustre de la oficialidad siempre se ve empañado por esta verdad histórica colectiva que se distingue, a golpe de preguntas y respuestas nunca suficientes, frente a la verdad del poder.
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La necesidad de escuchar a los muertos
La palabra es la única que trasciende nuestra existencia y pervive a nuestro tránsito. Uno de sus soportes más importantes está en los archivos gubernamentales. Pero, ¿cómo se construye una verdad histórica colectiva a partir de ellos? ¿Cómo nos hablan de nuestra realidad y nuestros quebrantos?
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La respuesta, una vez más, está en los canes, pareciera decirnos otro creador de historias sórdidas y reveladoras. En 1978, Gueorgui Vladimov, escritor ucraniano exiliado publicó la novela El fiel Ruslán. En ella, un perro celador de nombre Ruslán, asignado a un campo de trabajos forzados, se enfrenta al desempleo por la clausura de este sistema penitenciario en la década de 1950. Durante una de sus jornadas de vagancia, Ruslán escucha la conversación de dos ex guardias sobre el destino de los archivos penitenciarios. Ante la insistencia de uno de ellos de que los archivos debían destinarse a los hornos, el otro responde a manera de parábola:
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“¿Has visto alguna vez a los niños jugando a juntar escarabajos, mariposas y cosas por el estilo? Los atrapan, los clavan con un alfiler y los registran en un papel. Ese es un ejemplo de ‘conservar a perpetuidad’”. Y continúa: “Ahora habéis echado a volar, habéis extendido bien las alas para ir a donde cada uno quería, pero permanecéis allí, en esos expedientes. En cualquier momento se pueden mirar y hacerse una idea completa de quiénes sois. Decir qué tiene cada uno en su conciencia, en qué lugar buscará refugio si las cosas se tuercen. Todo está ya escrito”.
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En los archivos gubernamentales permanecen las múltiples verdades sobre los 43 normalistas desaparecidos de Ayotzinapa los múltiples abusos de las fuerzas del Estado, pero también las historias de los soldados y policías víctimas de la delincuencia organizada, sin olvidar la deuda estatal de Coahuila y el papel decisivo de la tienda Soriana y banco Monex en las elecciones presidenciales de 2012, además de las investigaciones por los asesinatos de nuestros compañeros periodistas. Todo está ahí, esperando a que venzan las reservas de ley y podamos conocer esas verdades que se complementarán con el trabajo de investigadores y periodistas para construir esa verdad histórica por la que han asesinado a decenas de periodistas. El más reciente de ellos fue Javier Valdez Cárdenas, quien narró con astucia y compromiso la ferocidad y la vida cotidiana del narcotráfico en obras como Malayerba, Miss Narco, Narcoperiodismo y Los morros del narco, entre otros, y en su trabajo diario en el semanario Ríodoce, de Culiacán, del que era fundador, lo que lo convirtió en el guía por antonomasia sobre el narcotráfico en México.
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Verdad histórica y verdad del poder parecen envueltas en una interminable tensión. Lo único que nos queda claro es que quien controla la información pública controla parte sustancial de lo que se contará sobre nuestro presente. De ahí la urgencia de la administración calderonista por aprobar esa Ley Federal de Archivos que incluyó el concepto de “histórico confidencial”. Con esta ley se ha negado a los historiadores y periodistas información sobre crímenes de Estado ocurridos en el pasado y podría ser sustituida en un futuro por una nueva de Ley General de Archivos, tanto o más lesiva para el legado de una verdad histórica colectiva, pues sólo nos conducirá a la indigencia de la memoria o a cerrar los ojos para evadirnos de la dolorosa vigilia a partir de la censura preventiva del Estado, como la definió J. M. Coetzee en su libro Contra la censura.
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Si a nuestros compañeros los asesinó la violencia del crimen organizado o del Estado, aun no lo sabemos con certeza, podríamos presenciar la muerte por acción y omisión de nuestro derecho a conocer y crear una verdad histórica colectiva de este tiempo de canallas y de de abrazos solidarios. El mejor nutriente para la verdad del poder es silenciar a las víctimas aun después de muertas. Porque los muertos siguen siendo incómodos y patean desde sus tumbas.
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FOTO: Desde el semanario Ríodoce, del que fue cofundador hace 14 años, Javier Valdez reporteó la dinámica social del narcotráfico, trabajo que se reflejó en obras como Malayerba, Narcoperiodismo y Los morros del narco, entre otras.