La mujer de los perros
POR GERARDO DE LA TORRE
Una tarde invernal la mujer de los perros se sentó a descansar en la banca metálica empotrada en el cemento frente a la lavandería de la señora Rosalinda y dejó caer al piso la mochila y la bolsa de lona que portaba. Acompañaban a la mujer cuatro perros de diferente tamaño y pinta. Dos iban sujetos con correas y las correas estaban trenzadas de manera que la mujer pudiera controlarlas como si fueran una. Los canes amarrados eran un perro grande de pelaje negro semejante a un labrador y un animal de cabeza grande y patas cortas que recordaba un pastor alemán. Marchaban sueltos un caniche que en mejores tiempos fue blanco y una perra blancuzca con grandes manchas de color café, cruza de beagle y una raza indefinida. La perra estaba embarazada y las hinchadas tetas casi tocaban el piso.
No era la primera vez que la mujer de los perros se adueñaba unos minutos de la banca. Rosalinda, gorda y pulcra, se acercó y con un índice tímido acarició la cabeza del caniche.
—Qué lindo, lástima que estés tan mugroso. Me dan ganas de echarte a la lavadora.
Igual que el caniche, los demás animales presentaban un aspecto sucio, ceniciento, como si los hubieran bañado en polvo. La mujer, bajita, morena, de unos cuarenta años, también de facha polvorienta, mostraba un rostro átono que no reflejaba dolores ni alegrías. Vestía un pantalón de mezclilla oscura y una deslavada sudadera verde con la capucha echada en la cabeza.
—Ese no muerde —dijo la mujer—. Ten cuidado con la perra, es muy arisca.
Rosalinda retiró deprisa el índice y dio un paso atrás. La mujer de los perros soltó una carcajada tosca y los mofletes de la lavandera se encendieron. Se veía turbada.
—¿De dónde sacas todos estos perros? —preguntó Rosalinda, con intención de dejar atrás el mal momento.
—Me los encuentro, me los llevan. Tengo siete. Dejé a los otros encerrados, no puedo con todos.
El pequeño caniche se aproximó a un niño que pedaleaba un triciclo. El niño saltó del triciclo y fue a refugiarse entre las faldas de su madre, que aguardaba en la lavandería.
—¡Quico! —gritó la mujer de los perros—. ¡Ven acá!
Obediente, gacha la cabeza, el animalito corrió a echarse entre las botas sucias y estropeadas de su ama. La mujer se inclinó para acariciarle la cabeza.
—Se llama Quico —dijo dirigiéndose a Rosalinda—, a esa otra le decimos La Manchada —señaló a la perra de las ubres turgentes—. Yo me llamo Epifania, pero de cariño me dicen Pifas.
Desde la lavandería llamaron a Rosalinda, quien desapareció un par de minutos. De regreso se sentó al lado de Epifania.
—¿A cuál quieres más? —le preguntó.
Epifania demoró la húmeda mirada en cada uno de los perros.
—A todos los quiero igual —dijo.
—¿Y cómo haces para darles de comer? Te han de salir más caros que si tuvieras hijos. ¿En qué trabajas?
—Son mis hijos. La gente me ayuda, hay gente muy buena que me da comida. Mis hijos y yo comemos lo mismo.
Rosalinda se dio cuenta de que Epifania había evadido la última pregunta. Vivía quizá de la caridad pública, la mantenía un marido amante de los perros o robaba. Se prometió hacer de nuevo la pregunta y exigir una respuesta.
—Los perros son más cariñosos que la gente —dijo Epifania. Y en seguida se internó en el relato atropellado y jubiloso de su relación con los cánidos. Contó que desde muy niña había descubierto su afinidad con los perros y aun de los más bravos no había recibido siquiera un rasguño. Contó que en un baldío no lejos de allí compartía con los perros un cuarto único de láminas de cartón, sin luz ni agua. Y no pudo contar más.
Ni Epifania ni Rosalinda supieron qué llamó la atención del caniche, una rata tal vez, una paloma. De súbito había echado a correr hacia el asfalto, saltó de la acera y sin aminorar el paso se dirigió a las altas palmeras del camellón. El auto que a gran velocidad desembocó de la glorieta cercana no intentó detenerse. Golpeó a Quico y el animal salió dando volteretas y cayó en la acera. Hubo un breve temblor en las patas estiradas del caniche, un último movimiento de la cabeza, después sólo le fluía del hocico un hilo de sangre.
Epifania se arrodilló al lado del caniche y gritó varias veces su nombre llamándolo a la vida, mientras el perro negro aullaba y los otros dos permanecían indiferentes. Luego levantó el cuerpo inerte y lo depositó en la bolsa de lona. Luego echó a andar con la mochila a la espalda, en una mano la bolsa mortuoria y en la otra las correas de los perros. La Manchada la siguió con mansedumbre.
Durante dos semanas Rosalinda no supo de Epifania. Después, una clienta le informó que la mujer había degollado a sus perros y fue detenida. Pensó Rosalinda que era una invención porque días más tarde vio pasar a Epifania frente a la lavandería llevando en los brazos un niño de meses. Polvorientos los dos.
*Fotografía: Joyce con sus compañeros de la universidad./ ESPECIAL