La Navidad feliz de Franciska

Dic 23 • destacamos, Ficciones, principales • 4739 Views • No hay comentarios en La Navidad feliz de Franciska

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Dos versiones sobre el robo a una casa son cocinadas en este relato en el que una cena navideña puede tener dos desenlaces que el lector podrá escoger a la carta, según su ánimo de fin de año

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POR LUIS CARLOS FUENTES

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Y sí, entró a la cocina en avanzado estado de sobriedad, pero eso habría de corregirse pronto. El pavo ahumado yacía sobre un charquito de hielo derretido, aún en su empaque plástico, descongelado y listo para ser intervenido. Franciska imaginó la cara de placer del gran pequeño César cuando le sirviera una de aquellas piernas que se le figuraría al niño como de proporciones prehistóricas. César era grande porque sus doce años lo convertían en el mayor de sus hijos, pero pequeño porque nunca dejaría de ser su bebé.

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Sacó una cerveza del refrigerador. En todo hogar que se respete siempre hay una cerveza en el refrigerador, así sea abandonada y escondida debajo de las verduras. La destapó haciendo palanca con la jaladera de un cajón.

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Dio el primer gran trago.
El más sabroso.
El del valor.
El que define el ánimo de la noche, tímido o temerario.

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Secó la encimera con un trapo, justo a tiempo para impedir que el agua escurriera hasta el piso.

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Después entró a la enorme (sin exagerar: de área de sala de interés social) y bien surtida despensa a buscar todo lo necesario para la cena. Aceitunas, alcaparras, alcachofas en conserva (las tres Ases de la cocina). Pasas, piñones, pistaches, almendras, nueces de nogal, de la india y macadamia. Manzanas deshidratadas. Aceite de oliva extra virgen. Bacalao de Noruega, un kilo. Embutidos de Cataluña, dos piezas. Vino del Rin, tres botellas. Mostaza de Dijon. Sal de Alaska. Pasta fina, lingüini y capellini. Pimienta, achiote, azafrán, estragón. Chiles güeros en vinagre, una ristra de chiles secos y una ristra de ajos. Pepinillos en salmuera. Piñas y duraznos en almíbar. Harina, azúcar morena, azúcar refinada, azúcar glas. Huevos. Extracto de vainilla. Leche condensada, leche evaporada. La leche en polvo la dejó. Un tarro de café. Todo lo acomodaba con cuidado y satisfacción en la mesa de la cocina. Finalmente, para rematar, sacó de la alacena una caja con seis botellas de champaña. El six de la gente que rifa, se dijo sin modestia, ni falsa ni de la otra.

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Había decidido que esa Navidad sería especial. Prepararía el más grande y delicioso banquete que su familia hubiera probado jamás. Basta de limitaciones. Sus hijos lo merecían. Y ella, creía, también. Había planeado pasar todo el día 24 cocinando, así que esta noche tendría que irse temprano a la cama para levantarse muy fresca con las primeras horas de la mañana y aprovechar al máximo la jornada. Sabía por experiencia (horas frente a los quemadores) que la cocina puede ser una labor por demás agotadora.

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Destapó la segunda cerveza.

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Sacó del refrigerador todo cuanto pudiera ocupar. Parecía que, más que seleccionar lo necesario, se proponía vaciar el aparato. Jitomates bola, jitomates cherry, aguacates, tomatillos verdes, cebollas blancas, pimientos rojos, limones amarillos. Romeritos, huauzontles, verdolagas, espinacas. Albahaca fresca, epazote, cilantro y perejil. Papas. Zanahorias. Calabacitas. Unos quesos. Jamón y tocino y uvas y peras y ciruelas. Mermelada de higo.

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Más que repasar en su cabeza la lista de ingredientes para asegurarse de no olvidar nada, iba armando el menú en función de los alimentos con que se topaba en el camino. Era fácil improvisar en la abundancia.

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Listos los consumibles se ocupó de las herramientas. Descolgó ollas y sartenes, bajó refractarios, sacó palas y cuchillos y batidores. Todo cuanto pudiera requerir, incluidos un delantal y un par de guantes protectores para evitar quemaduras en las manos (como si nunca antes se hubiera quemado).

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Ahora sí, estaba todo listo. Sería la mejor Navidad de sus vidas. Quizá, por primera vez, una auténtica feliz Navidad. Se sintió afortunada. Miró la hora en el reloj que colgaba junto a la puerta que daba al comedor. Le quedaban sólo diez minutos para la hora en que había quedado de hacer la llamada.

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Mientras bebía la tercera cerveza, y tan rápido como pudo, llenó los costales que traía doblados en una bolsa de basura. Diez minutos después tenía cuatro sacos repletos, amarrados y listos, y una bolsa de plástico con las cosas más frágiles —huevos, algunas frutas, algunas verduras— que requerían un cuidado especial.

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Desde el celular desechable le marcó al Chirino.

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—Descuélgate.

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Dos minutos después un hombre fornido y chaparrito tocaba a la puerta (antes violada con ganzúas) de la casa. Franciska ya había acercado los costales a la salida, así que no tardaron más de otro minutos en meterlos a la cajuela del auto, un Tsuru que las buenas artes mecánicas de Chirino -y las autopartes que llegado el caso se ingeniaba para conseguir- mantenían en relativamente buen estado.

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Antes de abordar el chirimóvil, Franciska volvió corriendo y descolgó de la puerta un adorno que mostraba el rubicundo rostro de Santa Claus y la leyenda “Merry Christmas” en brillantina dorada. Con el adorno en una mano y la bolsa de los huevos en la otra, Franciska, madre de cinco niños, soltera cinco veces, ayudante de cocina en una cocina económica, subió al auto por el lado del copiloto.

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—Ya se armó, Chirino, ya se armó.

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A partir de este punto nuestra historia tiene dos versiones. No es raro: el paso del tiempo y el boca a boca hacen siempre a los eventos sufrir ligeras, ligerísimas distorsiones en su relato.

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Unos dicen que Franciska y su familia tuvieron la mejor Navidad de sus vidas. El gran pequeño César esa noche, frente a su apetitosa pierna de pavo, decidió estudiar y prepararse y trabajar muy duro para que esa cena no faltara nunca, cada año, en la mesa familiar. Y lo logró, claro que sí. Hoy es un exitoso joven empresario egresado del Poli que dedica parte de su tiempo y sus ganancias a mejorar el futuro de los más vulnerables de su comunidad. Además paga la escuela y la universidad de todos sus hermanos y hermanas, quienes al egresar, si lo desean, tienen un puesto asegurado en su negocio. Franciska es una mujer plena, siente que cumplió con su misión en la vida. Ya puede morir tranquila, aunque todavía le quedan muchos años por delante.

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La familia víctima del robo volvió a casa, se dio cuenta de que habían asaltado su hogar y al principio todos sus miembros se sintieron ofendidos, vulnerados, violados en su intimidad. Estaban por llamar a la policía cuando la madre, que por una de esas increíbles casualidades de la vida también se llama Franciska (aunque ella nunca supo de la extraña coincidencia), notó que únicamente se habían llevado comida, y una revolución se produjo en su interior. Por primera vez en su existir se puso en la piel y circunstancia de otra persona. Ese repentino sentimiento de empatía la hizo sentirse afortunada de haber podido compartir sus alimentos con quien —según mostraba la evidencia— los necesitaba más que ella. Habló con su familia y los contagió de su sentimiento. Los cuatro coincidieron en lo afortunados que eran, pues podían simplemente ir al supermercado a surtirse nuevamente de todo lo que necesitaran, y llegaron (vergüenza) a la conclusión de que las cosas materiales no eran lo más importante en sus vidas, aunque hubieran crecido pensando que sí. Durante la humilde pero sabrosa cena navideña —por unanimidad decidieron comprar simples pollos rostizados, cerveza equis y un pastel de fruta, no más— replantearon sus prioridades y experimentaron un repentino despertar social. Acordaron hacer algo para que hubiera menos desigualdad en el país. Adherirse a una causa. Apoyar a una fundación. Y esa fue, sin duda, la mejor Navidad de sus vidas.

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Otros dicen que Franciska dos y su familia regresaron a casa, descubrieron el robo, discutieron acaloradamente sobre quién tenía la culpa por no haber armado el sistema de alarma al salir (pelea que se unió a una serie de desencuentros que terminarían por empujar a Franciska y su marido al divorcio (para bien de todos, especialmente de los abogados)), y llenos de indignación llamaron a la policía para denunciar los hechos. Incluso declararon haber sido despojados de objetos que nunca habían estado en su posesión: joyas familiares de alto valor comercial y sentimental, una colección de relojes y una consola de videojuegos, nuevecita, de última generación. Las autoridades actuaron inusualmente rápido, revisaron los videos de las cámaras de seguridad y lanzaron una alerta para localizar el vehículo con el que se había cometido el delito. La máxima eficiencia al servicio del ciudadano común. Otro milagro de la Navidad.

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Detuvieron a la primera Franciska cuando ella y sus cinco hijos se disponían a cenar (ella había seguido en su lucha sin cuartel contra la sobriedad (de las seis botellas de champaña nada más quedaba una una una (de la última le pensaba dar una copita chiquita (su primera) al gran pequeño César))). Nunca pensó que la policía fuera tan eficiente, y menos que trabajaran tan noche en la noche de Nochebuena. Entraron a su domicilio pateando la puerta de por sí desvencijada y encañonando a todos (ella e hijos) con armas largas, como si de la detención de un gran capo y sus bad hombres se tratara. Uno de los agentes le arrebató el bebé que sostenía en brazos para que otros pudieran esposarla y lo entregó al pequeño gran César, quien tomó a su hermanito y con un prematuro instinto protector comenzó a tranquilizarlo. Uno de los policías encapuchados informó, a modo de intimidación, que el Chirino ya había sido puesto a disposición del Ministerio Público, y hasta había cantado (la justicia es un karaoke de una sola rola, oh yeah baby!). Franciska ni siquiera pudo despedirse de sus hijos, a los que nunca volvió a abrazar: murió poco tiempo después de una sobredosis en prisión, o al menos eso dijeron al abogado de oficio ye. El pequeño gran César trató de hacerse cargo y sacar adelante a sus hermanitos, pero la miseria tenía otros planes y los chicos fueron uno a uno alimentando la nota roja de la ciudad.

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Ambas versiones son ciertas.

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Escéptico lector, incrédula lectora: usted es libre de escoger la que mejor le acomode, la que más congruencia tenga con su navideña realidad.

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Yo, por mi parte, prefiero reservarme mi opinión.

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ILUSTRACIÓN: Dante de la Vega

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