La novela del cangrejo

May 30 • destacamos, Ficciones, principales • 3633 Views • No hay comentarios en La novela del cangrejo

 

La pasión por la aventura, el mar, los cangrejos y la vida familiar llevan al director de escena mexicano a escribir su primera novela, de la cual publicamos este adelanto que juega con la ficción y el ensayo literario

 

POR VÍCTOR WEINSTOCK

 

EN EL MUSEU MUNICIPAL de Etnografia e História da União das Freguesias de Apúlia e Fão se exhibe una crónica antigua, hecha por un niño de entre seis y nueve años, considerada la primera observación de biosismología.Lo más probable es que la especie de cangrejo a la que se refiere el pequeño cronista sea precisamente el Polybius henslowii. Cuando menos tiene todo el tinte y exlibris del cámbaro volador. Eran más o menos las cinco de la tarde del 31 de octubre de 1755 cuando a Bruno Homem, un crío que jugaba en una zona rocosa cercana a la Praia de Apúlia, lo embistió una penosa peregrinación de miles de pequeños cangrejos verdes con paletas por patas. Nunca en su vida había visto a estos animales vivos en la arena de la playa. Mucho menos entre las piedras. Los pescadores los sacaban para secarlos al sol y venderlos como fertilizante a los campesinos de la región. Los conocía muertos. Hechos polvo.
 
Atrapó un ejemplar sin mucho esfuerzo, lo guardó en sus pantaloncillos y corrió a casa para mostrarlo a sus abuelos. Y se llevó una tunda proverbial por haberse escapado toda la tarde de la granja para irse con los cangrejeros sin permiso. Por más que berreaba y juraba que había estado jugando solo en las rocas cercanas, muy lejos del muelle y los cangrejales, no hubo manera de que sus abuelos le creyeran. Los caranguejos pilados no entran nunca a la costa. Le advirtieron que el mar andaba muy encrespado y turbio como para que un crío inexperto se trepara al bote de sepa Dios qué pescador borracho. Ellos no querían a los pescadores en general. Mucho menos a los borrachos. Es decir, a ninguno. Algún lío familiar muy añejo del que ya nadie se acordaba. Y le dijeron que tenía que deshacerse del endemoniado bicho. Y cuando les contó que había visto no uno, sino miles de estos cangrejillos vivos entre las rocas, muy lejos de los malvivientes que pescan sueños sobre las olas del alcohol; y que a este lo recogió al menos a sesentainueve pasos de la orilla, en vez de perdonarlo y correr al sitio para presenciar tan extraordinario fenómeno natural, lo mandaron a dormir sin cenar. El crío jamás había mentido a nadie. Los piadosos abuelos se preocuparon muchísimo, se hincaron frente a la cruz de la cocina, se persignaron, oraron en silencio y arrojaron al cangrejo infernal al hogar, para quemarlo vivo entre las llamas de donde nunca debió haber salido. Al demonio los cangrejos, brujas, pescadores y blasfemos. A repetir sus pecados por toda la eternidad.
 
A la mañana siguiente, exactamente a las nueve con once minutos en el día de Todos los Santos, uno de los terremotos más devastadores en la historia de la Europa moderna sorprendió a los fervorosos habitantes de Portugal. En la zona de Apúlia y sus alrededores se derrumbó un molino y se desarraigaron varios árboles ancestrales y robustos. Uno de ellos se vino abajo sobre el techo de la casa de Homem, dejando al desventurado crío huérfano por segunda vez en la vida. Olas de hasta diez metros alcanzaron la villa minutos después. Engulleron embarcaciones y moradas enteras. Y también arrastraron a los miles de caranguejos pilados apilados entre las rocas, que así volvieron sanos y salvos a patalear al hogar salobre hogar en vez de ser engullidos por las descomunales grietas que se abrieron en el lecho marino. Nada tontos los bichos del infierno, de acuerdo a la crónica.
 
Un primer embate alertó a los habitantes de Lisboa —una de las ciudades más grandes, ricas y hermosas del Siglo de las Luces. Después de una breve pausa, sintieron un segundo embate que derrumbó casas humildes y mansiones lujosas por igual. Edificios que parecían indestructibles cayeron como en un juego de naipes con un rugido ensordecedor. Tras el tercer embate se asentó una nube de polvo sobre el corazón del reino. Las arterias de la ciudad se partieron por la mitad causando pánico entre la población. La tierra lusa se cortó las venas y la sangre corrió a mares. La incomprensible cólera divina echó abajo las principales iglesias donde tantos devotos feligreses llenaron a Dios de alabanzas durante siglos. Quienes lograron huir despavoridos a lugares más seguros y abiertos en los muelles y las riberas, lejos de ruinas y desprendimientos mortales, vieron cómo el mar retrocedía dejando al descubierto barcos naufragados y mercancía extraviada.
 
Aproximadamente cuarenta minutos más tarde, una legión de olas ciclópeas devoró la ciudad en un abrir y cerrar del ojo maldito. El Palacio Real, situado en las riberas del río Tajo, se inundó causando la pérdida de los más de cincuenta mil volúmenes que albergaba su biblioteca, y la destrucción de invaluables joyas y pinturas de grandes maestros como Tiziano y Rubens. Se extraviaron también los archivos con los expedientes históricos de las exploraciones de Vasco da Gama. Una verdadera tragedia humana, cultural, ideológica. La visión de los vencidos caía como cataratas funestas sobre los ojos de la altiva Europa.
 
El fuego acabó después con lo que el agua y la tierra habían perdonado. Las aterradoras crónicas de la época dan cuenta de los incendios que asolaron al Palacio y otras ruinas de Lisboa durante varios días. Las calles estrechas y llenas de escombros dificultaron las labores de los matafuegos. Las personas que lograron volver a sus casas tras el temblor y las inundaciones para rescatar sus pertenencias —ropa, dinero y joyas sobre todo— fueron obligadas a cederlas para siempre a las llamas que se extendieron incluso por las plazas públicas donde al final buscaban refugio. El Hospital Real de Todos los Santos fue consumido por el fuego y cientos de pacientes murieron carbonizados. El planeta pataleó y acabó por hacer tambalear la fe de los portugueses. Que en pleno día de Todos los Santos el Señor Todopoderoso no excusara de su ira siquiera a los enfermos del hospital más importante del Reino de Portugal era el colmo. ¿Qué pecados innombrables purgaban los desdichados lusos con tan severo escarmiento?
 
Vientos inclementes se arremolinaron sin ton ni son, sin rumbo, sin razón, en torno a la figura del pequeño Homem, desamparado frente a la destrucción de todo su mundo. Los molinos de Apúlia que permanecieron en pie hubieran dado muerte al Quijote con sus embestidas. Lástima que la Ilustración no llegó a este chico simple y valiente, temeroso de Dios, respetuoso de sus ancestros, que jamás se perdonaría haber traído a la granja un pilado vivo. Tiritando de miedo y frío buscó entre los escombros los cuerpos machacados de sus abuelos. Él mismo los enterró en el enorme hueco que dejó el árbol que los mató.
 
Las ondas sísmicas recorrieron Europa causando destrozos desde la península ibérica hasta Escandinavia. Los maremotos arrasaron las costas del norte de África y sus efectos se sintieron incluso en las islas del Caribe, al otro lado del Atlántico. Pero el terremoto de Lisboa no solo movió la tierra sino que alteró de forma irreversible el espíritu de los ilustrados europeos. Filósofos y poetas hicieron referencia al cataclismo en sus escritos. Más de dos dieron un giro radical a su visión del mundo. El joven Kant reflexionó sesudamente acerca del terremoto, y así se convirtió en uno de los primeros sismólogos del planeta —aunque sus observaciones fueran erróneas. El mismo Voltaire se sintió obligado no solo a abandonar la teodicea de Leibniz —de la que fue adalid en su juventud—, sino incluso a burlarse de ella. No había manera de creer que con todas sus imperfecciones este era el mejor y más equilibrado de los mundos posibles, bajo el orden de un Dios perfecto y bondadoso, después de semejante tragedia. Voltaire además entabló un célebre debate epistolar con Rousseau, quien lo acusó de privar a la humanidad del concepto de la divina providencia y por lo tanto de toda esperanza. Cuatro años después de la catástrofe, Voltaire publicó una respuesta a Rousseau en forma de novela, bajo el seudónimo del señor maestro Ralph. Se trató de Cándido o el optimismo, en la que satiriza a Leibnitz representado por el Dr. Pangloss, quien educa a Cándido en las artes de creer que todo lo que pasa es por una buena razón. De ahí el término panglosiano para llamar a un ingenuo insensatamente optimista; todo lo contrario de un newmaniano, que es un escéptico descabelladamente pesimista. Sin embargo, cuenta el Cangrejo que a Ana N le da por creer todo lo que le cuentan. Así dice el credo panglosiano de Bruno Newman, el Uca sapiens por excelencia. Ser y no ser. ¿Cuál es el dilema?
 
Los cálculos actuales estiman la magnitud del amargo terremoto de 1755 entre 8.5 y 9.5 en la escala de Richter, con una duración de tres a seis minutos; y colocan el epicentro a 200 kilómetros al suroeste del cabo de San Vicente. Las réplicas se sintieron durante nueve meses. Se registraron hasta dieciséis olas gigantes en el Atlántico que avanzaron a una velocidad de 200 kilómetros por segundo. Como puede verse, hay varias condiciones similares a las del terremoto que devastó a la Ciudad de México doscientos treinta años más tarde. Sin embargo, es pertinente señalar que la respuesta del gobierno mexicano fue diametralmente opuesta a la del más ilustre de los portugueses, Carvalho e Mello, marqués de Pombal —verdadera cabeza detrás del trono—, quien organizó a la población al grito de “¡Enterrar a los muertos y dar de comer a los vivos!”, para que en menos de un año Lisboa ya estuviera de pie y en plena recuperación. Como recompensa, el rey José I instituyó en 1759 el título de conde de Oeiras, a beneficio del hombre que rescató a su reino de las ruinas; más o menos seis meses después de que se publicara en Francia aquella novela de Voltaire.
 
Entre otras medidas preventivas, además de mandar construir calles más anchas —demasiado anchas para la época según sus críticos—, el primer conde de Oeiras ordenó realizar una encuesta entre la población, dando así un paso importante hacia la sismología moderna. Una de las preguntas fue precisamente: “¿Se comportaron los animales de forma extraña?”. Que pregunten al chico Homem. ¿Qué tenían que hacer miles de cangrejos nadadores peregrinando por las costas a riesgo de ser devorados por las gaviotas o echados al fuego por los abuelos? Pero H calló, enmudeció, selló sus labios y se guardó la observación por evitarse el disgusto de ser decapitado por el rey o linchado por los vecinos de Apúlia. Hereje, le dirían. Poseído por una legión de diez mil demônios pilados. Duro castigo fue cargar en la conciencia con la culpa de haber sido el responsable de la muerte de sus abuelos. No podía también hacerse cargo del desmoronamiento de los planes expansivos y coloniales de Portugal. No sospecha siquiera que habría quien lo tacharía de incendiario. Rousseau y sus huestes le endilgarían, para colmo de males, el corto circuito intelectual del Siglo de las Luces.
 
Precisamente no había manera de que el pequeño Bruno estuviera al tanto de que unos días antes de que ocurriera el terremoto maldito, allende el lecho marino portugués se produjeron fuertes campos electromagnéticos que impulsaron a los Polybius henslowii a adentrarse en tierra firme antes de que se los tragasen las fallas por venir. Pero gracias a un seminarista anónimo —tal vez el mismo Homem, arrepentido en su vejez de guardar semejante secreto— llegó hasta nuestros días la anécdota, y se la considera el primer registro de la habilidad de los braquiuros para predecir movimientos telúricos. En el Japón actual, sismólogos y carcinólogos trabajan de la mano en el proyecto de seguridad nacional “Kani Amoku No Ugoki” (Movimiento Braquiuro) o KANU por sus siglas en japonés transcrito a español. Y en más de una ocasión se han registrado migraciones masivas de cangrejos marinos hacia las costas días antes de un maremoto. Amén de que se ha observado en el laboratorio a ciertas especies que habitan en el fondo del mar tener reacciones similares. Al introducir placas de cobre en un acuario a manera de electrodos, y producir campos eléctricos de hasta 10 V/m, los cangrejos pierden el piso y nadan a la superficie muy lejos de su zona de seguridad. Aunque no podemos comprobarlo, no es una especulación descabellada pensar que a ese chico H le tocó atestiguar un fenómeno similar en escala titánica. Que cientos de miles de cangrejos H decidan adentrarse a tierra para salvar el caparazón no es cualquier cosa.
 
Si Newman conociera la historia de Homem y los henslowii sabría leer las advertencias de sus cangrejos entrañables. El sujeto se encuentra en observación rigurosa en su hábitat natural. No es conveniente aún alterar su entorno para iniciar la fase experimental. Se correría el riesgo de cambiar su realidad a destiempo y manipular los resultados, que así no serían concluyentes.

 

 

FOTO: Vincent van Gogh. Dos cangrejos, (1889)

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