La obra abierta de Haruki Murakami
POR JAVIER MUNGUÍA
“Todo lo que escribo es, más o menos, un cuento extraño”
Haruki Murakami
Con la reciente aparición de la colección de relatos Hombres sin mujeres, son dieciocho los libros de Haruki Murakami con que contamos los lectores hispanoparlantes: once novelas, tres volúmenes de cuentos, dos cuentos sueltos, un reportaje y un texto memorialístico. Todavía quedan por traducir sus dos primeras novelas (Oye cantar al viento y Pinball, 1973), su primera compilación de historias breves (El elefante desaparece), algunos ensayos (Retrato en jazz, por ejemplo), pero el grueso de su obra está ya en nuestro idioma. Con las naturales limitaciones que impone leer en traducción, ya nos es posible hacer un juicio panorámico de este trabajo celebrado por muchos, impugnado por tantos.
He pasado unos días revisando mis reseñas, apuntes, recuerdos de lecturas de los libros de Murakami para este artículo, y confirmo mi conclusión de que, en lo que a su ficción se refiere, el rasgo en común más importante de sus historias es una poética de la apertura en el sentido en que lo explica Umberto Eco. En su libro sobre el tema publicado en 1962, Eco reconoce que toda obra de arte es en cierta manera abierta en cuanto a que tiene la posibilidad de ser interpretada de muchas formas distintas, ya que, en su interacción con la obra, el usuario tiene una cultura, unos gustos, unas propensiones, una sensibilidad condicionada, unos prejuicios que conforman una perspectiva individual. Sin embargo, Eco se refiere de manera más específica a la obra abierta como aquella que promueve en el intérprete actos de libertad consciente, pues no arroja un mensaje concluso y definido de forma unívoca, sino que posibilita varias organizaciones dejadas al arbitrio del lector, espectador o escucha. “Con esta poética de la sugerencia”, agrega Eco, “la obra se plantea intencionadamente abierta a la libre reacción del que va a gozar de ella”.
Mucho se ha hablado de la influencia de los autores estadounidenses en la literatura de Murakami. Este reconoce su impronta y ha sido traductor al japonés de varios de ellos: Carver, Fitzgerald, Irving. Sin restar importancia a este dato, creo que la influencia capital de Murakami es Kafka, a quien ha rendido homenaje en su novela Kafka en la orilla y en el cuento “Samsa enamorado”, incluido en la versión en español de Hombres sin mujeres. Y justo a la obra de Kafka se refiere Eco en el libro mencionado como “abierta por excelencia”: para el escritor italiano, proceso, castillo, condena, espera, enfermedad, metamorfosis y tortura no son situaciones que deban entenderse de forma literal; a diferencia de las alegorías medievales, estos símbolos no recurren a sobreentendidos unívocos, pues en ellos “se ha sustituido un mundo ordenado de acuerdo con leyes universalmente reconocidas por un mundo fundado en la ambigüedad, tanto en el sentido negativo de una falta de centros de orientación como en el sentido positivo de una continua revisión de los valores y las certezas”.
Algo muy similar podría decirse de Murakami y sus lluvias de peces, cascadas dentro de armarios, prostitutas de la mente, cuervos y gatos parlantes, lunas dobles, mundos mentales y otros fenómenos inquietantes que aparecen en sus libros. Al respecto, el narrador japonés ha declarado lo siguiente: “Lo que yo quiero son lectores que bailen con mis palabras. No quiero que entiendan mis metáforas ni el simbolismo de la obra; quiero que se sientan como en los buenos conciertos de jazz, cuando los pies no pueden parar de moverse bajo las butacas marcando el ritmo”.
Pero si no queremos fiarnos de declaraciones externas a sus libros, vayamos a las propias ficciones de Murakami en busca de su poética. Estas son las impresiones del protagonista de Kafka en la orilla sobre un libro de Natsume Soseki: “…al acabar de leerlo, te quedas con una sensación extraña. Con un ‘¿y qué diablos querrá decir esta novela?’. Pero ¿sabes?, ¿cómo te lo diría?, ese ‘no sé adónde quiere ir a parar’ se te queda grabado en la mente. Es extraño”. A uno de los personajes de 1Q84 la novela La crisálida del aire le inspira esta reflexión: “…cuando acabé de leerla a trompicones, hizo que me quedara en silencio. Podría decirse que tuve una extraña sensación de incomodidad, difícil de explicar”.
Como en las de Kafka, en las ficciones de Murakami la complejidad no radica en arduas técnicas o innovaciones formales, sino en los muchos símbolos equívocos que se exponen al lector. Planteado así, podría pensarse que los mundos del japonés son del todo excéntricos, sin ningún asidero en la ámbito tangible de la realidad. En verdad, las historias del autor de Sputnik mi amor suelen partir de un ámbito cotidiano, reconocible, que de forma gradual se va “contaminando” con elementos o sucesos desconcertantes, con interrogantes que no necesariamente serán respondidos, pero harán de llaves de entrada a territorios oníricos en los que palpitan sentimientos comunes: amor, frustración, desarraigo, pérdida, soledad, ilusión. En ese sentido, 1Q84, su novela más extensa y ambiciosa, funciona como una metáfora de su obra: arranca en 1984 y de manera gradual ese territorio que opera según las reglas de la vida diaria se fisura para dar paso al extraño y amenazante 1Q84, donde hay dos lunas, los animales hablan, se tiene sexo por telepatía: los códigos son otros. Aun así, ese territorio nuevo no se aparta por completo del mundo del cual es reflejo o recreación distorsionada.
En un principio, también yo fui uno de los lectores desconcertados e insatisfechos de Murakami. Mi prurito interpretativo se estrellaba contra los insólitos e imaginativos giros de sus historias, contra su poética de lo inacabado, su afán de ofrecer no una totalidad sino atisbos, no una epifanía contundente sino sospechas nebulosas, tal vez inefables. No dejé de leerlo, sin embargo: algún puente se había tendido. Hoy, que soy su asiduo lector, creo comprender mejor que acercarse a su obra con la fusta de la razón en mano es una empresa inoportuna e inútil. Uno diría incluso que el autor mismo no sería capaz, si se le preguntara, de descifrar a cabalidad los mundos por él creados (el mismo Kafka se preguntaba qué habría querido decir en tal o cual relato).
Pese a lo anterior, no ignoro los riesgos que implica asumir una propuesta literaria como la de Murakami: no solo la posibilidad de ahuyentar al lector que busca legítimamente efectos calculados, rigor de construcción, correspondencia entre los elementos, revelaciones precisas, sino el de moverse en la frontera entre el hallazgo genial y el capricho o la ocurrencia. Murakami no ha dejado de incurrir en ocasiones en los dos últimos.
En su mejor novela, la que le ganó mi fidelidad, Al sur de la frontera, al oeste del sol, las dosis de perplejidad, sugerencias y silencios elocuentes son las justas: una potente historia de amor y pasado que no pasa porque siempre es presente (dice Cercas que dice Faulkner). Otras cimas de su faceta novelística son El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas y los dos primeros libros de 1Q84 (el tercero es mero ripio), en los que se reinventó sin perder identidad, que no es cosa fácil. En cambio, juzgo fallida una novela tan celebrada como Kafka en la orilla. Murakami tiene todo el derecho de desplegar una simbología desconcertante en sus novelas, pero cuando ese sistema violenta y falsea la configuración de sus personajes (como ocurre como Kafka Tamura, Satoru Nakata y la señorita Saeki, inmersos en un esperpento freudiano sin gota de credibilidad) se vuelve insostenible. Una tensión constante entre el deseado equilibrio de sus mejores novelas y los excesos de las peores recorre al resto de ellas.
Tal vez la misma naturaleza extraña de la obra de Murakami invita a sus lectores a ser complacientes. Si esas historias pletóricas de soledad, vacíos existenciales, entrañables encuentros y lagunas interpretativas nos quedan a deber un hallazgo, un estremecimiento, ¿no será que está ahí y lo dejamos ir por negligencia? ¿Lo encontraremos en una segunda visita? Suelo enfrentarme a esas preguntas sobre todo ante los cuentos de Murakami. He leído algunos varias veces y aun así no he podido extraerles la flor de su secreto. Descartados los muy simplones, muchos de ellos se quedan revoloteando en el pensamiento, solicitando segundas o terceras oportunidades.
Así ocurre con Hombres sin mujeres, el cuentario más reciente. Es difícil no percibir los hechos fortuitos de “Drive my car”, por ejemplo. Si el autor pone en relación a un actor maduro y a una joven algo huraña, hombruna, que hará de su chofer, uno se crea expectativas. Ya lo dijo Chéjov: no pongas una pistola en un cuento si no va a ser disparada. El actor termina por contarle los hechos cruciales de su vida a la chofer, pero de eso no se desencadena ningún suceso determinante. El narrador pudo haber omitido al personaje de la joven y habernos contado como una oleada de recuerdos las tribulaciones amorosas del actor y el dolor por la ausencia de su esposa fallecida sin que el cuento perdiera un ápice. En “Yesterday” la simplicidad del cuento quiere ser recubierta de profundidad con un sueño metafórico relacionado con la luna. En “Sherezade” tal vez las historias inconclusas que la protagonista narra a su amante no sean ni por asomo tan seductoras como la de su modelo de Las mil y una noches. Pese a ello, algo de atractivo, entrañable, vigoroso tiene la lectura, algo de deuda a plazos. ¿Mera indulgencia nuestra? ¿Esperanza fundada? ¿Perversión lectora?
Unas palabras sobre los libros de no ficción disponibles en español de Murakami: ambos (De qué hablo cuando hablo de correr y Underground) están muy distantes de las ficciones del autor no en la prosa diáfana que comparten, sino en su concepción antinómica: estas, exploradoras de mundos inquietantes, en los que la razón se posa pero no domina; aquellos, analíticos e inteligibles del todo. De qué hablo cuando hablo de correr es tanto un diario como unas memorias en las que las actividades de escribir y correr aparecen muy ligadas entre sí. Tal vez no sea uno de los grandes libros de Murakami, pero ofrece sabrosas anécdotas y reflexiones sin presunción sobre cómo se prepara el autor antes de un maratón y la escritura de una ficción de aliento.
Underground es, en cambio, un libro mayor. El grueso del volumen elogiado por Kenzaburo Oé lo ocupan las entrevistas realizadas y editadas por Murakami a las víctimas sobrevivientes y familiares de sobrevivientes y fallecidas del ataque con gas sarín en el metro de Tokio en marzo de 1995, por un lado; por otro, a miembros de rango menor de la secta religiosa que perpetró la infamia. Además, están las lúcidas reflexiones de Murakami sobre el hecho, que evaden las conclusiones rápidas y, sin eximir de responsabilidad a los culpables, revisan las circunstancias sociales que hicieron posible el hecho atroz. El autor demuestra aquí que no sólo tiene una imaginación y una intuición privilegiadas: es también un fino y sensible analista de la realidad.
De cuanto llevo dicho debería desprenderse que no puedo jactarme de haber entendido a cabalidad las ficciones de Haruki Murakami. Como Felisberto Hernández, Murakami podría afirmar que en sus historias la intervención de la conciencia es misteriosa y que ellas no tienen estructuras lógicas. Pero aunque no se libre siempre de la mera ocurrencia, no es esa su estrategia. En medio de su extrañamiento, el lector empatiza con los personajes mientras recibe estímulos ricos en sugerencias de claves ocultas que probablemente no llegue a alcanzar, pero sí a intuir, y con eso basta. En todo caso, el lector quizá tendrá más dudas que certezas al terminar sus narraciones. Se habrá enfrentado para entonces con algunas escenas de intolerable arbitrariedad y con personajes no del todo redondeados, sino sugeridos, con huecos en sus caracterizaciones. No siempre habrá mensaje ni reflexiones de cortos o altos vuelos ni final que dé sentido a lo disperso. Sí habrá, en cambio, una suerte de inquietud, de comezón: la sospecha de que todo lo contado nos ha rozado de manera subterránea y quedará resonando en nosotros justo por su enigma; de que estamos ante un territorio que nunca lograremos apresar de todo y por ello desearemos revisitar, solo para volver a quedar confusos y con la sensación de que algo se nos escapa, con el pálpito de que nunca lo aprehenderemos y quién sabe si con el deseo secreto de no hacerlo. No sé explicar mejor el arte narrativo de Haruki Murakami.
*Haruki Murakami es poseedor una imaginación privilegiada y se ha mostrado como un sensible analista de la realidad / Foto: Especial
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