La obsesión de la condesa sangrienta, Erzsébet Báthory
La leyenda construida alrededor de Erzsébet Báthory permite expandir imaginarios del horror, que en esta ocasión se abisman en los entes que habitan los espejos
POR SOFÍA MARAVILLA
Erzsébet Báthory es, posiblemente, uno de los casos más célebres, aunque menos referenciados desde la parapsicología, del fenómeno conocido como doppelgänger: el patológico narcisismo de la condesa le llevó a construir un trono frente al espejo para mayor deleite de la mitad siniestra que habitaba también en su cuerpo, esa parte “extraída” de su ser manifiesta como su reflejo, íntima otredad proyectada como un objeto cualquiera dedicado a su solitario placer que le observaba desde su ostracismo en el espejo, silenciosa imitadora del habla de la condesa, a no ser que fuera Erzsébet quien plagiara desde la carne a la voz insinuada al otro lado del cristal.
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La sangre que fluyó por su cuerpo no era propiamente para ella, la melancólica Erzsébet escindida de su totalidad de diosa, sino para el intruso que logró resquebrajar los límites de su consciencia y la poseyó con lujuriosa desmedida, en tanto que ella, ninfa solitaria y vulnerable, concedió a su mente el descanso eterno, y a su amante espectral ofrendó su cuerpo como un cúmulo de posibilidades vinculatorias con la materia, de las cuales su amoroso doppelgänger se hubiera visto privado para la eternidad de no ser porque Erzsébet lo devolviera de su exilio en el espejo.
Báthory, en realidad, no era tan cruenta como la leyenda la representa para satisfacción de un público paulatinamente desespiritualizado: la condesa se rehusaba a entregarse a la concupiscencia de un varón, negaba su voluntad al desatino de saberse objeto de una bestia (Francisco Nádasdy, su marido histórico, no habría sido sino una conveniencia simbólica), no quería ser desgarrada de su virginidad sagrada y por lo tanto se refugió en su propia belleza, creando una fortaleza inmarcesible alrededor de sí misma y sólo susceptible de ser franqueada con el sacrificio de la propia carne a los labios voraces de la divinal fémina.
Pero en los ojos espectrales de quien la observaba tras el espejo se sabía infinita. Por eso lo dejó escapar, porque ya no eran sus pupilas las que contemplaban, sino era él, la criatura de sexualidad desencarnada, quien la eternizaba y le concedía el despliegue absoluto de su feminidad sin que hubiera un yugo varonil que le sometiera, porque ella era ambos sexos a la vez desde que se descubrió en el espejo y eso le bastó para santificarse y conducir toda su vida al Infierno del cual son presos aquellos que, enloquecidos por la ansiedad de ser otro para poseerse a sí mismos, no fueron ahogados en una ciénaga por el impulso de besarse en su propio reflejo, sino que, más dolorosamente, fueron condenados a los abismos de los cristales donde pocos valientes se detienen a mirar en búsqueda de un gentil amigo que les libere de su hiriente anhelo por volver a sentirse dentro de aquello que tanto hubieran aborrecido alguna vez: la finita pero siempre complaciente materialidad.
FOTO: Retrato de la condesa Erzsébet Báthory/ Especial
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