La paranoia de los años 90
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En los años 90 el sida arrasó con numerosos miembros de la comunidad cultural. En sábado, el crítico de música fue un cronista de su propia agonía, aleccionando a los lectores contra los prejuicios
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POR HUBERTO BATIS
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En el unomásuno cerrábamos la edición muy tarde, casi siempre a medianoche. Entonces, me iba a cenar con mi compañera, Patricia González Rodríguez. A veces nos acompañaba algún escritor o colaborador nuestro, casi siempre algún extranjero o mexicano radicado fuera de la capital.
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En una ocasión, a inicios de los años 90, fuimos a cenar con José Rafael Calva Pratt, uno de nuestros colaboradores del suplemento sábado. Entonces, a Patricia se le antojó algo del plato de nuestro invitado. Le dijo: “Déjame probar de tu plato”. Él lo apartó y le respondió: “No te dejo”. Patricia se impresionó mucho por su respuesta. Yo no hallaba cómo explicarle que él padecía sida. No sabía cómo podía reaccionar si le decía que la persona con quien compartíamos la mesa estaba infectada.
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Antes de que esa enfermedad se estudiara seriamente, se desató un pánico en la sociedad. Entre tanta paranoia, recordé las palabras que me decía mi padre médico, José Agustín Bátiz Güereca (1904-1985), quien consideraba que mi trabajo era de alto riesgo porque las hojas de papel de los artículos que recibía podían tener algún virus, pues mucha gente acostumbra ensalivar el dedo para pasar las páginas. Decía que además de saliva, podía haber rastros de mocos, semen, incluso sangre por las cortadas que las personas se pueden hacer con el filo del papel.
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El sida fue una epidemia terrible. No recuerdo alguna enfermedad que nos haya causado tanto terror. Muchos amigos míos, compañeros de trabajo, maestros de la Universidad y alumnos murieron a causa de este virus. Se pensaba que el contagio sería tan fácil como la gripe. Todos tenían miedo de acercarse demasiado a las personas con las que platicaban. La gente suspendía hasta las relaciones sexuales por temor a un contagio. Muchos dejaron de saludarse de mano y lo hacían desde lejos con un gesto. Todos tenían mucha precaución. Ese cambio de hábitos y actitudes afectivas contrastó mucho con mis épocas de juventud, en los años 60, una época de libertad sexual que algunos empezaron a calificar de libertinaje.
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Recuerdo que una amiga mía besaba en la boca a los enfermos para demostrar que no era contagioso, pero cuando se acercaba a mí en plan cariñoso, yo la evadía prudentemente. Pasado un tiempo, la sociedad se acostumbró a la existencia de esta enfermedad. Hoy sigue habiendo muchos casos y ya nadie se alarma. Está relativamente controlada y existen instituciones de salud que procuran servicios a los portadores de esta enfermedad.
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En 1993 vimos la película Filadelfia, con Tom Hanks, Antonio Banderas y Denzel Washington, que ayudó a conocer los dramas familiares que ocasionó el sida. Ahí hay una conmovedora escena de despedida de la familia y los amigos hasta que el personaje protagonizado por Hanks le dice a su novio: “Estoy listo”. Nos ahorran la escena de la muerte y hacen corte al cortejo fúnebre.
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El testimonio de José Rafael Calva Pratt fue muy importante para sensibilizarnos de este problema. Desde Washington, donde vivía, relató paso por paso la enfermedad del AIDS —como se le llamaba en inglés al sida—, que padecía una pareja suya. Poco después se contagió en la promiscuidad homosexual que tanto alarmaba. Él, quien habitualmente hacía reseñas sobre música clásica y ópera, fue convirtiendo su columna en una narración por entregas de su deterioro de salud. Era la crónica de un desahuciado.
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Dado el nivel de cultura de nuestros lectores, la publicación de este testimonio en sábado no causó escándalo, antes al contrario, creo que abundar en detalles de los portadores de esta enfermedad sirvió para que se conocieran con certeza las vías de contagio: el intercambio de fluidos sexuales, uso de jeringas, instrumental médico contaminado o transfusiones.
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La familia de Calva Pratt, quien tiempo después falleció, vino a agradecerme la publicación de sus largos sufrimientos. Cuando me llamaron de la recepción para anunciarme la visita de uno de sus familiares, temía que viniera a reclamarme el haberlos hecho públicos. Fue todo lo contrario.
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Pienso que contribuyeron a visibilizar al sida como una enfermedad que cualquiera puede padecer. Nadie me reprochó y no me arrepiento de haberlas publicado.
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FOTO: En 1983, el crítico musical José Rafael Calva Pratt ganó el Premio de Novela organizado por el periódico El Nacional con su novela Utopía Gay. En la imagen, a un lado del diván de sábado. / Tomada del libro Por sus comas los conoceréis, de Huberto Batis. Foto: Huberto Batis.
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