La pasión por el fútbol
Estos son algunos episodios de la historia futbolística de México, en los que la adrenalina ha rebasado los límites de la cordura. Lo mismo la trifulca entre dos bandos de aficionados a la Selección mexicana frente al Ángel de la Independencia que episodios de picaresca en tierras europeas
POR EDGARDO BERMEJO MORA
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¿Cuál es el monosílabo más largo de la lengua española?: ¡Gooooooooool! Acaso la mayor aportación de los cronistas deportivos a la historia de la gramática castellana. Para castellanizarlo, al vocablo inglés se le restó una vocal, la letra a, y se le redujo a una sola: la o. El resultado del canje contribuyó a que la expresión se alargue o acorte según el ánimo nacional: un gol de nuestro equipo en copa mundial contiene un número insospechado de letras o; la anotación del equipo contrario —en cambio— se le reducirá a su mínima expresión, casi una rabieta gutural por lo que apenas y se asoman una g y una l; prosodia oscura que delata el fervor por el Gran Juego del Hombre (Ángel Fernández, dixit.) y que nos pone de golpe frente al frágil espejo de los nacionalismos —y los regionalismos— exaltados.
La pasión por el fútbol, como extensión del amor nacional, es uno de los rostros atávicos del chovinismo en nuestra jaula de la melancolía, en nuestro laberinto de la soledad. Nuestro país está destinado a ser el mejor o a morir en el campo de batalla, en la cancha del partido, o en el estadio. Más que pasión, estamos ante un gran montaje escénico, una actuación, una impostura —si ganamos somos dioses, si perdemos, el país, y sobre todo el entrenador en turno, son una mierda—. La catarsis patriotera y momentánea no se demuestra, se exhibe. En México, demostrar amor por la patria y por el equipo sólo puede expresarse en forma expansiva, estridente o a través del estropicio.
El cariño inmarcesible por la-tierra-que nos-vio-nacer se expresa a gritos, en la calle, a golpes, a fuerza de rituales desangelados, de ademanes simiescos y leyes ultra nacionalistas que confirmen el mayor Perogrullo de todos: “como México (o como mi equipo) no hay dos”. Pobre de aquel extraño enemigo que ose profanar con su planta nuestro suelo, con sus inversiones nuestra amadísima industria, con su balón la meta de nuestro arquero nacional, o con sus porras intrusas el territorio consagrado a la adoración del equipo local.
País pendenciero, futbolero y guadalupano, en el amor por la camiseta verde de los seleccionados nacionales, o por los colores de nuestro equipo de primera división, se ha llegado a la síntesis más grotesca y atroz de lo que entendemos por apego al terruño. Como el acto gregario de ir a mear en la cantina, por lo regular cuando un mexicano se desgañita a nombre de la patria no lo hace solo. El mexicano grita, celebra, batanea, se inmola frente al televisor, u orina, en compañía de su gente, de la raza, del compadre. Celebrar es madrear.
Todo se reduce a la triada de nuestros arquetipos. Esto explica el intento por exaltar la identidad en tres colores: verde, blanco y rojo; en tres objetos: el tequila, el sombrero y el jorongo; y en tres sílabas: Mé-xi-co. Esta reducción —de sí abominable e injusta— admite otra más: tres letras que todo lo contienen y todo lo simbolizan, las tres letras taumaturgas de la pasión nacional: gol.
De cuando en cuando, muy pocas veces a decir verdad, los amantes del fútbol se reúnen en el Monumento de la Independencia de la Ciudad de México para celebrar las glorias del equipo tricolor. Son ejemplares de colección para el museo universal del exhibicionismo. Su mayor anhelo: aparecer en pantalla pintarrajeados, echando desmadre, eufóricos, tribales e incontenibles. En términos mediáticos, han logrado lo que parecía insuperable: reducir de 15 a dos los segundos que Andy Warhol postuló como el tiempo mínimo de fama al que todos tenemos derecho. Dos segundos o acaso menos, el tiempo necesario para mandar lo mismo un saludo por televisión o una mentada de madre por el canal de las estrellas. La vida que se reduce a noventa minutos de nerviosismo, seis horas de celebración y unos pocos segundos en pantalla. El chiste es mostrarse, y demostrarles a los otros, que el amor por México se lleva en el alma y en las venas, por donde corren sangre, goles y cerveza.
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Cierta noche canicular de 1993, en la glorieta que resguarda al monumento de la Independencia de la Ciudad de México, a los pies de lo que se conoce como el “Altar de la Patria”, se dieron cita el más variopinto catálogo de hombres y mujeres pertenecientes a las logias de los amantes del fútbol: yorkinos y escoces, liberales y conversadores, aztecas y tlaxcaltecas, nacos y fresas, un prodigio de unidad nacional.
En la columna sobre la que se encarama el “Ángel” de la Independencia —reconstruido tras su caída fatal en el terremoto de 1957— danzaban en círculo y brincoteaban —a pie, en bicicleta o sobre los hombros de otros colegas— los mejores hijos de la patria. Una gran asamblea igualitaria y libérrima cuyos diferentes orígenes sociales se confundían en un marasmo donde el color verde y los grandes sombreros predominaban. El sudor masivo y la emoción colectiva rubricaban el acontecimiento más importante de la temporada: el pase de México a la final de un campeonato internacional de primera línea.
La turba no imaginaba —ello resultaría anticlimático en ese momento— que el monumento encargado por el general Porfirio Díaz al arquitecto Antonio Rivas Mercado para celebrar el centenario de la Independencia en 1910, era una pieza más próxima a la imitación que al hallazgo de nuestra identidad artística, y que al menos en términos estrictamente arquitectónicos, desmerecía por mucho su condición de símbolo nacional. El propio Díaz pagó un largo viaje de Rivas Mercado por Europa, que tiempo después regresó con el boceto de una columna en cuya cima se erigía un torso alado y femenino, que no era otra cosa que la constatación de una doble impostura: todo aquel conjunto le debía tanto a la Columna de la Plaza de la Bastilla en París, erigida siete décadas atrás para honrar a los caídos en levantamiento contra la monarquía de Carlos X; y a su vez tenía tanto en común con el Ángel de la Victoria que coronaba el cielo de Berlín desde 1873, a encargo del Káiser Wilhelm II —a la sazón el último emperador de Alemania— que el monumento mexicano dejaba más que en entredicho su pretendido simbolismo de independencia.
Original o no, lo cierto es que esa noche no faltaba nadie a la cita. A los pies de la Columna, el Pucas y su pandilla corrían sin tregua alrededor de la glorieta no menos eufóricos que el resto de los peregrinos. Aquella banda de conductores de peseros y mecánicos viajaron a bordo de un microbús de pasajeros desde algún punto incierto en el oriente de la ciudad. Poco antes, de camino a la celebración, vaciaron la vinatería de un incauto, que hubo de pagar con un botellazo en la cabeza y una retahíla de insultos la osadía de mencionar el pago de las cervezas. Cuando estaba claro, para el Pucas y los suyos, que aquel día las cervezas, las botanas y los goles, corrían por cuenta de la patria.
No había un guion preestablecido para agradecer a los dioses el favor de la victoria. Simplemente los hinchas brincaban y daban vueltas a la glorieta bajo el influjo de una sola consigna, que se repetía como un credo: ¡Me-xi-co! ¡Me-xi-co! Eran miles, eran un chingo, eran la encarnación del amor nacional, y todos parecían poseídos por la misma histeria febril, incontenible.
Cerca de ahí, en el bar de un gran hotel de cinco estrellas, apuraban los últimos tragos de la primera etapa del festejo Nacho, Paul, Jordi, el Coque y resto del grupo de corredores de bolsa y ejecutivos de finanzas que se citaron para ver el partido en una pantalla gigante. No sabía aquella partida de jóvenes relamidos que abandonar la comodidad del hotel, para unirse al resto de la grey, habría de ponerlos de golpe ante una realidad abrumadora: la notoria mayoría de jodidos y descamisados en la gran orgía futbolera, cuyo sudor de raza pura resultaba para ellos inconfundible y desafiante.
¡Pinches nacos! —sentenció Nacho— ¿Ya vieron a ese güey meándose en las garras del león? ¡Ya lo vi —respondió Gabi Madrazo, que de pronto se supo en medio de una vorágine despreciable y primitiva— ¡Puta… qué asco, wüey!
Al enorme felino de mármol y granito, que se apostaba impasible a los pies de la columna, le importaba menos el tibio baño de orines que al causante mismo de la afrenta, es decir, al Pucas, que se reconoció sorprendido en la felicidad de su acto. Y lejos de suspenderlo, o inhibirse, prefirió girarse un poco para ofrecerle a la audiencia de pirrurris un mejor ángulo desde el cual contemplar la persistencia de sus fluidos y el grosor altivo de su verga. El Pucas orinaba. Lo consideraba un derecho, con un ademán de la cabeza los reto sin decir palabras y como diciendo entre dientes: “¡Qué pedo, putos!”.
A Nacho no le pareció correcto que un tipo como ése le diera por mostrar su tripa sucia y peluda. Juzgó increíble que nadie se percatara de la escena, como no fueran él y sus amigos. Y nada hubiese pasado, absolutamente nada, de haber continuado su marcha en redondel —negando aquella evidencia hostil— o tan sólo de aceptar que aquella multitud no estaba allí para ofender a nadie, ni para dar explicaciones de nada, una turba ciega y extasiada, coro democrático y atroz de un pueblo jubiloso. Pero Nacho no se pudo contener. Miró al Pucas y reconoció en él a la imagen de lo más despreciable, el rostro de los descastados, la pose sucia y abyecta de un pendejo insolente que los humillaba con orines.
Y Nacho se le fue a los golpes con su metro noventa de estatura, y la confianza de sus clases de Box Thai en el Club Libanés. Los gritos de Gabi y las otras compañeras del banco se diluyeron en la marea ensordecedora de aquella fiesta nacional, de modo que por un momento nadie se percató de la gresca. Nacho, Paul, Jordi, y el Coque, que de pronto se encontraron con el cuerpo frágil y moreno del Pucas muy cerca de sus pies, les dio por rematarlo como quien se ensaña con un bulto. Le habrán molido a patadas por espacio de un minuto, justo el tiempo necesario para que los otros, es decir, los amigos del caído, reconocieran su ausencia.
En medio del alboroto resultaba imposible formularse más preguntas, de modo que se siguieron de largo, sin reparar demasiado que su carnal ya no estaba. Y es que el carnal, sincero como era, les había advertido a más de uno de la inminencia de orinar, y de la total inutilidad de suspender la celebración, “Orinita los alcanzo”, les dijo el Pucas, hasta el tope de cerveza en la vejiga. Despreocupados entonces, le dieron otra vuelta a la pista nacional sin sospechar que el más cabrón y padrote de la banda había sucumbido al ataque artero de una caterva de ricachones.
Pero se cumplió la vuelta, y alcanzaron de nuevo el sitio de marras, y se detuvieron en seco al contemplar en la escalinata de la Columna el cuerpo castigado del más raza entre la raza. Lo observaron con el horror antiguo de los soldados que descubren el cuerpo ensangrentado de su general en el campo de batalla, como si el Pucas fuera Nelson, o Rommel o Alejandro Magno, o el Pipino Cuevas en la lona.
El Pucas, desfallecido y todo, tuvo energías para acusar a los culpables. ¡Alcancen a esos culeros! ¿Pero a quiénes? Imposible identificar a los agresores en medio de aquella marabunta. Y en realidad Nacho y Jordi y los demás, se habrían confundido sin dificultad entre la turba vocinglera, que le daba vueltas y vueltas a la alta torre penígera como musulmanes en la Meca. Pero ocurrió que en su huida irracional desafiaron las leyes de la dinámica, y en lugar de respetar el flujo anular de la masa enardecida —para diluirse en aquel transcurrir sanguíneo— les dio por buscar un resquicio transversal en la rotonda de carne y almas aguerridas. De modo que el Boy —lugarteniente del Pucas— pudo reconocer al vuelo a uno de los probables agresores: gordo, rubio, de piel rosada, traje a rayas y colita de caballo, que manoteaba desesperado contra las paredes de un camión de redilas, sobre el que se apostaba una banda de rock, y que le obstruía la escapatoria. Era el Coque.
Fue entonces cuando el Boy dio la señal de alarma. !Atrapen a ese pinche cerdo! ordenó con aire marcial, y el índice de la mano izquierda apuntando al enemigo. Sus huestes secundaron la invectiva con la habilidad siniestra de los jíbaros del Amazonas que la emprenden contra un mono. Y al cerdo, es decir al Coque, no le quedó más remedio que contener un grito de dolor, mientras lo sometían a estocadas, como a Julio Cesar a las puertas del Senado.
La sangre y los gritos el Coque llamaron por fin la atención de una parte de la turba, que se disolvió en estampida, presa de la histeria y del horror. A bordo de un helicóptero de la televisión, que transmitía el festejo en directo y en cadena nacional, un reportero contempló la escena sin adivinar la violencia que cifraba, y pudo percibir con claridad cómo de pronto se abría un boquete en aquel amasijo de toros de ronda que un segundo antes avanzaba lento, impasible, como un magma tricolor.
Bien mirado, aquel huir repentino y en desorden de la gente se parecía al de las hormigas que se apoltronan hambrientas sobre el cadáver de un grillo, y que de pronto se dispersan en todas direcciones ante la intrusión de un enemigo mayor. El reportero pudo percibir, en medio del alboroto, la formación de dos contingentes que avanzaban en la misma dirección a una distancia considerable uno del otro, como persiguiéndose a toda velocidad. No sabía naturalmente que aquellos dos escuadrones a la carrera era la expresión última y más acababa de aquella noche de suave patria y fundamentalismo nacional: pobres contra pudientes, gañanes vengativos a la caza de pirrurris sin dios y sin diablo. Los veinte desarrapados del Pucas, contra los diez corredores y corredoras de Bolsa que —vaya redundancia— corrían y corrían desesperados.
La persecución abandonó la glorieta para enfilarse al cuadrante de bares y restaurantes de la Zona Rosa. Ahí, en un bar de poco lustre, en el que se instalaron televisores en las paredes para que la clientela siguiera de cerca el partido, un cantinero secaba copas y vaciaba ceniceros mientras que por la televisión se oía los comentarios de un conductor muy popular que aleccionaba al público con esa voz nasal que le había ganado fama: “Les quiero recorder, amigues, que esta es una gran noche para la historiee del fútbol mexicanee. Debemos conservar la calma y festejar en orden. Estamos muy cerca de la gloria… hay que conserveer energías para la gran fineel, ¡Vamees Muchachees!…”.
El timbre inconfundible del locutor que repicaba en los televisores —un cronista deportivo muy festejado por su manera de retorcer las vocales— y las mesas sucias del bar, que por más de noventa minutos albergaron las esperanzas de la nación, le imprimían a la escena una atmósfera decadente, como un cuadro de Hopper, pero con colores y olores chilangos. Quedaban en las mesas unos cuantos comensales, acaso cuatro o cinco tipos fulminados por el ron. No había nadie más. Todo mundo, incluyendo los meseros, celebraba a esas horas por las calles, o hacían cola en los estacionamientos de la Zona Rosa, a la espera de sus autos. Intranquilo, ante el riesgo que suponía encontrarse a solas con el dinero de las ventas en la caja registradora, para el cantinero la irrupción violenta de un grupo de chicos le pareció un mal augurio.
En previsión saco del cajón una pistola y se la echó en el bolso delantero del mandil. No hizo falta empuñarlo. Porque los jóvenes —lejos de amenazarle— se siguieron de largo rumbo a los baños. Por un momento al cantinero le pareció que los muchachos traían urgencia por aliviar el esfínter, pero enseguida un segundo grupo hizo su entrada en el lugar y entonces comprendió que éstos venían en pos de los primeros: tres chicas, bien vestidas y bien formadas, y dos hombrecillos de traje, que para esos momentos se estarían cagando del susto en los retretes ubicados al fondo del bar.
Los recién llegados eran el Boy y otros seis de su tropa, que entraron muy gandayas, con la pose ecuánime de quienes saben que tienen a la prensa acorralada y se toman su tiempo para el remate final. El cantinero se resignó a lo que parecía un atraco inminente. El Boy le dirigió una mirada elocuente y sin concesiones, que a todas luces significaba “¿Dónde se metieron?” El cantinero respondió con el mentón apretado y un simple movimiento digital que apuntaba hacia el fondo. El Boy, como si hubiese leído el guion de una cinta de mafiosos, apuró un trago de quién sabe qué, que alguien dejo a medias sobre una mesa, convocó al resto de los suyos con un ademán de gran cabrón, y avanzó con paso firme, ya sin prisas.
Del otro lado de la puerta, que separaba los baños angostos del resto de la cantina, les esperaban Nacho, Jordi, Mónica —la novia de Nacho— y sus dos primas. Apenas y gritaron. A Nacho y a Jordi los estrellaron contra el piso pringado del baño. Los cocieron a puñetazos sin ánimo de liquidarlos. Estaba decidido que pudiesen asistir con plena conciencia al momento estelar en el que les hundieron la cabeza en el pozo del retrete, anegado de orines y de mierda. Vomitaron y se desvanecieron de la madriza, ya no les tocó atestiguar los gritos y jaloneos de las chavas en el baño contiguo. Dos mecánicos y cuatro ruleteros, de la ruta Santa Martha-Niños Héroes, las manosearon entre risa y risa, les arrancaron la blusa, las prensaron por la cintura, se frotaron enhiestos contra sus nalgas, y cuando las tres creían que estaban a punto de ser violadas, el Boy los llamó de regreso: “¡Ya apúrense cabrones!
Había negociado con el cantinero la rendición de la plaza, y necesita manos para cargar varias cajas de ron y de cerveza. Le respetarían el mobiliario y los cristales a cambio del alcohol y su silencio. El cantinero no tuvo mejor salida que aceptar la oferta.
De regreso a la rotonda de la patria y sus desmanes, sucedió que las autoridades de la capital sólo destacaron a un equipo de paramédicos para atender las emergencias que se pudieran presentar en la gran fiesta. Esto explica la fatal coincidencia de que en el espacio reducido de una sola ambulancia —que ululaba a toda prisa camino al hospital— se apretujaban dos camillas, muy cerca una de la otra. En una, el Pucas balbuceaba maldiciones —con varias costillas, una pierna y una mano fracturada. En la otra, el Coque se desangraba, inconsciente y ya casi sin pulso.
“Si logramos detenerle la hemorragia este hombre se puede salvar –comentó un paramédico a su colega— tengo la impresión de que los navajazos no dañaron órganos vitales, pero lo malo es que ha perdido mucha sangre”.
La conversación de los paramédicos devolvió al Pucas a la tierra. De pronto comprendió lo ocurrido y con el rabillo del ojo identificó a su vecino. Obediente a sus instintos, desatento con sus huesos, ensayó ponerse en pie con el único propósito de contravenir el pronóstico de los socorristas sobre el tipo que se encontraba a su lado. Pero el dolor fue insoportable y de un grito seco admitió las quejas de su esqueleto. Desesperado, intentó girar sobre su eje y como pudo se arrimó hasta que tuvo al enemigo a una distancia tan corta que admitía la posibilidad de envestirlo con la quijada —lo único que podía mover con cierta dignidad a esas alturas—. De modo que se decidió a imprimir una dentellada de perro rabioso sobre las mejillas regordetas y ya lívidas del Coque.
Al comprender su descuido, los paramédicos intentaron despegar al agresor —que se trabó como un rothweiller y sacudía la cabeza como dispuesto a arrancar una libra de cachete de moribundo. No tuvieron más remedio que aplicarle una descarga eléctrica, originalmente destinada a reanimar el corazón del otro herido. El electroshock hizo saltar al Pucas, mientras que el Coque reaccionó por fin, en vista de que la electricidad pasó a su cuerpo a través de las fauces de su depredador y esto, de algún modo, lo trajo de nuevo al mundo. El Pucas no dejaba de insultar a los paramédicos e intimidarlos con toda clase de amenazas. Resolvieron arrojarle con la ambulancia en movimiento. Su cuerpo rodó sobre el asfalto y se estrelló de un golpe seco sobre la acera de un camellón, muy cerca ya del hospital.
Mientras tanto el Boy y los suyos abandonaron el bar, se reagruparon con su clica, repartieron los pomos, y muy pronto se lograron confundir con el resto de la muchedumbre. Una vez reintegrados a la turba, el Boy propuso que era el tiempo de regresar al microbús para ir en busca del Pucas, que a esas alturas debería estar en algún hospital de la Cruz Roja. A decir verdad, le inquietaba menos el Pucas —hierba inmortal— que el gordo ajusticiado al que suponía muerto.
Cuando se dio cuenta que sería imposible interrumpir el ánimo extasiado de los pocos del grupo que a esas alturas le seguían, se convenció de que lo mejor sería dar marcha atrás para ir en busca de su armatoste de veinticinco pasajeros, y comprendió a su vez que no tendría más remedio que cantar retirada en solitario. Había que localizar al Pucas, no se fuera a encabronar.
El Boy se montó al microbús, solo y con la frustración de haber interrumpido el desmadre. Todavía no atinaba a insertar la llave del encendido, cuando escuchó una voz familiar desde el fondo de la Chevrolet. “Quihubo, cabrón” —le dijo la voz—, que en un principio identificó como la de algún rezagado del grupo esperándole en la penumbra. Esbozó una sonrisa en el momento mismo que se giró para identificar al personaje, y en ese preciso instante la sonrisa devino mueca, cuando descubrió que un tipo se le acercaba a grandes zancadas desde el fondo del camión, con algo parecido a un gran tubo entre las manos.
Era el vinatero. El mismo que habían asaltado y descalabrado un par de horas atrás y que por fin les dio alcance, tras una búsqueda por demás previsible. Traía las ansías de un demonio, con todo el ánimo de ponerle una gran madriza al hijo de puta que por poco lo mata de un botellazo.
El Boy intentó escaparse por la puerta delantera antes que enfrentar al enemigo, pero ya otros colegas del vinatero rodeaban al microbús. Unos con palos otros con botellas y otro incluso con pistola. Ninguno de ellos, sin embargo, intervino para consumar la venganza. Porque al vinatero le bastó abanicar el tubo una sola vez, a la altura exacta de la cabeza del Boy, que salpicó el tablero y los cristales del microbús con sangre, cabello, y una porción de sesos.
3
Destruir alegremente en el nombre de la patria, lo mismo un monumento, el cristal de una vinatería o la cabeza del vecino, no ha sido, por mucho, patrimonio exclusivo de los exaltados hinchas mexicanos, ni es un asunto limitado al canon de la pasión futbolera. Las gestas militares y las guerras de conquista —da igual si ocurren en el nombre de la corona, de la cruz, de la espada o de la bota— han contribuido por igual a esta temible ecuación, por la cual el despliegue patriótico y el amor por “el equipo” es directamente proporcional a la cantidad de objetos destruidos y cabezas descalabradas.
En las postrimerías del siglo XVIII, un ejército de 54 mil franceses a bordo de 335 navíos de guerra tomó por asalto las costas de Egipto y rápidamente alcanzó las puertas de la ciudad de El Cairo. Era una mañana lluviosa de la primavera de 1798. Ahí, a los pies de las célebres pirámides de Gizeh, destrozaron en unas horas al débil ejército nativo, causándole más de veinte mil bajas. En el fragor de la batalla, y para demostrar su poderío e infundir terror al enemigo, el general francés al mando de la invasión ordenó dirigir los cañones contra una de las piezas más emblemáticas y sagradas del lugar: la esfinge edificada 4 mil 500 años atrás por el faraón Kefrén. Desde entonces, aquel emblema universal, de rostro femenino y cuerpo de león, perdió la nariz. Casi no es necesario decir que el general de marras era un joven de escasos 29 años de nombre Napoleón Bonaparte.
Cuatro años después aquel muchacho se hizo nombrar emperador. Sus conquistas abarcaron dos tercios de Europa y buena parte de las naciones con salida al Mediterráneo. 50 mil españoles murieron en la resistencia a la invasión napoleónica, 80 mil rusos pagaron con su vida el precio de contener a las tropas del corso, y más de 100 mil franceses murieron en las múltiples conquistas de su emperador. Mientras tanto, el loco nombró a su hermano José Rey de España; a su hijastro, Eugenio Beauharnais, Virrey de Italia; a su cuñado, el Mariscal Murta, Rey de Nápoles, y a su hermano menor, Jerónimo Bonaparte, Rey de Westfalia.
Para coronar sus conquistas, Napoleón hizo edificar un gran Arco del Triunfo en la antigua Place de l’Etoile de París. Cien años más tarde, al término de la Primera Guerra Mundial, en aquel sitio se hizo prender una llama perpetua con el propósito de recordar y rendir homenaje a los franceses caídos en combate: desde las conquistas napoleónicas, hasta los muertos en la batalla del río Marne.
Pero la historia, caprichosa y vengativa como es, ha enlazado como en una trama de espejos dos acontecimientos paralelos y coincidentes que ratifican la naturaleza universal de la infamia. Casi dos siglos después de que el emperador Napoleón mandó a construir el Arco del Triunfo, sobre el que ondea la flama venerada de los franceses, otro joven vándalo —mexicano y de 24 años de edad— tuvo la ocurrencia de apagar el fuego sagrado mientras se paseaba en compañía de sus amigos por los Campos Elíseos de París. Celebraban y bebían tras una actuación victoriosa de la escuadra mexicana, en la fase inicial de la Copa Mundial de 1998.
Conquistador a su manera, y envalentonado por el hecho de saberse invencible en suelo ajeno, a la manera de Bonaparte aquel joven decidió apagar con cerveza el fuego eterno de los mártires franceses, si bien algunos diarios parisinos aseguraron que se orinó sobre el pebetero. De este modo el hincha mexicano se cobró, sin acaso imaginarlo, una vieja cuenta que el corso le debía a las naciones oprimidas por el vandalismo imperial. El trueque parecía inmejorable: la llama sempiterna de los galos en pago por la nariz de la Esfinge, el obelisco egipcio de la Plaza de la Concordia, o el resto del saqueo napoleónico que aún se exhibe en las salas del Louvre.
Naturalmente este asunto no les hizo la menor gracia a los franceses, y el escándalo impactó en la prensa de todo el mundo. La protección consular para mexicanos en París hubo de realizar sus mejores lances para evitar que al chico le impusieran una pena mayor en la prisión. Además de una multa y varias jornadas de encierro, tuvo que disculparse públicamente a exigencia de las autoridades francesas. Su estupidez, pese a todo, ha quedado registrada en los anales del vandalismo patriotero, que se justifica a sí mismo en nombre del amor a una camiseta, a un mapa o a un balón.
Otros mexicanos se integran a esta antología singular. En su libro The Soccer War el periodista polaco Ryszard Kapuscinski registró la ocurrencia del célebre y ya olvidado carcelero mexicano Augusto Mariaga, guardia en jefe de la prisión de alta seguridad de Chilpancingo, que el 11 de junio de 1970 celebró el triunfo de México sobre la elección de Bélgica por marcador de 1 a 0.
Era tal su alborozo que salió de su oficina echando tiros al aire y vivas a México a todo pulmón. Decidió entonces que tal hazaña, ocurrida en suelo patrio —toda vez que México era sede de la Copa Mundial— merecía compartirse con los reos y decretó eufórico la apertura de todas las rejas del presidio. 148 reos peligros huyeron esa tarde. Semanas después los tribunales que le juzgaron redujeron sensiblemente el castigo, tomando en consideración que el señor Mariaga –y así lo dice el veredicto— “actuó con exaltado patriotismo”.
FOTO: Los aficionados al futbol van llegando a las inmediaciones del Ángel de la Independencia para festejar un triunfo de la selección mexicana durante los partidos clasificatorios al Mundial de Estados Unidos 1994/ Crédito de foto: Archivo El Universal