La poesía y los editores barqueros
POR FÉLIX SUÁREZ
En la ciudad de México, a finales de la primavera se realiza una feria de libro de pequeñas editoriales independientes. Es un evento singular sin duda, porque bien podría ser una feria del libro de poesía, toda vez que, si se mira con atención, lo que predomina en los breves catálogos de estas editoriales es el libro de poesía y de literatura en general.
Esta feria puede ser vista, además, desde distintas ópticas: en primer lugar es, de algún modo, una muestra de las acciones de lo que Octavio Paz llamó en otro momento el Ogro filantrópico, pues muchos de los libros que el lector encuentra ahí han sido resultado de la aplicación de recursos públicos, es decir, buena parte de estas pequeñas editoriales reciben o han recibido algún tipo de financiamiento, a través de convenios de coedición que realizan con organismos públicos federales o estatales, dedicados a la divulgación y fomento de la cultura.
Pero hay algo aún más importante, que tiene que ver con el papel que realizan estas pequeñas editoriales independientes en todo el mundo: actúan como pequeños anticuerpos movilizados para dar la batalla y defender al organismo ante la permanente amenaza que representan los grandes consorcios.
Esta idea última que esbozó Paz a finales de los años ochenta, cuando eso que vivimos hoy como una realidad de escalofrío era apenas una premonición de posibles calamidades, nos obliga sin duda a pensar, pero sobre todo, a visibilizar la necesaria existencia de verdaderos editores –públicos o independientes–, oficiantes enamorados del libro y de lo que éste representa en términos de sobrevivencia del objeto más importante que hemos creado como civilización.
Quisiera retomar en este punto una imagen memorable de Hubert Nyssen, un muy sensible editor francés, nacido en Bélgica, que cree que el oficio del editor es semejante al del barquero; una imagen hermosa en sí misma, porque alude no sólo al mito, a un pasado glorioso y a la figura de Caronte por supuesto, sino además, a una altísima misión, casi de orden sagrado, que ha sido encomendada a los editores: salvar ideas y emociones.
El editor barquero o los “barqueros de texto”, como les llama Nyssen, no son, en consecuencia, “ni fabricantes ni manufactureros, son o deberían ser, en el más alto sentido, los cómplices de un arte cuya trasmisión les ha sido confiada”.
No existe pues un modo de conciliar el concepto comercial, que ve en el editor a un gerente, y en el libro, una mercancía o un producto más de consumo, compitiendo con otros productos similares dentro de los anaqueles y estanterías de los supermercados. Me parece que esto que resulta obvio, es particularmente notorio cuando pensamos en la poesía y en las editoriales que aún la publican. No conozco a ningún editor de poesía que actúe como un jefe de empresa y menos aún que se haya enriquecido publicando poetas que no han ganado un premio Nobel.
Podríamos, en consecuencia, derivar de esto un acuerdo provisional: si no existe un mercado importante para la poesía ni ganancias que la hagan una inversión rentable en términos financieros, los editores independientes que publican libros de poemas, lo hacen entonces casi siempre por un gusto personal, por un deleite, acaso inconfesable, de quien se sabe parte de una secreta cofradía, o sirviendo a un ideal. Por eso, estos poetas editores, estos barqueros de la poesía, le apuestan a la edición de poemas, aun sabiendo que este tipo de libros no les dará ninguna ganancia económica, no agotarán en el corto plazo sus ejemplares y muy pocos o ninguno de estos editores tendrá al menos el agradecimiento de sus autores.
II
Mencioné al principio a Octavio Paz, quien dio al Leviatán de Hobbes, el carácter moderno de un ogro mesurado, filantrópico, con el que incluso es posible lidiar hasta cierto punto. El Estado como detentador único de la violencia, pero al mismo tiempo, como generador de políticas públicas de interés común. Esto último tiene que ver con las ediciones de poesía que provienen cada vez más de entidades oficiales. Al acotarse los espacios para la poesía dentro de las grandes empresas editoriales, ésta ha tenido que refugiarse, de manera inevitable, en las pequeñas editoriales independientes y en las ediciones que financian las universidades públicas, los institutos y secretarías de cultura.
He sido editor para una universidad de éstas y en varias instituciones de cultura del Estado, durante casi treinta años. Tal vez sea por eso el tema que mejor conozco entonces. A lo largo de ese tiempo, he visto cambiar las estepas del mercado editorial, donde los grandes depredadores marcan los ritmos y los gustos en los amplios públicos lectores, que no son, por cierto, necesariamente, los mejor informados ni los más conscientes. Pero también he sido testigo de la manera tenaz y sigilosa con la que persiste la poesía y sus lectores, esos a los que el autor de La estación violenta llamó “los muchos-pocos”.
¿Cómo se expresa la poesía –las ediciones de poesía– desde estos espacios oficiales? Se origina, creo yo, desde las penumbras y socavones de la conciencia, es decir, desde la más completa incomprensión. Salvo honrosas excepciones, casi ningún funcionario la entiende, pero les parece políticamente correcto impulsar y aun fomentar ese género proscrito, que evoca en ellos, de manera confusa, las recitaciones de los primeros años escolares, los concursos de declamación, alguna velada literaria en la que fluyeron, con el mismo entusiasmo, el alcohol y las canciones de Arjona; sus años de enamoramiento juvenil y algunas líneas extraviadas de Benedetti o Sabines, en el mejor de los casos. El resto de la poesía les resulta incomprensible, si no es que irritante.
Ello no evita, sin embargo, que año con año las instituciones en México publiquen o coediten un buen número de libros de poesía de la mejor calidad, en cuanto a sustancia y manufactura, con tirajes que empiezan a sobrepasar ya los mil ejemplares, y a precios en los que se refleja no el total de los factores de la inversión, sino apenas los costos finales de impresión, lo cual, por supuesto, permite que el libro llegue a manos de más lectores y a precios casi simbólicos. Para nadie resulta desconocido que es ahí, en ese punto del camino, en la distribución, donde los libros de poesía corren la misma suerte, tanto si provienen de una pequeña editorial independiente, como si su origen fue una universidad o una dependencia de cultura federal o estatal. En ambos casos, da inicio con ello el lento y penoso trasiego de estos libros, en busca de su lector.
Quienes hemos vivido por años la experiencia, sea como autores o editores, conocemos de algún modo esa ruta, aparentemente inexplicable, que ha hecho que los libros de poesía no representen ningún atractivo para los intereses comerciales, pues lo que en apariencia es un libro más de literatura, empieza también a demorarse un poco más en los estantes y exhibidores de las pocas librerías que les dan cabida, lo cual por supuesto no resulta bueno para ningún editor desprevenido y mucho menos para los dueños de las librerías.
No es extraño: la poesía es, de todos los géneros literarios, la menos popular entre los lectores. Exige de su receptor no sólo nuestra natural inclinación al goce, sino, además, una manifiesta voluntad activa por encarnar los fantasmas de otros, sea el deseo o el duelo o el amor o la ira de otros. La insensata necesidad de ser nosotros siendo otros.
Esta particularidad es, en efecto, uno de los rasgos que definen de mejor modo a la poesía de todos los tiempos y a ese reducido número de cofrades, que son aún hoy los lectores y editores de poemas, empeñados en compartir con nosotros lo que la poesía les va dejando: una manera particular de ver y aprehender el mundo, de conocer y reconocerlo, de reconocerse en él.
III
El conflicto pareciera surgir, entonces, no de su naturaleza, que es en sí misma inmutable, sino de aquello en lo que se pide que se convierta la poesía: en una sustancia inane, es decir, en una mercancía, en un “fluido inerte” que nos llene de una vacua alegría, porque si no –aseguran– para qué sino para eso se hizo el arte, si no para darnos placer.
Tal vez sea esa conjetura fácil (y filistea) la que le ha condenado a quedar siempre afuera, excluida siempre del banquete de los convidados. Ella, la poesía, en respuesta, se ha recluido en los reductos donde los hombres dialogan en su oscuridad con ellos mismos, con Dios o con el diablo, y ha reducido, por ello, la posibilidad de recibir a todos en su casa: nadie que no esté dispuesto a dejar a cambio el óbolo de su corazón puede ser admitido entre sus fieles. De ahí, en efecto, el carácter decididamente minoritario de la poesía moderna, y de la poesía contemporánea en particular.
Algunos editores lo saben, los editores barqueros, esos que son ya una suerte de cruzados, decididos a salvar una vez más, como en otros momentos, el rumor colectivo y silencioso de nuestros corazones.
FOTO: El barquero Caronte es un personaje recurrente en la literatura clásica y medieval. Su función era transportar en su barca las almas de los difuntos hasta la región del inframundo. En la imagen, Caronte en un grabado de Gustave Doré (Detalle)/Especial.
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