La primera semilla
POR ALBERTO RUY SÁNCHEZ
Huberto Batis es mucho más que mi maestro, mi editor y mi amigo. Sólo alguna comparación descomunal alcanzaría levemente a describir el tamaño y los efectos de su presencia generosa y afilada en la formación y en la vida afectiva de quienes estuvimos muy cerca de él desde los años setenta.
Corrió la voz de que un personaje extravagante abriría un taller literario al que podrían asistir alumnos que no necesariamente estudiaran la carrera de letras. Ricardo Newman, Felix Moreno, Magui de Orellana, entre otros, teníamos una clara pasión por la literatura pero también por el cine y el periodismo, la antropología y la filosofía. Teníamos casi veinte años cuando coincidimos en las aulas excesivas de una carrera entonces nueva que se llamaba Ciencias y Técnicas de la Información. Y decidimos escaparnos de otras materias para probar ese taller teñido de una reputación de extrañeza. La primera sorpresa fue encontrarnos a un gran lector que con la misma avidez, pasión e irreverencia leía a los grandes autores que a nosotros, incipientes aprendices de escritores. Nos regalaba así de entrada la igualdad de leer con la misma minucia crítica nuestros titubeantes intentos de escritura.
Cada sesión abría puertas hacia nuevos libros y autores y cada lectura era demostración de cómo los otros, ya en los libros, habían hecho con destreza, algunas veces ejemplar, algo similar a lo que parecía que habíamos intentado en nuestros ejercicios compartidos. Muchas veces había que aprender no de lo que los demás habían logrado sino de eso en lo que otros, ya publicados y con prestigios establecidos, también habían fracasado. Aprendíamos de entrada que, mucho más importante que ser publicados o tener una carrera literaria, el reto grande era hacer lo mejor que cada uno pudiera. Y esforzarse por hacerlo mejor cada vez.
Eso cambiaba todo. Y, a quienes siguiéramos esa línea de esfuerzo extravagante, ella nos separaría radicalmente de la gran mayoría de escritores que buscaron la presencia pública inmediata. O la pertenencia a una cofradía de complicidades. Todo aprendizaje de escritor se da finalmente, no en el grupo, no en el taller colectivo sino en el taller individual. En el taller personal, en la soledad poblada de lecturas y fantasmas donde cada creador finalmente se define, crece o se anula.
La otra lección implícita en esa lectura afilada en todas las direcciones era que el último juez, el más cruel y despiadado, el de verdad más riguroso, tendría que ser uno mismo. Ninguna palmadita en la espalda era de verdad aceptable. Ningún elogio mutuo admisible.
Pero la crítica no era destrozar el texto sino comprender sus mecanismos, sus ideas, sus formas, sus posibilidades. Criticar es comprender, sin contemplaciones conformistas pero no necesariamente atacándolo de manera sistemática. Ser crítico no es dar puñaladas con alma de verdugo sino tener un bisturí afilado para la disección anatómica certera.
Un día Huberto decidió que el taller se desplazaba a su casa los sábados por la mañana y que ahí reuniría a sus alumnos de varias universidades. Podría escribirse muchísimo sobre esa casa. Por lo pronto me detengo diciendo que fue ahí donde el taller adquirió su verdadero carácter. Ya no escolar sino artesanal. No un profesor que dicta “verdades” al auditorio sino un artesano mayor al centro ejerciendo su oficio a su manera y un círculo a su alrededor aprendiendo a hacer cada uno lo suyo, a la vista de todos. Huberto vivía con tal intensidad todo lo que leíamos, todo lo que escribía, todo lo que investigaba, que compartir lecturas era siempre una experiencia vital. Recuerdo el día que leímos en un autor francés del siglo XIX, Huysmans, la descripción del olor que despedían las faldas agitadas por las bailarinas de can can en el Moulin Rouge. Una mezcla potente de coño y de un perfume cuyo nombre no recuerdo. Pero que Huberto fue inmediatamente a hacer fabricar por un perfumero. Y todo era así con él. Los sentimientos, las situaciones, los vínculos de cada texto con la historia social y las historias individuales estaban vivos. El abismo entre los libros y la vida no era sino un espejismo que se rompía en el acto de leer vitalmente cualquier texto. La literatura sería vida o no sería nada.
Esa manera apasionada de pensarse profesionalmente en el oficio de la edición, del periodismo cultural, del pensamiento y la escritura me marcó para siempre y creo que fue fundamental en la elección de las siguientes cercanías. Tanto en las personas como en el modo de relacionarse con ellos y su oficio: Roland Barthes, Gilles Deleuze, Octavio Paz, apasionados del asombro literario, cada uno a su manera.
En aquel inicio de los setenta, en la época de la primera semilla, Huberto tenía 36 años y algunos de nosotros casi veinte. Pero lo veíamos como alguien muy mayor. Ahora que cumple 80 y lo veo y lo pienso tan joven agradezco su iniciación apasionada como después la amistad no menos intensa y la hospitalidad de editor en las páginas sabatinas donde tantos aprendimos a tener lectores. El gigante que es Huberto sigue regalándome su sombra generosa y en ella, como una sonrisa, como una afirmación vital, ese olor que llegaba desde la primera fila del can can. Y yo le agradezco aspirando hondo cada vez que por alguna razón de la vida siento que me falta la respiración.
* Fotografía: Batis compartió labor periodística con Fernando Benítez / Tomada del libro Por sus comas los conoceréis, de Huberto Batis
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