“La rabia lenta”: un cuento de Lola Ancira

Jul 9 • destacamos, Ficciones, principales • 6221 Views • No hay comentarios en “La rabia lenta”: un cuento de Lola Ancira

 

Este es un adelanto del libro Despojos, ganador del Certamen Nacional de Literatura “Laura Méndez de Cuenca” 2021, en la categoría de cuento, de próxima aparición. En este cuento, Lola Ancira narra las venganzas que se van añejando en la mente de una madre ante el feminicidio de su hija. Despojos aparecerá bajo el sello FOEM

 

POR LOLA ANCIRA

Una pequeña venganza es más humana que ninguna.

F. Nietzsche

 

Al momento de poner un pie fuera del auto, su semblante cambia. Deja a la Abigaíl sosegada en el asiento del conductor y camina varios metros por la acera gris que bordea el estacionamiento. Pasa cerca de una pareja que construye un precario castillo, ensartando fierros viejos entre sí, mientras en la cajuela de una camioneta destartalada aguardan varios botes multicolores de plástico cerrados. El frágil castillo que resguardará a una mujer con mandil, donde el fuego calentará un comal y vasijas de barro con guisados humeantes, estará terminado para cuando ella salga.

 

Llega a las escaleras que dirigen a la entrada principal. Sube y muestra su credencial. El guardia abre la puerta y le permite pasar. Se detiene en un escritorio de madera desvencijado del siglo anterior, cada objeto pertenece a otro tiempo. Entrega su credencial y le devuelven un papel blanco con algunas letras y números. En un mostrador contiguo entrega su bolso, saluda a los inspectores alegres prestos a la plática y pasa a los cubículos de revisión, único lugar en el que es atendida por una mujer. Casi siempre la recibe la misma. Pasan a un pequeño cuarto blanco similar a un vestidor en el que la otra palpa cada parte de su cuerpo.

 

Le da permiso de salir, ella agradece, toma su bolso y se dirige a otro mostrador, donde enseña el papel blanco y recibe un gafete con un cordón que debe llevar al cuello. Luego la marcan en la parte interior del antebrazo derecho con tinta invisible. Atraviesa la reja de barrotes azules que custodia el primer pasillo rodeado por campo, sus pasos ya saben a dónde dirigirse en aquel laberinto plomizo. De repente, una ráfaga se cuela entre las hendiduras de las paredes y se aterra de que la engulla aquello que viene a buscar. Traga saliva para ahuyentar el terror y avanza a través de dos, tres rejas más, donde el procedimiento es el mismo: saludar al guardia e introducir su brazo en una caja negra para mostrar el tatuaje temporal que sólo es perceptible en esa mínima oscuridad con luz neón.

 

Encuentra a pocas personas en los pasillos grises, escucha murmullos que apenas son voces y siente las miradas punzantes de los pocos que andan por los jardines adyacentes. Al atravesar la última reja, se detiene y observa el patio con mesas y bancas de cemento ocupadas por un número reducido de presos y visitantes. El sonido de voces que hablan a un nivel normal le da la bienvenida antes de que algunos la volteen a ver; otros charlan a la distancia, unos más están de espaldas, en silencio. Reconoce la figura alta y delgada de Ernesto entre estos últimos.
Saluda con una sonrisa a los guardias que están a los costados. Sus miradas severas le recuerdan, como cada mes, que, si alguno de los presos se pone violento o intenta hacerle algo, lo que debe hacer es correr a toda prisa hacia los extremos.

 

Con pasos lentos que retrasan el encuentro lo más posible, llega al sitio. Ocupa el lugar frente a Ernesto. Se saludan con un movimiento de cabeza y se miran unos segundos, ella reconoce en los ojos de aquel la mirada lastimera de un can famélico. Él parece amedrentado y se mira las manos.

 

Hoy, la densidad de su mutismo le pesa a Abigaíl como nunca. Ernesto se aclara la garganta, preludio para hablar, y la mujer estira el cuello hacia él, mas éste no emite palabra alguna. Ella conoce cada uno de sus silencios: el taciturno, el resentido, el rabioso. El de hoy es nuevo, los asfixia a ambos. Trae consigo la tempestad.

 

Ella comienza a respirar por la boca y se lleva una mano al pecho al tiempo que Ernesto niega con la cabeza. Se distancian un poco haciéndose hacia atrás, como si en aquellos centímetros que acaba de interponer lograra encontrar el oxígeno faltante. Él suspira y, al levantar la mirada, se encuentra de nuevo con aquellos ojos interrogantes que quisieran asomarse a lo más hondo de su ser, así que los esquiva de nuevo. Permanece en su sitio. Siempre resiste. Esta rutina mutua de los últimos martes de mes no ha sido alterada por ninguna de las dos partes.

 

Abigaíl mira a los otros. Algunos rostros de los visitantes imitan tan bien las muecas de los presos, que, si no fuera por los uniformes, sería difícil decir quién está purgando qué condena.

 

Hay instantes más breves que un pestañeo en los que piensa que él por fin dirá algo: al abrir un poco la boca y humedecer los labios, al aclararse la garganta o rascarse la frente. A veces cree que una disculpa está a punto de ser pronunciada. Pero no. Nada. Él sigue impasible.
Ernesto hace un movimiento brusco y su quijada truena. Abigaíl no sabe si la quiere intimidar o si es él el intimidado. Trata de tranquilizarse y recurre a su bolso. Se pone crema en las manos. A él le llega el aroma cítrico que le trae a la memoria migajas de un placer distante. Luego ella saca un cigarro y le ofrece otro. Ernesto acepta, único gesto de complicidad que ha mostrado en sus encuentros. Ella enciende el suyo y le acerca el encendedor. La mano huesuda que lo recibe hace lo posible por tocar sólo el plástico. Cuando dan caladas al mismo tiempo, el humo se reúne y sube en una sola columna que se disipa pronto.

 

A diferencia del resto de las personas que visitan a los presos a esa hora y en ese día, la mayoría mujeres, Abigaíl es de las pocas que entran con un bolso pequeño. En el resto de las mesas se observan alimentos, refrescos y café que acompañan pláticas y discusiones animadas continuamente reprimidas por los guardias.

 

Quienes los observan se preguntan para qué se reúnen. Cuando Ernesto es cuestionado al respecto, responde que es algo que tiene que hacer. Por su parte, a Abigaíl nadie la cuestiona porque ha tenido el cuidado de no mencionarle a nadie estas visitas.

 

Las primeras veces, ella se empeñó en hacerlo hablar, mas nada que dijera, nada que preguntara podía arrancarle siquiera un monosílabo a aquel gólem reducido. Preguntas, recriminaciones, distintos tonos de voz. Calma e ira, ambas daban igual. Así que comenzó a imitar su mutismo.

 

Está atenta al tiempo gracias a su reloj de mano. Lo mira con disimulo cada tanto. Cuando comprendió lo inútil de sus palabras, implementó una señal para indicar que la reunión había llegado a su fin: mirar el reloj colocando su brazo sobre la mesa. De los cuarenta minutos permitidos, nunca ha superado los veinte. Ernesto parece estar de acuerdo, no se ha quejado ni le ha pedido que se quede más tiempo. Ella toma su bolso y lo mira a los ojos. Él también la mira. A veces, como ahora, la mujer deja algunas mentas sobre la mesa tras ponerse de pie.
Abigaíl recorre el mismo camino a la inversa. Pasa por las rejas, muestra de nuevo el sello, llega a la entrada principal. Cambia el gafete por su credencial, vuelve a pasar por el cuarto de revisión. Entrega el papel en el escritorio desvencijado y se despide del guardia de la puerta principal. Atraviesa el vidrio negro y regresa a la realidad de los libres que purgan penitencias sin estar en confinamiento. Vuelve a recorrer la acera sintiéndose veinte gramos más ligera, siente que una fracción de la culpa se quedó ahí dentro, absorbida por Ernesto, quien ya debe caminar como si llevara zapatos de hierro.

 

Para él, las visitas de la madre de la mujer a la que asesinó son una segunda condena silente que aceptó cumplir sin protesta.

 

 

 

Abigaíl había terminado de cenar cuando sonó su celular. Aunque no solía contestar números desconocidos, estaba tan relajada que no le dio importancia. Escuetas palabras la hicieron partícipe de la tragedia. Con tanta historia funesta alrededor, se había prohibido imaginar cómo reaccionaría de ser alcanzada por la fatalidad, cuando ésta no tenía ni que asomarse por error. No gritó ni lloró. Sintió un ardor punzante en el rostro y en la garganta que le impedía reacción alguna. No podía pensar más allá del puñetazo que significaron las palabras “reconocer el cuerpo”. Lo que siguió a las tres palabras que anunciaban la muerte de su hija ocurrió en una realidad que no era la suya. La rabia y la tristeza se mezclaron junto con el pulso acelerado, recorrieron cada una de sus extremidades y comenzaron a formar el núcleo de un explosivo en su vientre.

 

Clavada en el sillón, se quedó sosteniendo el celular casi una hora, pero la Abigaíl resuelta se dirigió por las llaves del auto y bajó al estacionamiento. Condujo hasta la dirección que le señalaron. Al tiempo que manejaba, marcó varias veces el celular de Julia sin tener respuesta. Una vez en el Semefo, respondió preguntas y firmó documentos mecánicamente. Antes de pasar a la morgue, le pareció escuchar las indicaciones en otro idioma. Asentía sin pensar. Sentía que sus pies no tocaban el piso y que tampoco respiraba, que estaba suspendida en el tiempo.

 

A pesar de estar en verano, sintió un frío que iba en aumento. Sus extremidades estaban ateridas, le dolía caminar. Al pasar al cuarto repleto de refrigeradores y camas de metal con cuerpos cubiertos, el médico forense le indicó cuál era el que debía reconocer. Mientras lo descubría hasta la cadera, la palabra reconocer dio tumbos entre los oídos de Abigaíl a diferente volumen, el palíndromo perfecto para señalar que debía examinar las características de un cadáver y afirmar o negar su relación de parentesco. El cabello ondulado y castaño enmarcando las facciones aun pueriles, la nariz chata, los labios delgados, la piel clara, un tatuaje pequeño de un símbolo de infinito que ella desconocía debajo del seno izquierdo. La pérdida de sangre la volvía más pálida de lo normal. Sus ojos se anegaron al comprobar que aquella era su hija. Se enjugó las lágrimas y la tocó para cerciorarse de lo que estaba ocurriendo. Su frío se acrecentó al palpar aquel glaciar humano.

 

El explosivo en su vientre detonó. Y pudo gritar y llorar de una forma tan terrible que desgarraba lo circundante. Ahí estaba Julia recostada con los ojos cerrados, durmiendo el sueño eterno. Pensó en la Abigaíl petrificada en casa, libre de tener que realizar esta terrible labor.

 

Ésa fue la primera de una serie de pruebas que pensó que no superaría. La peor fue enfrentarse, a la mañana siguiente, a las fotografías de los periódicos de nota roja que, aunque sólo mostraban un cuerpo cubierto por una manta blanca rodeado de policías, exhibían lo que le sucedió a su hija bajo la leyenda “Una pasión convertida en delito”. Las fotografías y la historia saturaban internet. Quería comprar los periódicos y calcinarlos, hacer que desapareciera cada página que exhibía el caso: lidiar con la situación sin millones de espectadores.

 

Las continuas llamadas para darle el pésame fueron otra prueba, lo mismo contratar un paquete funerario y citar a las personas cercanas. Otra más, elegir el último atuendo de Julia, buscar entre sus vestidos de color oscuro una prenda menos sobria, elegir su maquillaje y accesorios. Jugar a las muñecas con el cuerpo de la adolescente.

 

Pidió autorización para maquillarla después de la autopsia. Llegó mucho antes al velatorio y la encontró lista. Sin convencerse de su partida, de nuevo palpó su muerte. Colocó la base de maquillaje con cuidado, después las sombras, el delineador y el rímel. Por último, el labial. Le puso unos aretes de plata con forma de cruz egipcia y un dije que hacía juego.

 

Esa noche, acompañada de dolientes, el sentimiento de que no conocía del todo a Julia no hizo más que incrementarse. Mientras velaba el ataúd que contenía la mitad de su corazón, custodiándolo para que no lo volvieran a dañar, escuchó hablar a los amigos de su hija. Describían a una adolescente que ella apenas reconocía; mencionaron tantas visitas y situaciones de las que jamás había escuchado que en cierto momento sintió que estaba usurpando el lugar de alguien más, el de aquella Abigaíl que continuaba sosteniendo el teléfono.

 

Ningún familiar de Ernesto acudió al velatorio. El salón para cincuenta personas resultó inmenso, y por más que pedía que bajaran la temperatura del aire acondicionado, en momentos tiritaba de frío y le temblaban las manos y la voz. Algún chiste trivial la trajo a la realidad de la Abigaíl original, rio por unos segundos y, aunque aquella sensación fugaz de bienestar la hizo sentir como una traidora, le recordó que había otro mundo esperando por ella después de atravesar ese umbral.

 

Antes de que anocheciera, el cuerpo fue cremado. Al mirarla por última vez, le tomó una fotografía. A las diez de la noche, le entregaron la urna de metal que había elegido previamente, esa que decidió colocar en casa sobre un pequeño altar improvisado.

 

Casi una semana después, asistió a otra de las pruebas más difíciles, una reunión de los compañeros de clase de Julia. Cada uno compartió anécdotas con ella. Cuando llegó el turno de Abigaíl, le resultó tan doloroso evocarla que no pudo mencionar palabra alguna. Pensó que, así como ella era distintas mujeres, lo mismo ocurría con su hija. Una era la que vivía con ella, otra, a partir de atravesar la puerta de la casa. Una distinta, la que había amado a Ernesto.

 

Había días en que volvía a ser la Abigaíl autómata que actuaba por inercia. Firmaba documentos, recibía condolencias, reiteraciones de “no estás sola”, “cualquier cosa…”. Fórmulas aprendidas y heredadas, expresiones repetitivas dichas por educación, vacías de significado. La visitaron algunos amigos de Julia en distintas ocasiones. Y cada uno aportaba una pieza del rompecabezas para armar a aquellas otras que también eran su hija. Y ella, al exponer diversas intimidades, sin saberlo, aportaba piezas a enigmas ajenos.

 

Comenzó a encontrar rasgos de cada una de las Julias al convertir su habitación en un sitio antropológico, donde se detenía en cada detalle para intentar descubrir pistas. Los cuadernos de poemas resultaron uno de los hallazgos más valiosos, al igual que la lista de cosas por hacer para el resto del año. Encontró a una joven oculta entre hojas y letras, una en la que no había reparado. La lista incluía terminar de leer los libros de la repisa superior, donde encontró La fuente del unicornio, Oro y sangre y La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y de su abuela desalmada; tener un trabajo de verano en Plaza del Sol para comprarse la chamarra de piel que tanto le había gustado, pasar los niveles intermedios de alemán en la aplicación de su celular y ver completas las películas de Buñuel de la colección del papá de Ernesto. Ahí estaba de nuevo ese nombre.

 

A la Julia que más ansiaba conocer era a la enamorada. Y no tuvo que desearlo más: encontró uno de los diarios de su hija en los cajones del escritorio, debajo de una colección de películas. Así supo que Julia prefería guardar silencio porque sabía lo que diría su madre, porque la haría dejar de verlo. Escribió que en algún momento todo volvería a ser como al principio, que ella podría controlar lo que le sucedía.

 

Abigaíl, tal como lo declaró en el juicio, no tenía antecedentes de que el novio de su hija fuera violento. Era un compañero de preparatoria con el que convivía a diario. Tenían varios amigos en común con los que solían salir, y él la visitaba seguido en casa. En general, su relación era cordial. O eso pensaban los demás. El único que tenía conocimiento de los problemas que había en la relación era el padre de Ernesto, quien los había ayudado a librarse de disturbios en la vía pública y a resolver choques poco aparatosos, porque su hijo era mayor de edad y Julia no. Intercedía por su hijo porque debía convertirse en un abogado como él, y si eso implicaba salir de casa a las diez de la noche en domingo para solucionar un altercado en el que ya estaba involucrada la policía, lo hacía sin reparos. Conocía el temperamento violento y explosivo de Ernesto porque él se lo había heredado, y parte de su ayuda era para sanar la culpa que esto le provocaba. A Julia la veía como una más de sus novias. No era la primera ni sería la última; se limitaba a ser amable con ella y le hacía regalos para comprar su silencio.

 

Los celos de Ernesto sí eran conocidos entre sus amigos. La tarde del hecho hubo suficientes testigos para poder apresarlo después, a pesar de los intentos del padre por defenderlo y eliminar pruebas. Durante el juicio, varios de ellos declararon que el grupo partió un sábado por la mañana en varios autos hacia Tapalpa, se dirigían al Salto del Nogal. Pasaron la tarde nadando y bebiendo en la cascada. La pareja comenzó a discutir, pelea que hizo que Ernesto obligara a Julia a dejar el lugar para regresar solos, a pesar de los reclamos del grupo.

 

Fue la última vez que la vieron con vida. Ernesto cambió sus declaraciones en varias ocasiones, pero finalmente aceptó que volvieron a la casa de sus padres, quienes no estaban en la ciudad. Se encerraron en su habitación y alegó que su intención nunca fue matar a Julia, pues la amaba. Quería que dejara de llorar y cambiar su opinión sobre separarse, misma que reiteraba desde la cascada e incluso mucho antes, según su mejor amiga. Ernesto alegó que la abrazó con tanta fuerza y por tanto tiempo, que ambos se quedaron dormidos. Al despertar notó que Julia no reaccionaba, y lo primero que hizo fue llamar a su padre. Ambos pensaron qué hacer y éste terminó por llamar a la policía. Ernesto aseguró que la idea de escapar fue suya. Aprovechó un momento para ir al baño y salir por la ventana que daba a la calle. Subió al auto y condujo durante horas. Lo arrestaron en un paradero de la autopista Guadalajara-Colima, lo que agravó la condena.

 

Julia murió por asfixia a pesar de no tener signos de ahorcamiento. Los moretones en brazos y piernas que ocultaba usando blusas de manga larga y pantalón fueron los únicos vestigios de la violencia que sufría en silencio.

 

Compañeros del trabajo, familiares lejanos, excolegas, amigos con años de distanciamiento, periodistas, desconocidos y entrometidos interrogaron incontables veces a Abigaíl sobre lo sucedido. Los abogados querían llevar su caso, los conductores de radio y televisión solicitaban entrevistas. Ella evitaba a la mayoría. Las opiniones se dividían en dos bandos: quienes compadecían a Ernesto y quienes lo aborrecían.

 

Abigaíl descubrió que la pena por una pérdida adoptaba muchas formas. La de una sombra acosadora, la de un demonio hostigador que no pueden predecirse ni controlarse, y que actúan con total libertad sobre tu ánimo, tu vida entera. La de un perro fiel que te sigue a sol y sombra.

 

Visitó de nuevo la iglesia en la primera misa del mes. Escuchar la cantidad de oraciones dirigidas al oído de Dios le hizo pensar que su susurro se diluiría entre la gente, que hacía tanto que no le hablaba, que era muy probable que ya la hubiera olvidado. A pesar de no confesarse desde años atrás, pensó que hacerlo la ayudaría a aclarar su mente. El padre le dijo que debía perdonar al asesino “por caridad cristiana, por amor”. Y los restos frágiles de lo que alguna vez fue una sólida fe comenzaron a desmoronarse.

 

 

 

Abigaíl creció en un hogar católico y se formó en escuelas de monjas, bajo la amenaza de que Dios está siempre presente, sin importar lo íntimo de la situación. Se imaginaba que la observaba en la escuela, en el recreo, en los baños. El suyo era un dios que no conocía de vergüenzas, un espía tenaz. Ahora, su fe era la misma que de niña, la diferencia era que no creía en la sarta de restricciones y mandatos de la Iglesia. Al terminar la universidad, su familia la desterró por irse a vivir con su novio sin haberse casado. A los veinticinco años se embarazó de la que sería su única hija. Decidió ser madre soltera y continuó trabajando como profesora de latín en la Facultad de Letras de la Universidad de Guadalajara hasta poco antes del parto, y logró compaginar su vida profesional con la maternidad. Suplió el bautizo de la niña con un rito propio; no le impuso su religión a Julia para ofrecerle la posibilidad de elegir una propia cuando ella fuera mayor.

 

Hablaba con su hija constantemente, tenían una relación cercana que se fue fracturando con la llegada de la pubertad. Recordó que ella misma, a esa edad, se escapaba para salir los fines de semana, y prefirió establecer reglas permisivas, no entrometerse demasiado ni preocuparse de más cuando Julia buscara su libertad.

 

 

 

Cinco años atrás, durante la audiencia final del juicio, su perdón para Ernesto había sido sincero. Con lágrimas en los ojos, lo abrazó ante los presentes. Desde entonces pensó que él no tendría suficiente con un castigo impuesto por la ley. Hacía falta el castigo divino, ese del que muchos se libraban o en el que no creían.

 

Sus ojos se negaron a soltar más lágrimas. Sentía el alma como una brasa. Al rezar, sus palabras sólo sabían exigir. Su pensamiento se repartía entre el duelo y una obsesión enfermiza por Ernesto. En aquel océano de desesperación, logró divisar un peñasco al cual asirse, una esperanza entre la angustia. Si decidió perdonarlo fue para librarse de él, de un yugo que no era la muerte, aunque se le parecía bastante. Abigaíl sentía que aún había una deuda pendiente. No con ella, sino con su hija.

 

Eligió esperar y sanar a su tiempo. El primer año tras el perdón resultó el peor, incluso se culpaba por seguir viviendo. Esos doce meses fueron lo más parecido a la eternidad. El segundo, reanudó por completo su ritmo de trabajo. El tercero, volvió a sonreír, aunque la pérdida nunca le dejó de doler. Al quinto, decidió que era suficiente. Se reconcilió consigo misma, hizo a un lado el rencor que la carcomía, a tiempo para no perder por completo el cimiento y derrumbarse. Comenzó a sanar, y supo que era hora.

 

Por más que fuera consciente del sinsentido del odio, le resultaba imposible ignorarlo. Regresó a la iglesia solamente para escuchar que su alma estaba envenenada. Y al ver la imagen de Cristo crucificado, lo escuchó con tanta claridad como si se lo susurrara al oído: “Tienes que buscarlo”. Miró a los lados, estaba sola. Lo vio de nuevo y éste habló con claridad sin mover los labios y con los ojos fijos en ella: “No lo dudes más”. Cuando llegó a su casa, volvió a ponerse el crucifijo de plata que había guardado desde la muerte de Julia. Contactó a la administración del penal de Puente Grande, donde Ernesto purgaba su condena, y le informaron que, al no ser familiar, debía enviar una carta solicitando la autorización del presidiario para visitarlo.

 

Así lo hizo, y recibió la respuesta dos semanas después. En una escueta hoja blanca y con escasas palabras, Ernesto le respondió que sí, que podía ir los martes temprano. Pasaron dos semanas más en lo que Abigaíl reunió los documentos solicitados y tramitó el permiso. La primera mañana en la que se encontró con él, la mujer sintió que revivían los bordes de su herida más honda.

 

Abigaíl, sin saber que ése es el último martes que visita Puente Grande, camina anhelando despertar de la pesadilla, de los domingos de comprar flores frescas para el altar, de los martes de desvelo para viajar al penal. Mientras cabila en su cansancio, la detiene una voz que ya ha escuchado en otras ocasiones. Es la vendedora desde su castillo marchito:

 

—Doña, usted tiene una luz que se ve desde por allá —dice y señala a la lejanía—. Cada que la veo le hablo, y aunque usted ni me mira, yo bien sé que sí me ve y me oye —suelta con una sonrisa astuta—. Venga, le quiero contar algo.

 

Abigaíl, desconcertada, se acerca al puesto vacío.

 

—Yo sé que viene por lo de su hija, chula. Mire, aquí adentro se pelean a cada rato entre ellos y se meten hasta lo que no en las venas, por eso hay tanto muertito. Los que están aquí hicieron algo imperdonable, se ganaron el odio de muchos. Y el odio nos enerva tanto como el amor, ¿verdad, chula?, pero nomás en eso se parecen, porque el odio nos pudre. Y entonces tenemos que elegir si no el perdón, el olvido. Yo sé que usted no puede olvidar, por más que ya lo perdonó. Y no la culpo, yo tampoco lo haría de estar en su lugar —la mujer niega con ambas manos al tiempo que mueve la cabeza de un lado a otro. Luego se limpia las palmas en el mandil—. A lo que voy es que aquí le conseguimos de todo. También nos deshacemos de lo que se tiene que tirar, usted nomás diga, nomás dé la orden, chula. Es cosa de quince días, a lo mucho. Ni tiempo le va a dar de venir el mes que viene, ¿cómo ve? —la señora le guiña un ojo y voltea al comal para girar las tortillas—. Usted nomás diga, chula.

 

Dos veces más escucha el “usted nomás diga, chula”, mientras la señora gira tortillas y revuelve guisados. Abigaíl no se mueve del puesto. Días atrás, se enteró de que el padre de Ernesto aboga cada vez por una condena más corta. Buen comportamiento, alega. Incluso habla ya de libertad condicional. Saber que Ernesto está preso es muy diferente a saberlo libre. Una Abigaíl resuelta se convence de que la única respuesta posible es la que le ofrece la señora, estira la mano y recibe una tortilla con una servilleta debajo. La reina en mandil le indica con la cabeza que se marche.

 

Ya en el auto, encuentra una hoja con un número de cuenta y la cantidad que debe pagar. La madre abandonada de sí, la docente, la mujer solitaria y la persistente le dan la bienvenida a la apoteósica. No volverá a recorrer los pasillos, escuchar murmullos, recibir miradas afiladas, pasar un segundo más en aquel deplorable patio manteniendo una conversación visual. Ya no tendrá que enfrentarse a un cuerpo cada vez más flaco en el que se amontonan las heridas de brazos picados con venas destrozadas.

 

Se niega a ser testigo de lo que aquel dios acosador verá con detalles: conjunción de encierro, odio comprado y fentanilo. Ya se perdonará luego a sí misma, por caridad.

 

Ilustración: Dante de la Vega/ El Universal

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