La Reina del Sur: Teresa Mendoza, sin censura

Feb 10 • destacamos, Ficciones, principales • 11398 Views • No hay comentarios en La Reina del Sur: Teresa Mendoza, sin censura

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“También las mujeres pueden”. Con esta frase, tomada de una canción de Los Tigres del Norte, Teresa Mendoza, el personaje más mediático y enigmático de la literatura del narcotráfico en México habla de su vida en el negocio y revela su espíritu filantrópico, alejado de la vanagloria

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POR CÉSAR GÜEMES

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Acto Uno

–Me gustaría que reconocieras a cierta mujer, que hablaras con ella.

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–No entiendo, no del todo –y aunque la concentración del caso trate de ser sólo para la plática, es imposible que la mirada y el pensamiento no se volatilicen con toda la belleza femenina en ligero atuendo aquí donde la temperatura es de 30 grados a la sombra mientras allá en el país cada mañana se congela el rocío hasta en las ventanas aun ahora, en la primera semana de febrero.

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El viento, propiamente el aire que genera el breve auto sin capota, refresca, alivia esta zona en donde, casi diría Sabina, “el frío no se puede concebir”.

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–Ya entenderás. Ella te ubica bien. Y yo estaré presente, pero en silencio y sin participar en lo que hablen. Así que pregunta con entera confianza.

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–Dicho así, el asunto no tiene mucho interés que digamos.

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–Tengo quince años de vida más que tú, y te llevo 25 como enviado de guerra. Así que a mí no me vas a contar. Es una mujer a la que conocimos juntos, a la distancia, allá en el noroeste de tu patria, ahora mía también.

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Que sí, que hubo muchas personas conocidas al alimón por allá. Pero una específicamente… Pues, ni hablar, sólo una.

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–¿Vamos a la casa de la señora? –pregunto, fingiendo la mayor indiferencia posible, mientras tiendo, contrariamente a mi costumbre, un ejemplar de Eva, su nueva novela, para que me la firme. El tipo es duro y entiende para qué necesito esa constancia.

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–Es aquella casa blanca. Guardaré silencio, recuerda, chaval –pone algún saludo y la firma completa: Arturo Pérez-Reverte.

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–Menos misterio, señor Hitchcock.

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–Teresa Mendoza, La Reina del Sur. Tienes mi anuencia para hablar con ella. Sólo considera que estaré escuchando y le echaremos un ojo al original ella y yo.

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–¿Vive la Mendoza?

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–Y vive bien… Payaso.

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Acto Dos

Ya no hay modo de llamarla Teresita, aunque conserve intacta la sonrisa juvenil, la gentileza del norte de México a flor de gesto, la cadencia al habla de su natal Sinaloa –aquel dejo de dulzura y distancia, al mismo tiempo, muy propio de quien viene de Las Siete Gotas, Culiacán–, y una forma física que en esta etapa de la madurez –envuelta en ropa hecha a medida– es todavía más espectacular si bien serena.

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Es, sin duda, Teresa Mendoza, largos años conocida como La Reina del Sur, quién sabe si por su gusto. La señora, muy joven señora, es monarca sin duda de varios reinos, conocidos o apenas visibles, todos reales aunque algunos tan felices que se diría imaginarios.

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Su actual modo de vida deja abiertas muchas interrogantes: no se encuentra en la zona más cara del país que eligió, no habita una mansión con un foso de cocodrilos en derredor, en principio no tiene guardias salvo el par de profesionales sujetos que hacen pasar tres veces al periodista por una suerte de túnel de dos metros de largo que hace las veces de escáner, a la entrada del conjunto arquitectónico.

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Pero en un cajón, cuando lo abre para guardar no sé qué, me parece entrever la culata de una pistola. Aunque, tal vez condicionado por el mito –reconstruido en una novela de 500 páginas y, basadas en ella dos adaptaciones televisivas de muy buen recibimiento–, más allá de su existencia en carne y sangre, se trate sólo de imaginación.

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–Comprenderá que no pueda decirle Teresita, señora Mendoza. Y no por la leyenda, no por lo vivido sino por lo que ahora vive.

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–No se preocupe por eso. Teresita murió hace demasiado tiempo, como muchos de quienes la llamaban así. Me acostumbré a pensar en ella como alguien que se fue. Prefiero que me llame Teresa.

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Brinda la mano derecha, cordial y serena, pero se mantiene un poco distante. Agradece la charla en un castellano con tintes de acento peninsular.

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Una mujer mayor entra a escena y supervisa que un sujeto coloque en la mesa lo mismo vino que botellas de agua, hielo, copas, vasos, una generosa charola de carnes frías, quesos varios, pan fresco. Y se van.

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La propia Teresa se da a la tarea de abrir y descorchar botellas. El periodista la auxilia de inmediato pero ella, con una mirada casi fría, sólo casi, lo detiene:

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–Mi casa: mis reglas. Mi invitado.

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–Estoy aquí en calidad de periodista, Teresa, no de invitado.

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–Usted no está aquí por periodista, sino porque su apellido me trae ciertos recuerdos. Si no digo que es usted mi invitado ni siquiera habría salido del puerto y se regresaría nadando. O a lo mejor ni regresaba –hace una pausa de grave silencio y luego deja que su risa feliz y confiable llene la estancia vacía salvo por nosotros–. Que estoy de broma, menso… Tome lo que guste, beba lo que le apetezca.

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–Naturalmente, no sé si ha pasado usted todo este tiempo a la sombra o tal vez ha virado sus negocios de tal manera que ahora se dé el lujo de no tener una Sig Sauer al alcance de la mano. O al menos, no a la vista. Todo indica que es usted una empresaria: restaurantes, ropa femenina, donaciones generosas a infantes en estado de pobreza extrema y hasta un sitio para el rescate de perros sin dueño…

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–Pero nadie sabe que soy yo quien hace todo eso. Ni lo sabrá. Hay cosas que ocurren sin que una deba aparecer como protagonista. Y así es como debe ser. Hay lecciones pesadas que nunca se olvidan, y en otra vida aprendí a volar por debajo del radar. Sigo haciéndolo. Lo de hoy con usted es una excepción, entre otras cosas porque sé que respetará las reglas. Hay amigos fieles que me lo han garantizado. Usted sabe mejor que nadie que si no respeta esas reglas, como decimos en México, se muere. No lo mata nadie, cuidado, no lo tome por amenaza. Se muere bien solito.

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–Hay, habrá aunque sean cada vez menos, quienes la veamos como antes: sólo un par de zapatillas deportivas, un short, una camiseta arriba de la cintura y una calculadora en la mano, afuera del Mercadito Buelna. ¿Qué parte de usted es aquella Teresita? ¿Queda algo de ella?

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–A veces, cuando me siento a tomar un trago de Herradura reposado y pongo a los Tigres o a los Tucanes, esa Teresita vuelve un rato y se sienta a mi lado. Pero, apenas la miro un poco fijo, desaparece. Supongo que es lo que ocurre con los fantasmas.

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–Como ha sido usted fuerte y firme, entenderá que no vine hasta acá, a pesar de los pesares, para disminuir lo que representó: se ha dado a conocer el más cercano índice de feminicidios en México, y lamentablemente Sinaloa encabeza la lista.

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–Será porque hay allí demasiados machos sin conciencia, hijos de su pinche madre. Y porque las leyes y las autoridades lo consienten. Pregunte a ellos. No todas las mujeres tienen, como yo tuve, la suerte de poder ajustar cuentas con los hombres que las maltratan. Ahora que, cuando pueden, y eso ocurre a veces, es imperdonable que no lo hagan.

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–Su figura se ha llevado varias veces a la pantalla, particularmente en Estados Unidos. Ni a usted ni a mí nos interesa el mundo del espectáculo, sólo que hoy existe un dato al fin dado a conocer luego de décadas de silencio: el acoso sexual a las mujeres que viven de su talento actoral. Eso tampoco es justo, Teresa.

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–Pues fíjese que estoy de acuerdo. Es intolerable aprovechar el poder para eso. Pero, como mujer que soy, preferiría que esas mujeres le echaran coraje y denunciaran a esos acosadores cuando las acosan, no veinte años después, cuando ya son ricas y famosas. Ahí veo poco mérito, en tanta espera. A mí también me acosaron, qué se cree. Muchas veces. Incluso un gatillero llamado Gato Fierros me violó, o empezó a hacerlo hasta que le metí un balazo, y un tiempo más tarde le dieron piso por encargo mío. No hay nada mejor que lo que una misma soluciona. De cualquier manera, a un hombre de ésos no hay que perdonarlo nunca. El que la hace, que la pague.

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–Hoy en el país se libra una batalla muy distinta a la que usted peleó: la regla es de todos contra todos, caiga quien caiga. Le pido que me diga que no tiene ni ha tenido relación alguna con esa gente sin ley. Le pido que me diga que usted luchó sola.

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–Luché sola en un mundo de hombres, asustada y pensando sólo en sobrevivir, hasta que comprendí que la forma de sobrevivir era actuar precisamente con las reglas de los hombres. Jugando su mismo juego. Ustedes lo inventaron y me obligaron a pelear: pues tomad una buena dosis, cabrones. Eso dije y eso hice. Y en eso las mujeres podemos ser aún más duras y crueles que ellos. Como dicen Los Tigres: “También las mujeres pueden”. Y como sabe, yo pude mucho… Y todavía puedo.

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–Qué la parece que su rostro esté asociado en televisión, por ejemplo, a la actriz Kate del Castillo.

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–Lo hizo bien. Fue capaz de crear un personaje creíble y digno, y se lo agradezco. No me falseó apenas nada e hizo que a menudo me reconociera realmente en ella. Si alguna vez volviera a hacerse algo en televisión, no me desagradaría que Teresa Mendoza volviera a ser encarnada por Kate. Creo que con su trabajo se lo ganó de sobra.

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–Públicamente debo agradecer que el escritor y periodista Arturo Pérez-Reverte haya mediado durante semanas para que esta entrevista se llevara a cabo. ¿Qué le agradece usted, qué no le agradece? ¿Le narraría los quince años de su vida reciente para continuar con esa forma de “sobrevida” literaria o se queda con la leyenda a cuestas?

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–Pérez-Reverte se portó conmigo como un caballero. Contó justo lo que sabía que podía contar sobre Teresita y Teresa y calló el resto. Él y yo nos mantenemos en contacto discreto. Y quizá les dé a todos una sorpresa muy pronto. Han pasado cosas interesantes en los últimos años. Y si alguien puede contarlas un día, será él. O quienes acudan a él.

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–¿Esto es una especie de promesa?

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–No. Es sólo una posibilidad. Una sinaloense sólo promete lo que está segura de cumplir.

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Ilustración: Rosario Lucas

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