La rutina del Ensamble Tamayo
POR IVÁN MARTÍNEZ
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En el sentido amplio y primitivo, música de cámara es simplemente la música escrita para ensambles pequeños, algunos dirán que para aquellos que no rebasen los diez instrumentos aunque con las búsquedas de las últimas décadas el concepto se haya podido llevar más allá. En el principio, la música de chiesa fue la que se tocaba en las iglesias y la de camara la que se presentaba en los pequeños salones. Luego llegaron las orquestas y el establecimiento de las formas que continúan hasta ahora: papá Haydn fundamentó en el papel el ideal de la música de cámara con sus cuartetos y el de mayor escala con sus sinfonías. Lo hizo acerca de la forma, pero sobre todo del tratamiento de los instrumentos. No hay más en el sentido literal.
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Lo hay en el sentido abstracto. Hacer música de cámara requiere más, y diferentes, habilidades y talentos de los que se necesitan para llevar a cabo una carrera como solista o dentro de una orquesta: están los sociales, el instinto y el interés; y el de la magia, la complicidad, la química indescriptible entre sus integrantes que hace la diferencia: cuando ocurre el milagro. Hacer música de cámara es “hacer música entre amigos”. Es una disciplina donde, rebasada la barrera de la igualdad de condiciones técnicas –tras descubrir el nivel de maestría individual hay que lograr la destreza como conjunto–, la diferencia la hace el aspecto humano, que se traduce en el artístico.
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El Ensamble Tamayo es el cuarteto messiaen (clarinete, violín, violonchelo y piano) formado por Rodrigo Garibay, Mykyta Klochkov, Gregory Daniels y Carlos Salmerón que este año cumple cinco años de trayectoria, aunque sólo permanece uno de sus miembros de la formación original. Se han dedicado principalmente a la música mexicana, teniendo ya un repertorio suficiente de obras dedicadas –o confiadas para su estreno– a ellos. Como preparación a una gira que realizarán por China el próximo mes, presentaron un recital en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes el pasado 18 de septiembre.
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El programa inició con “Mixcoac”, de Eduardo Gamboa: tres simpáticos sketches cuyos dos primeros, “Matatena” y “Rayuela” son pequeñas bromas abstractas de contrapuntos rítmico, y el tercero, “Trompo”, uno más aterrizado en forma y contenido, con muchas líneas melódicas en el estilo sabroso bien reconocido de su compositor; también es el que deja lugar a los descubrimientos, impensable hasta ahora una pieza de Gamboa que resultara aburrida, y al muestrario de las deficiencias, el cuarteto adolece en la afinación de su violonchelista.
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Siguió el “Zarabandeo”, para clarinete y piano, de Arturo Márquez: pieza íntegra en pasajes de virtuosismo rítmico, luminosidad melódica y candor estilístico, obligada en el repertorio de todo clarinetista mexicano. Sorpresivamente para quien le conoce, Garibay ofreció una ejecución problemática en todos los aspectos: cuadrada en ritmo, desafinada y con pasajes de suciedad grosera; sin control sobre su instrumento.
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Enseguida, Klochkov ofreció uno de los tres caprichos para violín solo de Jorge Vidales, “A la noche”: breve pero conciso ejercicio de pleno lenguaje violinístico que condensa mucho contenido musical a la par de ofrecer brillante efectividad sonora. Ciertos arrebatamientos en la ejecución la hicieron sonar sucia.
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La primera parte concluyó con el cuarteto “El viaje imaginario”, de Federico Ibarra: una de sus obras maestras, profundamente reflexiva y honda, construida a partir de una breve célula de dos notas desde las que se desencadena un largo viaje. Técnicamente mejor lograda, dos detalles irrumpieron lo bien organizada de esta interpretación: la imposibilidad de mantener esas dos notas características de manera natural, y la lectura vertical a esta pieza que debería pensarse de su primera nota a la última en un solo trayecto orgánico.
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Habiendo querido dejar la sala tras la lectura soporífica y desafinada de “Mixcoac”, decidí quedarme por “El viaje imaginario”. Y lo hubiera hecho por el “Trío Romántico” de Ponce, al que dedicaron la segunda parte, pero eso implicaba escuchar antes el “Cuaderno de viaje de Lavista” para violonchelo solo, y sufrir nuevamente de lo peor que puede escucharse en un recital de cámara: la rutina y el desinterés.
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Unos más, todos los miembros del Tamayo han dado en el pasado incontables muestras de su trabajo artístico en solitario. Tienen en el pianista Carlos Salmerón una brújula de la cual agarrarse, su toque es de autoridad y gracias a él se mantiene cierta consistencia, pero cuando ni esa fuerza es capaz de mantener un ritmo o brindarle personalidad a obras como el “Mixcoac” o el “Zarabandeo”, algo grave está pasando.
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La incomodidad de tocar juntos es incluso visible. Los músicos del Ensamble Tamayo ni siquiera se ven a los ojos y son incapaces de indicar complicidad con su lenguaje corporal. Cada uno de ellos vino a leer su parte, ensayada para empezarla y terminarla juntos pero no para hacer música con ella, según se escuchó. Eso raya en la deshonestidad artística.
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FOTO: Ensamble Tamayo, que se ha destacado por su repertorio mexicano, dio este recital en el Palacio de Bellas Artes como preparativo para la gira que hará en China. / Tomada de la página de Facebook de Ensamble Tamayo.