La soledad de las palabras: en defensa de la novela póstuma de Gabriel García Márquez
El Archivo Gabriel García Márquez de la Universidad de Texas resguarda la inédita novela del Nobel, En agosto nos vemos, historia narrada desde la perspectiva de una mujer madura que busca conquistar su libertad, y en cuya trama la música y la reconciliación con los ancestros son los elementos distintivos de este testamento literario
POR GUSTAVO ARANGO
Todo escritor —sin importar su fama o su prestigio— es un artista incomprendido. Cuando Gabriel García Márquez tenía 25 años, un encopetado editor argentino leyó su primera novela, La hojarasca, y le aconsejó que se buscara otro oficio. En 1961, La mala hora, su tercera novela, recibió un importante premio literario sólo después de que García Márquez aceptara las condiciones de un obispo que formaba parte del jurado: eliminar el lenguaje procaz y cambiar el título del libro, que inicialmente era Este pueblo de mierda. Esa misma novela recibió un ultraje más cuando unos insensibles editores la tradujeron al español de España, con todas sus gilipolleces y leísmos. Incluso cuando ya era reconocido, García Márquez saboreó la amargura del rechazo: el 15 de julio de 1981, un año antes de que se le concediera el Premio Nobel de Literatura, los editores de The New Yorker Magazine le notificaron que no publicarían su cuento “El rastro de tu sangre en la nieve”, porque no conseguía “mover al lector a aceptar su atrevido y hermoso concepto”. En 2004, cuando la inmortalidad de su obra nadie la ponía en duda, su novela En agosto nos vemos fue condenada al silencio, al parecer por la opinión de una sola persona. Desde 2014, tras la muerte de García Márquez, esa novela final y levemente inconclusa está guardada en un archivo al que muy pocos lectores consiguen acceder. Me propongo explicar por qué es urgente, justo y necesario que En agosto nos vemos finalmente se publique y le confiera el cierre que merece a su legado literario.
La mujer que camina en la belleza
En agosto nos vemos cuenta la historia de diez años en la vida de Ana Magdalena Bach, una mujer hermosa y madura, felizmente casada y madre de dos hijos. Su hogar está lleno de música y ella es una lectora insaciable. Su esposo, que es director del conservatorio local, es el sucesor del padre de Ana Magdalena en esa posición. Los hijos de la pareja también tienen inclinación hacia la música. Su hijo de 21 años es el primer chelo de la orquesta de la ciudad. Micaela, su hija, tiene 18 años, lleva el nombre de su abuela materna, es capaz de tocar cualquier instrumento y aprender de oído cualquier melodía, pero es un ser libre e insiste en que se hará monja. Viven en un lugar del Caribe que está hecho con retazos de muchos sitios reales.
La historia se concentra en lo que ocurre cada año alrededor de una fecha precisa, el 16 de agosto, el día en que se cumple el aniversario de la muerte de la madre de Ana Magdalena. Por razones que al principio no son claras, la madre pidió ser enterrada en una isla cercana, a la que sólo es posible llegar por transbordador. La isla parece ser otro retorno nostálgico a la Cartagena donde el autor de la novela vivió momentos decisivos: tiene ese mercado público donde alguna vez sintió que volvía a nacer, tiene una laguna espectral “poblada de garzas azules”. Con determinación y sutileza, Ana Magdalena ha conseguido que le permitan hacer sola el viaje anual para llevarle flores a su madre. Esa única aventura alejada de su familia incluye una noche de hotel a solas, dueña absoluta de su tiempo y de sus gestos. La novela comienza con el viaje en que el ritual ya establecido se desvía e incluye un encuentro sexual con un hombre “de cabello metálico” y “bigote romántico terminado en puntas”, que “parecía estar solo en el mundo”. Se habían conocido en el bar del hotel. Después del primer sorbo de licor, Ana Magdalena “se sintió bien, pícara, capaz de todo, y embellecida por la mezcla sagrada de la música y la ginebra”. Fue ella quien tomó la iniciativa, con miradas desafiantes e inequívocas, y el hombre tímido decidió seguirle el juego. La conversación fluyó sin contratiempos. Ella fue “pastoreándolo con su tacto fino”. Los unió el amor común por Drácula, la novela de Bram Stoker, que Ana Magdalena había llevado esa vez a la isla. Aquel fue el segundo hombre de su vida y ella misma se sentía sorprendida con su audacia. Nunca supo su nombre. Se amaron a lo largo de la noche, hasta que él ya no pudo darle más placer. Pero todo terminó de manera agridulce, cuando Ana Magdalena descubrió al día siguiente que el hombre le había dejado —entre las páginas de Drácula— un billete de 20 dólares. Al regresar a su hogar, todavía confundida por lo ocurrido, Ana Magdalena se vio arrastrada a los juegos amorosos de su esposo. Mientras hacían el amor en el piso del baño, Ana Magdalena pensó en el desconocido, “le agradeció lo merecido, le perdonó lo imperdonable, sin amor ni rencor, lo buscó con ansiedad en las ansias de la conciencia para aferrarse a él en la cumbre final, pero no lo encontró”.
Para no estropear la experiencia de los lectores que la novela merece y espera, diré simplemente que ese viaje a la isla se repite cada año con variaciones, a la manera de las coronas ígneas, y en cada ciclo se nos revelan cosas nuevas. El desarrollo del personaje está a la altura de su autor. Vemos a Ana Magdalena moverse desde la humillación y la culpa hasta un secreto orgullo por lo ocurrido y una emocionada expectativa por lo que ocurrirá cuando regrese a la isla. En los fugaces destellos que tenemos de su vida familiar, vemos en ella el carácter desconfiado y los deslices verbales propios de los culpables. En cierta ocasión obliga a su esposo a confesar una remota infidelidad, pero calla su aventura recurrente. Sólo a su madre muerta le confiesa todas sus verdades. En sus anuales regresos a la isla la vemos hacerse dueña de su libertad de un solo día, elegir sus amantes ocasionales, tener encuentros y desencuentros (en una ocasión un empleado del hotel, al que creyó haber seducido, le cobró después de haber estado con ella), empezar a buscar en todos ellos a una especie de amante idealizado. Durante una de sus visitas a la tumba, Ana Magdalena descubre que alguien más lleva flores a la tumba de su madre. Así concluye que Micaela tuvo un amante furtivo en aquella isla y entiende que el destino de ambas está más unido de lo que imaginaba. La última vez que visita la isla, cuando ya tiene 50 años, Ana Magdalena se acuesta con un hombre que dice ser obispo y, a la mañana siguiente, liberada de su ritual de liberación, decide desenterrar los huesos de su madre y llevárselos a casa.
El destino de una novela
En agosto nos vemos se encuentran en el Harry Ransom Center de la Universidad de Texas, en Austin. Forma parte de un nutrido tesoro de manuscritos, documentos personales, fotografías y cartas comprados en 2014 a la familia de García Márquez. Junto a la versión más avanzada de la novela y borradores de varios capítulos se encuentra el reporte de un lector comisionado por la agencia literaria de Carmen Balcells. El destino de la obra parece haber quedado sellado con esa opinión condescendiente y perdonavidas, que sirvió de referencia a la familia de García Márquez para decidir que la novela no se publicaría. Con una arrogancia que delata su inexperiencia, el autor del reporte ofrece una síntesis empobrecida de la historia. Consciente de que no puede ser completamente desdeñoso, se permite elogiar como una afortunada sutileza de la trama el hecho de que Ana Magdalena se arroje a su infidelidad periódica a pesar de tener una relación feliz con su esposo. Hace un elogio tibio y protocolario del estilo. Menciona ecos de “El corazón delator”, el cuento de Edgar Allan Poe, en el pasaje donde la culpa parece conducir a la protagonista a revelar su secreto. Pero fulmina cualquier posibilidad de publicación al describir la novela como un cuento repetitivo y alargado. Su estrechez es más notoria cuando opina que En agosto nos vemos es una novela inferior a Memoria de mis putas tristes. En su reporte no menciona ninguna otra novela de García Márquez y, por la manera como ignora las resonancias que hay en ella, es posible poner en duda que las conociera.
Seamos claros, ni Memoria de mis putas tristes ni En agosto nos vemos son novelas a la altura de las obras maestras de García Márquez. No podemos medirlas en relación con Cien años de soledad, El otoño del patriarca o El amor en los tiempos del cólera. Pero estas novelas menores son las últimas palabras de un autor que se ganó y merece nuestro respeto y nuestra atención. Más aún, al silenciar su último esfuerzo literario, estamos impidiendo que García Márquez pueda darle a su carrera literaria un cierre digno y coherente.
Memoria de mis putas tristes es un tributo nostálgico a los años que García Márquez vivió en Barranquilla a comienzos de la década de 1950. En ella imaginó la estancada respetabilidad que habría alcanzado si no hubiera seguido ese destino errabundo que lo condujo primero a Bogotá, luego a Roma, París, Caracas, La Habana, Nueva York, Barcelona y esa Ciudad de México que fue su hogar por más de medio siglo. Su última novela publicada hasta el momento está llena de méritos. Sus referencias literarias insisten en mostrarnos el amor y el respeto que García Márquez tuvo desde muy joven por la literatura española medieval y del Siglo de oro. También es un homenaje a la novela de Yasunari Kawabata, La casa de las bellas durmientes. La imagen de la virgen que duerme es heredera de la tradición del amor cortes. Pero ese nonagenario vampiro —que se nutre de juventud y de belleza— no fue la imagen final con que García Márquez quiso dar cierre a su carrera literaria. En eso radica la importancia de En agosto nos vemos. Omitir la verdadera última novela de García Márquez es como prescindir —sin que nos importe hacerlo— del último capítulo de Cien años de soledad.
El mayor mérito de En agosto nos vemos es que por primera vez García Márquez se atreve a que una mujer sea el personaje principal de su novela. Tras la publicación de Cien años de soledad, estudiosos de su obra destacaron la complejidad y consistencia de sus personajes femeninos. García Márquez dijo no haber sido consciente hasta entonces de esa capacidad suya y se la atribuyó al hecho de que pasó su primera infancia en un mundo de mujeres, donde la única figura masculina era su abuelo, el coronel Nicolás Márquez. Como sabemos, de su abuela Tranquilina Iguarán heredó el tono de distante impavidez con que se narran los hechos extraordinarios de Cien años de soledad. Con el tiempo, García Márquez desarrollaría una relación muy cercana con su madre, Luisa Santiaga Márquez. Su esposa, Mercedes Barcha, fue a la vez soporte e inspiración. En numerosas ocasiones García Márquez declaró sentirse más a gusto en compañía de mujeres. Pero los elogios que recibió por los personajes femeninos de Cien años de soledad tuvieron sobre él un efecto paralizante. Él mismo admitiría que, a partir de ese momento, le resultó más difícil escribir sobre las mujeres.
La dificultad es evidente. Más allá de la sonámbula Eréndira, las mujeres de las obras de García Márquez carecen del peso de Úrsula Iguarán, Amaranta Buendía o Pilar Ternera. La Leticia Nazareno de El otoño del patriarca se diluye en pocas páginas. La Ángela Vicario de Crónica de una muerte anunciada es silenciosa y su secreto permanece inaccesible. La Fermina Daza de El amor en los tiempos del cólera, la Sierva María de Del amor y otros demonios o la Delgadina de Memoria de mis putas tristes son poco más que piezas de decorado. El silenciamiento de En agosto nos vemos ha sido en parte responsable de que la obra de García Márquez haya sido objeto de ataques por parte de un sector de la crítica que actúa como una especie de policía moral. La ausencia de En agosto nos vemos en el corpus de su obra ha permitido que se descalifique a García Márquez como representante de una tradición machista que es necesario erradicar. Sólo en esta novela escrita en el ocaso de su poder creativo, García Márquez se atrevió a habitar por completo un personaje femenino: una mujer madura que consigue escaparse de su prisión familiar y social para hacerse dueña de su cuerpo y de su libertad.
En agosto nos vemos ratifica la plasticidad del lenguaje de García Márquez al final de su trayectoria creativa. Es, también, un homenaje a la música. El apellido de la protagonista celebra al compositor cuya obra García Márquez decía que llevaría a la isla desierta. Como es habitual en el autor colombiano, la novela está poblada por experiencias personales codificadas y abunda en homenajes literarios. El narrador hace un inventario completo de las lecturas de la protagonista en sus viajes a la isla. La referencia a Drácula es un homenaje a una de las novelas favoritas de García Márquez (la otra es El conde de Montecristo). Para el tiempo en que transcurre la historia, después de leer El ministerio del miedo, de Graham Greene, Ana Magdalena se dedica a leer literatura fantástica. Un detalle revelador de la novela es esa referencia al “tercer cuento de las Crónicas marcianas”, de Ray Bradbury. El cuento de Bradbury, “La noche de verano”, es un homenaje a la naturaleza misteriosa —incomprensible— de la poesía. Describe, con imágenes espectrales que parecen haberse derramado en la novela de García Márquez, la aventura de un poema de Lord Byron (“Ella camina en la belleza”), que los habitantes de Marte repiten fascinados sin conocer su origen ni su significado. Los personajes del cuento de Bradbury tienen, como Ana Magdalena, los ojos amarillos. El poema de Byron, en cierto modo, es una descripción de esa mujer en quien “lo mejor de la luz y de las sombras se junta en su aspecto y en sus ojos”.
La eventual publicación de En agosto nos vemos no significa que no vaya a ser criticada. Ningún libro está libre de cuestionamientos. Cuando Cien años de soledad apareció, alguien dijo que era un simple plagio de En busca de lo absoluto de Balzac y se dice que, para Borges, le sobraban 50 años. No faltará quien diga que todo intento por parte de un hombre de construir un personaje femenino es un gesto abusivo y patriarcal. El erotismo literario es un terreno resbaloso y es de esperar que se critiquen sus descripciones de los encuentros de Ana Magdalena con sus amantes. Pero lo cierto es que aquí las “potras” de otros libros se convierten en asuntos más detallados y complejos:
Al cabo de una hora larga de susurros banales empezó a explorarlo con los dedos, muy despacio, desde el pecho hasta el bajo vientre. Siguió con el tacto de sus pies a lo largo de las piernas y comprobó que todo él estaba cubierto por un vello espeso (García Márquez remplazó el adjetivo y escribió con lápiz: “liso”) y tierno como el musgo de abril. Luego volvió a buscar con los dedos el animal en reposo y lo encontró desalentado pero vivo. Él se lo hizo más fácil con un cambio de posición. Ella lo reconoció con las yemas de los dedos: el tamaño, la forma, el frenillo acezante, el glande de seda, rematado por un dobladillo que parecía cosido con agujas de enfardelar. Contó al tacto las puntadas, y él se apresuró a aclararle lo que ella se había imaginado.
“Me circuncidaron de adulto”. Y remató con un suspiro. “Fue un placer muy raro”.
Por fin —dijo ella— algo que no fue un honor.
Se besaron en la boca por primera vez. Quiso asaltarlo de nuevo, pero se le reveló como un amante exquisito que la elevó sin prisa hasta el grado de ebullición. Él se le impuso con firmeza, la manejó a su gusto, y la hizo feliz.
Permitirle a García Márquez que cierre su obra con una perspectiva femenina es un acto de justicia. La decisión de no publicar la novela fue presentada a la opinión pública como una prueba del poco interés de su familia en obtener ganancias fáciles con su legado. La novela fue descrita como un trabajo inacabado que no estaba a la altura del resto de la obra de su autor. Pero esa falta de interés en obtener ganancias con su legado se contradice con la cantidad de refritos y raspados de olla que se han publicado desde la muerte del Nobel colombiano y, de manera más dramática, con la manera tan deportiva con que se ha ignorado su determinación de que Cien años de soledad no fuera llevada al cine o la televisión.
Si se acepta el argumento de que al final de su vida García Márquez se mostró más flexible con esa determinación, ¿por qué no respetar también las últimas palabras que escribió? Es cierto que la novela nunca tuvo una versión definitiva, pero es un hecho que García Márquez consiguió completarla. El primer borrador del último capítulo nos muestra a un hombre batallando con las últimas fuerzas creativas que le quedaban. Es posible imaginar la dificultad tremenda con que logró vencer los obstáculos que le imponían su edad y la pérdida creciente de sus facultades. La energía lo abandonó en el último tramo del proceso y ya no fue capaz de defender su libro hasta verlo publicado. Pero su esfuerzo merece nuestro respeto. Sin mayor dificultad y con intervenciones mínimas, un editor amoroso —que conozca y aprecie la obra de García Márquez— podría terminar ese trabajo. Por muchas que sean las alteraciones y traiciones, no serán nunca tantas ni tan lamentables como que el coronel Aureliano Buendía o Remedios la Bella tengan rostros de actores famosos.
El espejo de la muerte
El desenlace de En agosto nos vemos es quizá la razón principal por la que la novela debe ser publicada. Es mucho más significativo, para el conjunto de la obra de García Márquez, que su obra culmine con ese reencuentro con la madre que es, al mismo tiempo, una reflexión sobre la muerte y sobre el misterioso privilegio de estar vivos. En Memoria de mis putas tristes, el personaje al que la gente conoce como Mustio Collado no tiene un vínculo cierto con sus ancestros, es en esencia una caricatura. Salvo por la tragedia distante con que termina Del amor y otros demonios, García Márquez trató de ignorar la muerte —cada vez más real y más cercana para él— y decidió conferirles finales abiertos y felices a El amor en los tiempos del cólera y Memoria de mis putas tristes. Pero En agosto nos vemos termina con los ojos dirigidos a la muerte, a ese más allá desde donde los muertos nos miran. No sería de sorprender que el futuro llegara a juzgar como uno de los mejores de su obra ese último pasaje de la novela, cuando Ana Magdalena (con su nombre tan bíblico) se ve reflejada en el cadáver de su madre y entiende su destino compartido.
El celador y el sepulturero de alquiler desenterraron el ataúd y lo abrieron sin compasión con las artes de un mago de feria. Ana Magdalena se vio entonces a sí misma en el cajón abierto como en un espejo de cuerpo entero, con la sonrisa helada y los brazos en cruz sobre el pecho. Se vio idéntica y con su misma edad de aquel día, con el velo y la corona con que se había casado, la diadema de esmeraldas y los anillos de boda, como su madre lo había dispuesto con su último suspiro. No sólo la vio como fue en vida, con su misma tristeza inconsolable, sino que se sintió vista por ella desde la muerte, querida y llorada por ella, hasta que el cuerpo se desbarató en su propio polvo final, y sólo quedó la osamenta carcomida que los sepultureros limpiaron con una escoba y guardaron sin misericordia en un talego de muerto.
Al comienzo de ese mosaico de maravillas que es Cien años de soledad, hay una imagen poderosa que estremece y nos apresuramos a olvidar, porque tenerla muy presente resulta intolerable. Una niña pequeña llega a casa de los Buendía cargando los huesos de sus padres en una bolsa de lona. Es Rebeca, quien también trae consigo la peste del olvido. De esa novela, la mayoría de los lectores preferimos recordar las leves y coloridas mariposas amarillas de Mauricio Babilonia o los pececitos de oro del senil coronel Aureliano Buendía. Al final del camino, García Márquez quiso regresar a la imagen de esa bolsa de huesos que todos arrastramos. Ana Magdalena Bach, la protagonista de En agosto nos vemos, junta pañales y mortaja al reencontrarse con el cadáver de su madre muerta. Esa fue la imagen elegida por García Márquez, la resonante cola con que quiso dar por terminada su carrera de escritor.
Las relaciones de García Márquez con su madre fueron entrañables. Luisa Santiaga Márquez no sólo fue mediadora con su padre, a quien le costó aceptar que su hijo abandonara la carrera de abogado para hacerse escritor (“Comerás papel”, había sentenciado Gabriel Eligio García). Antes de sucumbir al mismo olvido que se apoderaría de su hijo, Luisa Santiaga fue una de las lectoras más atenta de sus escritos, así sólo fuera para indignarse por su manera de representar parientes y conocidos. El escritor sentía que de ella había heredado la actitud visionaria que le ayudó a navegar y hallar el rumbo en su vida y en su obra. Luisa Santiaga fue incluso la guardiana de sus recuerdos y su alma. Una de las joyas más preciosas que guarda el archivo de García Márquez en Texas es una carta que su madre escribió a García Márquez el 7 de marzo de 1983:
Gabito: Hoy esperaba tu llamada más que nunca. Por ser el día de tu cumpleaños (domingo), como el día en que naciste a las 9 de la mañana. Me figuro que no lograste la comunicación o que no estabas en Méjico. Bueno esta te lleva mi abrazo de felicitación, que Dios te dé muchos años de vida, así tendrás la dicha de ver a tus hijos como yo a los míos que ya tengo hasta visnietos(sic). Te cuento que leí la columna de ayer, me gustó tanto que sin mentirte me siento tan feliz y orgullosa, más que con el premio Nobel que recibiste. Recuerdo un día hace muchos años hablando contigo me quejaba de que tú no eras lo católico que yo deseaba que fueras. Entonces me dijiste, en la otra vida te darás cuenta al verme en el puesto o el lugar en que me quiso Dios. Ya verás. El tiempo se encargó de persuadirme sobre esto. Sigo paso a paso tus acciones y confío en que si así sigues no hay duda que la virtud de la caridad Dios la premia.
El asunto que alegraba a Luisa Santiaga más que el premio Nobel fue la audiencia privada con el Papa, que García Márquez evocó con motivo de la visita de Juan Pablo II a Centroamérica. Quizás en ninguna otra parte de su obra, como en los tres párrafos de aquella columna de marzo de 1983, aparece tantas veces la palabra Dios.
García Márquez quiso que su última novela fuera un diálogo secreto con su madre. Eligió una mujer para hacerlo porque quería celebrar todo lo de ella que había en él. Quiso también expresar su aceptación tranquila de la muerte y su disposición a dar el salto hacia el más allá.
Dos horas después, Ana Magdalena le dio una última mirada de compasión a su propio pasado, y un adiós para siempre a sus desconocidos de una noche y a las tantas horas de incertidumbre que quedaban de ella misma dispersas en la isla. El mar era un remanso de oro bajo el sol de la tarde. A las seis, cuando el marido la vio entrar a la casa arrastrando sin misterios el saco de huesos, no pudo resistir su sorpresa.
“Es lo que queda de mi madre”, le dijo ella y se anticipó a su espanto. “No te asustes, ella lo entiende. Más aun, creo que es la única que ya lo había entendido desde que decidió que la enterraran en la isla”.
El mayor de los 16 hijos del telegrafista de Aracataca y de su mujer devota y clarividente pasó su vida reflexionando sobre la soledad y encontró que la solución y la respuesta a ese enigma se encontraba en el amor. Buscando y pidiendo amor llegó a convertirse en el escritor más célebre de su tiempo. La ironía de su historia es que a sus últimas palabras les ha sido negado el amor y, por ahora, permanecen condenadas a un destino de silencio y soledad.
FOTO: Gabriel García Márquez/ Harry Ransom Center/Universidad de Texas/Archivo Gabriel García Márquez
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