La torre de Ivanov
Clásicos y comerciales
POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
El simulacro de fusilamiento sufrido por Dostoievski el 22 de diciembre de 1849 en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, cuando llegó prestísimo un mensajero del zar Nicolás I conmutando la pena de muerte por el destierro en Siberia para aquellos presos políticos, bien puede simbolizar la fecha de nacimiento de la moderna alma eslava. El origen del eslavismo —la idea de una misión providencial de Rusia como pueblo teóforo, es decir, que lleva a Cristo en su nombre— se pierde en los orígenes de Rusia pero no es sino hasta Dostoievski —y a la enorme difusión de sus novelas en occidente a partir de 1880— cuando la pelea entre eslavófilos y europeístas sale del imperio de los zares para proyectarse como un ejemplo irresistible del conflicto entre la tradición y la modernidad.
La farsa a la cual fue sometido el autor de Crimen y castigo, junto a otros militantes del círculo liberal de Petrashevski, logró, en el caso de Fiódor Mijáilovich, su cometido. El escritor abandonó las ideas radicales y una vez cumplida su condena en el destierro interior, regresó convertido en un campeón del zar y de la Iglesia Ortodoxa. Pero “la religión de Dostoievski” estaba muy lejos de la beatería y encarnó, como pocas obras de la literatura universal, la adolescencia de la humanidad, la edad de las desmesuradas preguntas existenciales y la actualización del pecado agustiniano como camino de redención. Acompañado por Nietzsche, quien alcanzó a leerlo, Dostoievski se convirtió en el alimento terrestre de miles y miles de jóvenes, dotados de una poderosa y polimorfa teología negativa con la cual enfrentar la pretendida muerte de Dios, combatiendo al cientificismo de la progresía revolucionaria, quien tuvo sus ídolos equivalentes en Marx y en Tolstói. Más de una vez, a lo largo de una centuria pasada la cual en buena medida parieron, el intercambio de atributos y la semejanza de los contrarios caracterizó el recorrido de ese cuarteto, a la vez, salvífico y demoníaco.
En Rusia, antecedido por filósofos como Soloviov y Berdiáyev, Vyacheslav Ivanóvich Ivanov (Moscú, 1866-Roma, 1949) fue uno de los más polémicos nietzscheanos-dostoievskianos, maestro simbolista y organizador de las bacanales dizque dionisíacas de los miércoles de la Torre, en San Petersburgo, open house del que salieron huyendo Anna Ajmátova y su esposo Gumiliov para fundar el gremio de los poetas acmeístas, en 1911. Fue la gran Ajmátova, quien calificó a Ivanov de haber sido “un muy notable mal poeta”, no sin agradecerle la visibilidad, como se dice hoy día, quien le otorgó a su poesía, puesta por encima, desde entonces y por aquel seductor de credenciales mitológicas, a la de su hoy olvidado marido.
El pensamiento simbolista de Ivanov, “ocupado en el esqueleto”, rompió con el realismo decimonónico, “regido por la carne densa del mundo”, según leo en la Historie de la littérature russe (1988) de Etkind y sus colegas, quienes aseguran, a su vez, que futuristas y formalistas —buscando con celo de orfebres la autonomía plena de la palabra poética— sólo fueron la otra cara de la moneda acmeísta. El primer Ivanov, en cambio, con El nacimiento de la tragedia (1872) como tumbaburros, pretendía imponer un tradicionalismo filológico de nuevo cuño, lo cual es, desde luego, absurdo: los verdaderos tradicionalistas ignoran que lo son —la impostación de tradicionalismo no puede ser sino moderna.
Reafirmando la idea de Moscú como la Tercera Roma en “La idea de Rusia” (1908), Ivanov se convirtió en corifeo de la Gran Guerra y, después, sorprendentemente, haciendo omisión del ateísmo bolchevique, se las arregló con la Revolución de Octubre. Robert Bird (The Russian Prospero. The Creative Universe of Viacheslav Ivanov, 2006), su principal exégeta, duda de la sinceridad de esa atrita conversión, aunque Ivanov no fue el único espíritu religioso que vio en 1917 un magno renacimiento espiritual.
Como haya sido, Ivanov fue autorizado para abandonar la Unión Soviética en 1924, a la que nunca regresó aunque su amistad con Gorki le permitió recibir, inusualmente, ayuda de la embajada soviética en Italia como “escritor rojo” en la Italia fascista. La tercera y última estación de este erudito un tanto embustero fue además de romana, católica y apostólica: se convirtió a la Iglesia en 1926. Durante el período de entreguerras, el políglota Ivanov ocupó una modesta posición, dice Bird, en el firmamento intelectual europeo por sus conversaciones con otros filósofos y escritores creyentes, como Jacques Maritain, Gabriel Marcel y Charles du Bos, compelido el ruso por su espíritu ecuménico.
Del legado de Ivanov se desprende una teología del simbolismo, dramas que al querer resucitar aquello supuestamente presenciado por el público en la ciudad antigua mezclaban el misticismo y el clasicismo, como su Prometeo (publicado en 1919 en honor de su admirado Scriabin, el compositor) y, sobre todo, su interpretación de las novelas de Dostoievski como “novelas-tragedias”. De esa noción hubo de partir la escuela de Bajtín (con sus escritos canónicos y apócrifos) y, sobre todo, el gran esfuerzo de Ivanov por limpiar a la novela en general, y a la dostoievskiana en particular, de su mala reputación melodramática y popular. Ese prejuicio lo sostuvo, ejemplarmente, Vladímir Nabokov, quien condenó casi toda la obra de Dostoievski por su vulgaridad y su sentimentalismo, propia, según el también entomólogo, para estudiantes desesperados, oligofrénicos y toxicómanos. Ivanov, en cambio, comparó el mundo de Dostoievski, en su perfección panorámica y en el cincelado dramático de sus personajes, con el de Dante.
Mientras el marxista Lukács encontraba en la novela el género por excelencia de la sociedad burguesa y el helenista alemán Wilamowitz-Moellendorff leía El dinero, de Zola junto al Agamenón, de Esquilo, Ivanov, con mucho mayor empeño que Joyce relacionando su Ulysses (1922) con la Odisea y sin coquetear con la broma, insistió, diacrónico, que la tragedia no tenía edad y se manifestaba, en nuestra época, a través de la novela.
Todos los personajes de Dostoievski, según Ivanov, se desarrollan en los niveles de la tragedia, del mito y de la religión; esa lectura escriturística convierte Los demonios, por ejemplo, en un avatar de la leyenda rusa de la prometida prisionera e Iván-Zarévich, interviene una y otra vez, gracias al novelista, en los desenlaces de una visión del mundo, la dostoievskiana, que sólo puede comprenderse en los detalles. En el detalle, como en los retablos, sostiene Ivanov en Dostoïevski. Tragédie, Mythe, Religion (1932), duerme lo sagrado y es menester que el crítico, como un iniciado, los vaya descubriendo uno por uno, para recomponer a la novela como nuestra teodicea. La Ilíada nunca ha terminado de escribirse.
Que en las “novelas-tragedias” haya crímenes, antes que convertirlo —como lo fue el modernísimo Poe en las malas interpretaciones secularizantes de Baudelaire— en otro padre del género policíaco, revela la genealogía de Dostoievski en crímenes cósmicos aún anteriores a Abel y Caín. Teológicamente, Ivanov cree en los poderes del dios Pan, en su terror ancestral y anima a la transgresión; biográficamente la encarnó en su torre de San Petersburgo, pero fueron sus matrimonios lo más singular de su biografía. En 1899, desposó a Lidia Dmítrieva y tras su muerte, en 1907, recibió de ella mensajes de ultratumba en que le pedía casarse con Vera (hija de Lidia pero de un matrimonio anterior), lo cual ocurrió en 1912. Quizá nadie como Ivanov, en la loca historia del siglo XX, hizo del rito matrimonial un drama tan excéntrico, presentándolo, sin asomo de duda, como un vaso comunicante con los trances dionisíacos de los que se pretendió heresiarca.
Cierto humor no es ajeno a este espeso personaje. Ivanov fue coautor (y célebre en su día por aquel folleto) de la Correspondencia desde dos rincones de la habitación (1921), escrito al alimón con M.O. Gershenzón, crítico judío docto en Pushkin. Estando ambos internados en un hospital del Estado soviético, año de 1920, les tocó compartir habitación y para no distraerse en las proverbiales discusiones bizantinas, decidieron escribirse largas y filosóficas cartas de esquina a esquina, sin apenas hablarse, prolongando el duelo entre Leo Naptha y Giuseppe Settembrini, el sombrío y el ingenuo, postulado pocos años atrás por Thomas Mann.
FOTO: Vyacheslav Ivanóvich Ivanov retratado por Konstantin Somov, circa 1906/ Crédito de foto: Especial
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