La tortura de la esperanza
POR EMILIANO MONGE
A primera vista, Jaimito era un niño más de nuestro grupo. Si corríamos, corría; si jugábamos fútbol, jugaba fútbol; si saltábamos de un edificio a otro, saltaba de un edificio a otro. Era necesario poner mucha atención, fijarse en todos los detalles, para lograr comprender que Jaimito no era uno más entre nosotros.
Bajo una mirada atenta, aquel amigo nuestro se convertía en la baldosa rota de una calle, una piedra agrietada entre un montón de piedras que no se han roto todavía pero que habrán también un día de romperse. Pero esto sucedió años más tarde.
Porque al principio, ya lo dije, Jaimito fue uno más entre nosotros, quizá el más nosotros de nosotros: si orinábamos las chapas de los coches orinaba más coches que nadie, si robábamos refrescos del camión repartidor agarraba toda una bandeja, si lanzábamos piedras a la casa de Octagón ¾el luchador era nuestro vecino y soñábamos con que un día saliera a perseguirnos olvidándose su máscara¾ Jaimito reventaba sus ventanas.
No sé qué fue lo que hizo que los demás se dieran cuenta de que Jaimito no era igual al resto de nosotros ni sé tampoco si nos dimos todos cuenta al mismo tiempo. Lo más probable es que cada uno comprendiera qué pasaba por un hecho o un detalle diferente.
Yo, por ejemplo, me di cuenta por su pelo: Jaimito, que tenía el pelo negro, llegó un día al colegio, teníamos por entonces nueve años, con la cabeza teñida de castaño. No se había pintado el pelo de rojo, azul o verde, ni siquiera se lo había pintado de rubio: se había teñido el pelo de castaño, el color de casi todas las cabezas de la escuela. Para colmo, cuando el negro de su carga genética irrumpió de nuevo, Jaimito no volvió a plantarle cara y el castaño de su cráneo se fue desvaneciendo como el vaho en un espejo.
Fueron muchos los sucesos de este tipo, los detalles que en sí mismos eran suficientes para mostrar que nuestro amigo no era igual al resto de la gente: un día empezó a traer a la escuela, escondido en un bolsillo de su suéter, un pequeño ratón al que también le tiñó el pelo; de tanto en tanto se ponía, debajo de los pantalones y a manera de calzones, unas medias que robaba a su madre; llegaba a veces al colegio con el vientre vendado, escondiendo así los cortes que se hacía por la noche.
Cuando cumplimos diez años, Jaimito, además de dar de pronto el estirón, se convirtió en un niño violento. Lo que no podía conseguir con las palabras ¾y no lograba casi nunca nada hablando¾ empezó a buscarlo con los puños y los dientes: por lo menos una vez al mes era secuestrado, sin que hubiera aviso previo, por accesos de ira incontrolables que terminaban casi siempre en agresiones.
Lo peor era que un ataque de estos, que para colmo se volvieron más y más asiduos y empezaron luego a dirigirse en contra nuestra, lo cogiera con algo entre las manos. Por alguna razón que no entendí entonces ni he alcanzado a entender luego, Jaimito llevaba siempre algo en las manos: una piedra, una llave, una varilla oxidada, un destapador, una botella, una bujía o una lata.
Cuando cumplimos once años, los ataques de ira de Jaimito habían acabado con las burlas que la gente hacía a sus expensas pero estaban también a punto de acabar con nuestro grupo: la pandilla que formábamos vivió aterrorizada casi un año, el año que menos tiempo compartimos de entre todos los años que la vida nos tenía reservados y que, como suele pasar en la ciudad en que naciera, al final tampoco serían tantos.
Por lo menos yo, aunque creo que lo mismo le pasó a toda la pandilla, me pasé la mayor parte de las tardes de aquel año en que cumplí los doce encerrado en el departamento de mi padre, quien mostrando una terquedad rayana en la locura me preguntaba cada día, tan sólo regresar de su trabajo: ¿y ahora tú… por qué estás otra vez aquí en la casa… por qué no sales afuera… qué pasó con tus amigos?
Aunque nunca contesté a sus preguntas, algo debió mi padre imaginarse porque una tarde, enigmático como era, se sentó a mi lado y me soltó un discurso que recuerdo claro y transparente, como si lo hubiera escuchado hace apenas media hora: en Veracruz, en el puerto viejo, las gaviotas, que siempre han comido el pescado que les dan los pescadores, como el gobierno prohibió que sigan atracando allí los barcos, han empezado a comerse a las palomas.
Lo más extraño, siguió mi padre levantándose del sillón y encendiendo la tele, es que las gaviotas han empezado a morirse, asfixiadas por las bolas de plumas que en sus gargantas se han ido formando poco a poco. ¿Lo puedes creer?, remató mi padre sentándose de nuevo y golpeándome en un hombro con los dedos de una mano: ¡acostumbradas a tragarse las espinas y se asfixian de repente con las plumas… las muy pendejas!
Si lo que mi padre quería hacer era ayudarme, debió pensar que sus palabras daban en el centro de la diana: una semana después de su enigmática sentencia el reinado de violencia de Jaimito terminó igual que había empezado: de repente. No terminó, sin embargo, a consecuencia de las palabras que me había dicho mi padre: terminó porque de pronto me di cuenta, porque de pronto nos dimos todos cuenta, de que Jaimito pensaba que éramos nosotros los que éramos distintos.
Viendo en la tele de mi padre el Nigeria contra Grecia del mundial de 1994, el más pequeño que había entre nosotros se levantó exigiendo que el árbitro marcara penalti a Nigeria y Jaimito, completamente fuera de sí, saltó también de su asiento, caminó luego al lugar donde aún gritaba nuestro amigo: ¡penalti… eso ha sido penalti!, y le enterró en una pierna el bolígrafo que había estado saltando entre sus dedos, al mismo tiempo que escupía: ¡si son negros… qué no ves que ésos son negros!
La reacción de todos los demás de la pandilla condensó en uno los últimos trescientos sesenta y cinco días y condensó también, sin que pudiéramos entonces advertirlo, las horas que quedaban aún para nosotros: aquel instante fue el instante en que el reloj de sombra que marcaba nuestras vidas se quedó sin sombra de repente. Aquel fue pues el medio día de nuestras vidas.
¡Si son negros… cómo puede irle a Nigeria si son negros!, insistía Jaimito sacudiéndose en el suelo, con esa voz tan suya que más que ser la voz de un hombre era la voz de todo un coro, mientras nosotros, enardecidos y emocionados de haber enardecido, lo pateábamos y lo golpeábamos. No sé cuánto tiempo estuvimos castigando el cuerpo de Jaimito, lo que sé es que no paramos hasta hallarnos agotados.
Cuando finalmente nos sentamos ¾el Nigeria contra Grecia había acabado¾ Jaimito se levantó y nos miró a todos sonriendo: fue ahí cuando entendí, al ver sus ojos turbios y vacíos, no que él nos veía diferentes, como dije hace un momento que pensé en aquel entonces, sino que él sabía que era el diferente. Jaimito era conciente de que él era el diferente y por eso estaba allí, maltrecho y magullado, sonriendo y suplicándonos perdón por lo que había hecho.
Horas después, cuando mi padre llegó a casa y se sentó a mirar los goles de aquel día en su tele, vio a Jaimito de reojo, sonrió quitándome el control de entre las manos y subiendo el volumen dijo, igual de enigmático que siempre: si se pasan las gaviotas y se atascan de paloma acaba rota la parvada, acaba todo en desbandada.
Tras la primer paliza siguieron muchas otras: golpeamos y pateamos a Jaimito en el colegio, en el estacionamiento de la unidad donde vivíamos, en los billares a los que empezamos a ir cuando cumplimos trece años y en los que fingíamos ser mayores, en la farmacia en que comprábamos jarabes de la tos y ketamina, en el cine porno donde hicimos la primera carrerita eyaculante, en cien camiones, en el metro, en varias ferias y en todas nuestras casas.
Sin una sola excepción, Jaimito aguantaba las golpizas sin quejarse y se levantaba después maltrecho, magullado y humillado, sangrando algunas veces, babeando casi siempre y sudando pero sonriendo y suplicándonos perdón por lo que fuera que él hubiera o no hubiera hecho, por lo que fuera pues que hubiera motivado su castigo. A veces se paraba incluso riendo a carcajadas y listo para darnos a cado uno un fuerte abrazo.
Lo más extraño fue que aún a pesar de ser nosotros más y más violentos cada vez que lo atacábamos, la mirada de Jaimito empezó un día a iluminarse: cada vez que se paraba y nos veía, los ojos que posaba encima nuestro yacían un poco menos turbios y vacíos. Como si cada golpe lo volviera más consciente, como si cada golpe aclarara en su cabeza la certeza de que él era el diferente y al hacerlo aniquilara los resabios que quedaban del Jaimito que había sido antes de entender que era él el diferente.
Es en los ojos donde debe uno mirar para saber la resistencia que le queda aún a una bestia, escuché decir a un cazador de lobos en la tele, mientras veía mi padre su programa favorito: es en los ojos donde evidencia un animal cuánto castigo está dispuesto a tolerar para dormir con la manada. Seguramente fue de aquel programa, que veía a diario mi padre, de donde sacó él esa locura que me dijo de las aves.
Es a través de la mirada que la fidelidad es prometida, recordé días más tarde que también dijo el cazador de aquel programa: justo después de la paliza más violenta que le dimos a Jaimito, una golpiza que empezó en un camión y terminó en una fábrica vacía. Al ver que Jaimito no podía pararse y aún así seguía sonriendo me asaltó el recuerdo del cazador y de mi padre y comprendí que aquel niño no era nada más conciente de que él era el diferente sino también de que él no quería ser el diferente.
Jaimito sabía que era diferente y sabía también que no quería seguirlo siendo. Quería ser él uno más entre nosotros y este anhelo, que lo hizo aguantar durante meses las palizas que le dimos, lo hizo levantarse en la fábrica vacía y también lo hizo, cuando cumplimos trece años, recuperar nuestro respeto por un tiempo. Pero no conforme con ser uno entre nosotros, igual que había hecho antes, quiso dar un paso más allá de lo que podía el alejarse y empezó entonces a imitarnos.
A veces copiaba Jaimito lo que hacía alguno de nosotros: si me compraba una pipa de agua, se compraba una pipa de agua, si robaba Jorge una navaja, se robaba él una navaja, si se ponía Arturo un tatuaje, se ponía Jaimito un tatuaje.
Otras veces remedaba las palabras o los modos que de pronto usaba alguno de nosotros: si Felipe decía suave, él decía suave, si acababa yo todas mis frases con un quíubo, acababa él sus frases de igual modo, si engordaba Juan la voz para decir los nombres de la gente, engordaba Jaimito la voz para lo mismo.
Empezó luego a vestirse como vestíamos nosotros ¾y no digo parecido sino idénticamente: la camiseta blanca de Jorge, los pantalones cafés de Mario, la gorra azul de Sergio, los tenis rojos de Óscar¾ y a imitar la forma que ensayaba alguno de nosotros al caminar, la postura que elegía otro al sentarse o la pose con que uno recargaba el cuerpo en el baldío al que íbamos entonces a matar bachas, gramos y caguamas.
Tras comprender lo que pasaba empezamos a jugar con los anhelos de Jaimito: si Sergio se rapaba la cabeza, decíamos: ¡qué bien se ve la gente así rapada!, y Jaimito corría al peluquero. Si robaba Jorge algún estéreo o algún bolso olvidando en un auto aseverábamos: ¡este cabrón sí tiene huevos!, y Jaimito iba corriendo y daba un cristalazo. Si conseguía burlarle yo a mi padre su pistola, los amigos me aplaudían y Jaimito aparecía al día siguiente cargando la pistola de su padre.
En algún momento del año en que cumplimos los catorce, este juego, que un día había empezado a aburrirnos, dio un nuevo vuelco: ya que teníamos de mascota a un camaleón habría que ver a qué estaba dispuesto, descubrir pues hasta dónde era capaz Jaimito de llegar con tal de mantener entera su esperanza, con tal de creer que un día podría ser otra vez uno entre nosotros. Empezó entonces el reto: “veamos qué puede hoy Jaimito”.
Apuesto a que él puede robarse una patrulla, dijo Arturo la primera vez en que jugamos “veamos qué puede hoy Jaimito”. Cruzadas las apuestas, fuimos a las tortas El Recreo, donde sabíamos que comían dos policías, y Arturo dijo: a que no se atreve nadie a chingarse esa patrulla y dejarla un par de cuadras más abajo. Sin dudarlo ni un segundo, Jaimito se introdujo en la patrulla, la encendió y arrancó ante la mirada incrédula del par de policías.
Apuesto a que él puede prender fuego al baldío, soltó Felipe días más tarde, mientras andábamos pendientes aún de la patrulla. Fijadas las apuestas Felipe nos reunió y soltó entonces, viendo a los ojos a Jaimito: a que ninguno de nosotros tiene huevos para encender este terreno. Horas más tarde ardía el baldío como tea y Jaimito nos veía a todos sonriendo, con sus ojos cálidos y llenos de esperanza.
De manera natural, como el hombre que deja de ser nómada para volverse sedentario, “veamos qué puede hoy Jaimito” evolucionó y dejó de dirigirse hacia las cosas para empezar a dirigirse hacia los cuerpos. Estaba claro que ante el mundo Jaimito se atrevía a lo que fuera, había que ver si era lo mismo ante sí mismo. Apuesto a que se pone él mi rostro en las espaldas, soltó Mario y luego dijo ante Jaimito: ¡qué feliz sería si se tatuara alguien mi rostro!
Apuesto a que él se abre un tajo en la cabeza, dijo Sergio la mañana en que cumplí yo quince años y esa misma tarde, en el baldío en el que entonces era todo aún cenizas, festejando mi cumpleaños, soltó enfrente de Jaimito, dándole vueltas al martillo entre sus manos: me encantaría no ser el único que tiene aquí la frente destrozada.
No sé cuántas veces apostamos sobre el cuerpo de Jaimito, sé en cambio que este juego terminó también por aburrirnos y que, convencidos de que Jaimito era capaz de lo que fuera en las fronteras de su cuerpo, decidimos descubrir a qué estaba dispuesto más allá de estás fronteras: apuesto a que se acaba un litro de aguardiente con un trago, dije y esa noche, mientras veía mi padre un programa de serpientes nigerianas, le robé una botellas de aguardiente.
Apuesto a que se mete cinco gramos en carrera, soltó Felipe al azotar Jaime la botella contra el suelo y estallar el vidrio en mil fragmentos, igual que estallaríamos más tarde nosotros, agrietados unos y otros más bien rotos. No acababa aún Jaimito de jalar los cinco gramos cuando Sergio, enardecido, aseveró: apuesto a que esta noche abusa él de un travesti.
Media hora más tarde habíamos ya robado un viejo coche y circulábamos felices por las calles, viendo cómo ante nosotros se abrían Tlalpan y sus luces pero incapaces de observar el gran abismo que empezaba allí también de pronto a abrirse.
Con Jaimito y el travesti, reducido a la inconsciencia, encerrados en la cajuela, seguimos dando vueltas por las calles y así también: dando vueltas, nos tragó el enorme abismo. No debíamos detenernos hasta oír los cuatro golpes que dijimos a Jaimito: habrás de dar cuando termines.
Sin embargo, los golpes no sonaban y empezaba la parvada a inquietarse, igual que cuando un hombre se acerca caminando por la playa y su silueta enciende las alarmas en cada una de las aves. Cada vez era más urgente que sonaran cuatro golpes en la lámina trasera.
Sin dejar de dar vueltas por la ciudad y el abismo seguimos esperando en vano el ruido de los golpes. Y al final amaneció sin que Jaimito ni el travesti aporrearan la cajuela.
Apuesto a qué él nos va a sonreír cuando le abramos, dijo Sergio estacionando el coche y yo pensé, viendo acercarse la banqueta: nos va a mirar con esos ojos cálidos que tiene.
Observando la cajuela, el viento de las horas más tempranas se coló en nuestros cuerpos y un escalofrío arañó nuestras espaldas: entonces comprendimos que Jaimito nunca había sabido que era el diferente.
Y comprendimos también que no abriría ninguno de nosotros la cajuela.
Intercambiando un par de miradas, sin tocarnos unos a otros, nos despedimos y huimos del lugar en desbandada.