La tropicalísima Dinamarca

Dic 23 • destacamos, principales, Reflexiones • 11304 Views • No hay comentarios en La tropicalísima Dinamarca

POR ANTONIO MORENO

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No hay viaje que no detone prejuicios, tampoco estereotipos que no se descoloquen, porque suele suceder que el trayecto, producto de la química y la física, que nunca mienten, se deja seducir por el azar y los caprichos. Eso de que las mujeres en un continente que después erróneamente llamarían América, tenían tres tetas, los hombres colas de cochino y los testículos les llegaba hasta el piso, se dijo no hace mucho. Antes de viajar a Dinamarca, un país de postales, con una prosperidad envidiable, lo visité primero en los libros y a través del cine. En Londres, en una casa de huéspedes del barrio de Bloomsbury, conocí a un nórdico negro. Me dijo que era danés y me resistí a creerle, exigiéndole se sincerara. Quería escuchar la palabra inmigrante, África, el Congo o Nigeria.

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Las percepciones culturales suelen a menudo ser erróneas. Pero necesarias, incluso irritantes, si se quiere, porque posee una levadura freudiana que a mí en lo personal me atrae por su consistencia sine qua non; de un lado, es la consolidación de una caricatura, y, conveniente tomarla como viene, con un poco de humor; del otro, puede ser vista como el delineado de un rostro visto de perfil que, en muchas ocasiones, capta la verruga que siempre, por vanidad, se desea ocultar. El doctor Freud sostenía con exactitud clínica que la personalidad era una cuestión de terceros.

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Hordas de hombres nómadas, salvajes, con sus cascos con cuernos, espadas en ristre, dispuestos a exterminar todo lo que se les atravesara a su paso, el look perfecto para el cine de aventuras, los vikingos eran gigantes, llenos de vitalidad, indómitos y toscos, que en la alta edad media hablaban una lengua común (la dönsk tunga, vox danica); y los buenos historiadores explican que estaban unidos por lazos más fuertes que la política y las relaciones comerciales frecuentes, empezando por los mismos dioses, rituales, hasta un sistema jurídico semejante: Odín era el dios de los ricos, sosteniendo una lanza; Thor, el dios del trueno de los campesinos; Freya, la diosa de la fertilidad, curiosamente, con una verga erguida.

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En el viaje, el aspecto cognitivo es relevante pero no decisivo; es lo que el viajero puede saber, incluso sospechar, mucho o poco, en especial ahora que se vive a golpes de Google, sobre el lugar al que se desea llegar. Que vikingo significa pueblos de los fiordos. Que eran iletrados. Paganos. Que desembarcaron en América antes que nadie; que navegaron por el Guadalquivir y atacaron Sevilla. Pero está la Dinamarca moderna, un estado benefactor que junto con el papel desempeñado por una monarquía efectiva y discreta, han logrado que esta pequeña nación con una densidad poblacional equivalente a la que registran las cinco delegaciones más habitadas de la gran Ciudad de México, tiene la capacidad de otorgar altos niveles de bienestar y calidad de vida a sus habitantes, con instituciones funcionales y un trabajo admirable de parte de los recaudadores de impuestos.

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Primero fue Shakespeare. Después, T. S. Eliot resume rotundamente la idea: la primera condición para comprender un país extranjero es olerlo. Cómo carajos va a oler algo mal en Dinamarca, sin caer en las groseras comparaciones a las que todo viajero puede estar expuesto, y no por falta de pudor sino por la curiosa necesidad de yuxtaponer paisajes de variada impresión, si en mi país el cadáver de la revolución mexicana, desde hace más de un siglo, sigue pudriéndose en el armario de nuestro imaginario político: nadie cree en nada, en una época en la que el narcotráfico como si fuera una bestia apocalíptica cabalga mostrándonos sus dientes de bala por todo el territorio. Luego de llegar a Copenhague, procedente de Londres, admito que es la primera vez en la que no cuento con un itinerario a la mano, ni siquiera una idea clara adónde ir o vagabundear después de atender un par de compromisos en la universidad más importante de este país. A sabiendas que podía visitar la sirenita de Andersen, las tumbas del teólogo Kierkegaard y de la narradora Isak Dinesen, ésta, en el cementerio de Rungsted, donde también cuenta con un atractivo museo que lleva su nombre, un lugar que va de acuerdo con la personalidad de una mujer espectral, elegante y teñida de enigma, según palabras de Javier Marías; o más al norte, está el espejeante castillo de Hamlet, que a uno se le mete a los ojos por un acto de magia negra. Sólo había memorizado el sitio en el que me alojaría toda una semana, en una casa de huéspedes gigantesca, con setenta y cinco habitaciones, en la calle Vandkunsten, que después se convierte en la Løngangstræde, y vaya sorpresa, a pocos metros de allí, se ubica el Mojo Blues Bar, un auténtico templo de la música en vivo que reivindica el Mississippi y a sus cuatro grandes profetas: B.B. King, John Lee Hooker, Muddy Waters y a Chester Burnett, alias Howlin’ Wolf.

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Encuentro en estas tierras nórdicas la misma fascinación que me provoca la Patagonia, porque entre la cresta y el culo del mundo podemos descubrir rasgos afines, donde el clima, la fauna y la geografía se superponen para atraer en esos silencios átonos que proyectan, espíritus excéntricos en busca de refugio, un afrodisiaco más para seguir viviendo en los confines del planeta. La primavera y la luz del sol valen oro aquí; en la Patagonia, el silencio y la inmensidad. Son zonas equivalentes, y recurro a la definición que da Guillermo Enrique Hudson de la Patagonia, malversándola, para establecer imbricaciones, en tanto que los dos lugares son propensos a una suerte de animismo, un amor intenso por el mundo visible, la búsqueda de la perfecta comunión entre la naturaleza y el espíritu, ideal para poner la mente en blanco, porque sólo así, sostengo yo, podemos imaginar utopías.

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Desde la ventana del avión próximo al aterrizaje, contemplo el azul cobalto del mar, un cielo invertido, como imaginaba la bóveda celeste nuestro gran Virgilio; así mismo, confirmo, siguiendo la luz del sol chocar en las costas a lo lejos, que en las zonas límite de este mundo, las últimas fronteras de los polos, con sus auroras boreales y rayos verdes, esplendores únicos donde los haya, la naturaleza no sólo tutela caprichos, también sedimenta el terreno para las supersticiones y los prejuicios de otro calado, porque Dinamarca es aún una sociedad política y culturalmente homogénea; y aunque se diga que es el país más feliz del mundo, viva su bella época, lo cual festejo, el maravilloso delirio danés arquitectónico, gastronómico, educativo, hacendario y cinematográfico; también exhibe sus dilemas respecto del Otro, del inmigrante, pero estos retroceden, así me lo parece aunque yo sepa que no es lo mismo leer un folleto del Ministerio de Inmigración, Integración y Vivienda, que saber captar la densa realidad de un país que conozco poco; no obstante, advierto en ello la fuerza de una sensibilidad política que trata de fortalecer el tejido social.

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Del vientre de las sociedades heterogéneas surgen instintos de conservación, micro-grupos que exigen representación para gestar un principio de realidad, y de esa manera amortiguar cualquier adversidad política. Después de pasar todo un día en el universo—hasta cierto punto—maravilloso de Christiania, una ciudad dentro de la ciudad hecha de libertades intersticiales, anarco-jipis, descendientes de Charles Fourier por su cooperativismo comunitario, donde se permite la venta y el consumo de drogas blandas, en este contexto, conversé con tres latinoamericanos que trabajan allí, Daniel Acuña, de Chile; Fernando Verástegui, de Ecuador, y de República Dominicana, Alex Kelly. A menudo, desempeñan labores como electricistas, carpinteros y cocineros. Me ponen al día sobre sus vidas escandinavas. Daniel tiene casi treinta años residiendo en esta parte del mundo, asegura que siempre pone en práctica el lema trabajar para vivir. No quiere a los suecos porque dice que son “caretas”. Verástegui vive aquí desde hace doce años; por su melena leonina, tiene un aire parecido al del legendario jugador de futbol, Alberto Tarantini, campeón del mundo en Argentina 78. Kelly, recién llegó hace cinco.

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Ninguno piensa en volver a la patria algún día. Daniel lo intentó pero no pudo. La historia de Kelly está hecha de puro amor de filigrana, una danesa fue de vacaciones a Santo Domingo y pum, se enamoró a primera vista de un hombre que soñó con ser beisbolista profesional. Dicen que son felices aquí, sin importarles que de vez en cuando sufran antipatías. En el momento menos pensado les digo a los paisanos que hay un cuento donde la protagonista se llama Ulrica, es noruega y tiene la pinta de las mujeres que le gustan a Acuña, alta, de movimientos suaves y calculados, ojos grises, rasgos afilados y el pelo amarillo como los girasoles de Kansas. Todo para llegar a la pregunta retórica que Ulrica le formula a Javier Otálora, narrador de la historia: ¿qué es ser colombiano? Un acto de fe fue su respuesta. Tratamos de jugar con esa idea. ¿Qué es lo que más extraña un latinoamericano en lugares como éste?, nos preguntamos. Desechamos muchas opciones, como la montaña, el desierto, una lista larga de platillos. Nos quedamos con el trópico. Por su música, clima, el ron, la comida, frutas, el sol, y de cómo se mata el tiempo. Entonces, ¿qué es ser latinoamericano?, interrogo. Un estado de ánimo, dice Acuña. Me parece que su dicho es más expansivo que el del Otálora ficticio. Leo en el folleto del Ministerio que Dinamarca ocupa la tasa de inmigración más alta de la Unión Europea, poniendo en juego la necesidad de compartir los intereses comunes valiosos para la comunidad. Mientras tanto, vuelvo al instante previo del aterrizaje, para destacar la sensación de quedar atónito con esos chorros de luz espesa que se deshilachan en el aire, con una brillantez hormigueante que, momentos después, me invade antes de enseñar, como mexicano, mi pasaporte estadounidense ante la oficial de migración danesa.

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Mi centro nervioso perceptivo entra en acción una vez que adquiero el billete del tren para trasladarme a la casa de huéspedes, mediante el pago de 36 coronas. A medida que avanza la máquina, veo desde la ventanilla el sereno paisaje campestre, lo que se dice una estampa encantadora, palabras del novelista nórdico Arto Paasilinna, cuando describe una de las postales septentrionales que él se ha tatuado en la retina, aplicable a este país; al tiempo que le digo a una viajera israelí— me ha sacado plática—que es la primera vez que vengo a Dinamarca, y no como quiere la novela latinoamericana, no a buscar a mi padre, un tal Pedro Páramo, menos el hecho de recordar frente al pelotón de fusilamiento, cuando mi padre me llevó a conocer el hielo, sino indagar posibles vetas tropicales que puedan conectar Escandinavia con Latinoamérica. Hago el intento por preguntar algo y una danesa amable se anticipa, con rostro parecido al de la actriz Paprika Steen. Tras escuchar la palabra México da la impresión de someterse a una máquina del tiempo. Cancún, Mazatlán, Puerto Vallarta, Cabo San Lucas me suenan desde ahí como si fuesen expresiones propias de un conjuro, o como lo que son, pero dichos por Paprika, resultan ser lugares tan lejanos como Criciúma o Tauranga. Paprika recomienda me baje en la estación Nørreport.

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Recuerdo a un par de amigos mexicanos, dados a la necesidad de estar al día, al anticipo editorial y musical; les da placer expresar los nombres de autores y compositores inimaginables, entre más raros, mejor, como el del músico alemán Karlheinz Stockhausen. Ante tales epifanías, uno se resigna y agradece los hallazgos. Pongo atención en los nombres de las estaciones y se me ocurre darles una sopa de su propio chocolate. Ya instalado en la casa les escribo por correo electrónico que he descubierto en una mesa de novedades editoriales a varios escritores de una prosa inflamable y bien valdría la pena echarles un ojo, al igual que dos poetisas puntillosas e inteligentes. De la mezcla de los nombres de las estaciones de tren nacen así los novelistas daneses contemporáneos con sus respectivos pares latinoamericanos: Ørestad Ferømen es el Roberto Bolaño de Frederiksberg; Amager Strand, el Juan Villoro de Sorø; Øresund Lergravsparken, el Élmer Mendoza de la novela policiaca ilustrada de

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Copenhague; y dos poetisas más nacidas en los sesenta: Sundby Verstamager es la Alejandra Pizarnik de Odense; y Brygge Amagerbro, la Coral Bracho de Aarhus. Uno de estos amigos me aseguró, y yo lo imaginé jurando ante la Biblia con la mano en alto, que el novelista Amager Strand era pariente cercano del poeta canadiense Mark Strand.

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Justo a tiempo.

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Es bueno tener suerte en domingo. La administradora de la casa me recuerda que tengo derecho a una cena gratis, unas albóndigas fritas llamadas Frikadeller, acompañadas de col roja, papa hervida y, se me revuelve el estómago, una suerte de puré de betabel que a mi madre obsesiona en su casa de la lejanísima Chiapas; siendo un adolescente, hasta la fecha, esa raíz que produce un zumo sangriento la aborrezco en sus múltiples presentaciones, pese a que ella me persuadía de sus poderes curativos y la única manera de incrementar mis glóbulos rojos, razón de mis quebrantos de salud, era consumirla a como diera lugar. A mi lado, sentados en la barra, a punto de arremeter, están Khaled, un danés de origen árabe, y Simón Andry, un joven parisino, conductor de un programa de televisión sobre viajes. Hablamos en inglés porque todo mundo dice que habla inglés, y yo también, aunque lo hable de manera rústica. En ese título aforístico y letal, Viajar es conocer idiotas que hablan otros idiomas, Rubem Fonseca pone sobre la mesa la oportunidad de diferenciar lo exótico de lo tropical. Exótico es un término que tiene varios sentidos: es relativo al origen, a lo forastero, a lo no nativo, lo que viene de afuera y no termina por aclimatarse o naturalizarse aún, también puede ser algo inusual. Lo tropical es más subjetivo porque pasa del adjetivo geoespacial y astronómico al sentido metafórico o metonímico del término, es decir, hay algo que se desea porque no está, o está lo que se desea pero sólo en sentido figurado. Khaled se ofende porque dice que hablo con acento estadounidense, tiene antipatías a ese país y a sus ciudadanos por extensión, tampoco entiende que un mexicano como yo se atreva a vivir allí. Para hacer las paces no sólo pido que dejemos de hacernos los suecos, sino también ordeno tres vasos de tequila, que es una líquida y preciosa metonimia. Pero surte un efecto contrario, la cólera de Khaled es exótica y tropical, un combinado potente que nadie a su alrededor puede soportar. Simón, el francés, sugiere que nos hagamos los daneses de hoy en adelante, brindando antes de la inmediata despedida.

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Al día siguiente alquilo una bicicleta.

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Por azares del destino conozco la comuna de Christiania, llamada así porque se ubica en el barrio de Christianshaven, y el palacio real de Rosenborg, impactante por su arquitectura pero no seduce tanto como sus jardines, flores exóticas y hortalizas. Christiania es un falansterio que cuenta con una historia digna de ser recordada, un impulso con sabiduría comunitaria, planta cara con sus símbolos que enfatizan la libérrima condición del sujeto, ondea su bandera a toda asta en señal de autonomía, tiene su propia moneda, un hospital, estación de bomberos, escuelas y en la entrada a ese pequeño Estado de apenas 35 hectáreas, con un poco más de mil habitantes, puede leerse “ahora usted está dejando la Unión Europea”.

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Desde el punto de vista práctico más que teórico, los fundadores pusieron en marcha una lucidez ruda porque confrontaron al Estado hasta inhibirlo, con una buena dosis de cinismo para instaurar un sentimiento y una posición política contracultural, donde la anarquía genera el expresivo doble rostro de Jano, sin pasar por alto la moda y un semblante estético de corte atrevido. De un lado, por lo que veo y escucho siguiendo las explicaciones del chileno Daniel Acuña, que es el que más sabe de este lugar, sigue en pie la premisa del experimento social. Por otro, la comuna está dominada por minicárteles de la droga, descubre Acuña. Ha habido ejecuciones en los últimos tiempos, y es notorio el cacicazgo que ejercen los líderes. Tuve la oportunidad de residir en Cuba algunos meses en 1997, bajo esa experiencia, soy incapaz de definir socialismo utópico, comunismo, colectivismo o marxismo-leninismo. De lo que sí estoy seguro luego de ver las casas de diseñador junto al lago y otras casi escondidas en unos bosquecillos que me hacen recordar a Caperucita Roja, es que los dueños terminaron aburguesándose, como las sabandijas que nos han gobernado y tiranizado en Latinoamérica. Toda ideología es justificable en la medida que sea redituable y promueva un negocio redondo para unos cuantos.

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Dizque la mota sabe más rica que en Ámsterdam. Dizque vale la pena darle una pitada al cigarro de hachís porque el de aquí sí te hace caminar en el aire. Nos lo confirma otro colombiano, éste sí es de carne y hueso, hace ronda con nosotros y de inmediato empieza a hablar desde una puritita nostalgia exótica y tropical, contagiándonos a todos; como si, con lo que dice, admitiéramos que a todos nos hace falta una pierna, un brazo o un pedazo de lengua. El colombiano es residente en Hamburgo y está harto de las prohibiciones en Alemania; viene cada dos meses a flotar por el universo infinito del señorío de Christiania, todo un súper héroe de Cartagena de Indias, y en el pecho, estampado el nombre que le da identidad: Ajiaco. Nos gusta que el Estado libre y soberano de Christiania sea autosuficiente, anticonvencional y anti-todo, pero leemos una pinta que prohíbe a los visitantes tomar fotos y videos; después observamos que un hombre, de estatura imponente, cuya malacara le duplica el tamaño, amenaza y ofende a un turista japonés porque se atrevió a tomar una foto. Saltan las contradicciones, en un mundo forjado sin jerarquías de ninguna clase, el acto de prohibir tiene que estar prohibido.

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De vuelta a la casa de huéspedes me detengo en el jardín del majestuoso palacio de Rosenborg. Me bajo de la bicicleta para fisgonear en el área parcelada de las hortalizas, donde hay lechugas, rábanos, acelgas y, para mi sorpresa mexicana, unas matas cargadísimas de chile. Con la decisión pedagógica de un maestro de Biología de la Universidad de Copenhague, saco una bolsa de plástico y meto en ella tantos chiles puedo, soltando frases en castellano que nadie comprende, como las que no comprendió el rey Gustavo V de Suecia cuando don Renato Leduc, en la playa, le dijo al saludarlo un chingue usted a su madre tan eufónico que su majestad creyó que era el depositario de los deseos más nobles de un escritor mexicano que sabía comer vidrio y hablar con los fantasmas. Con los chilitos picosos estoy seguro que las albóndigas Frikadeller, y toda la pitanza escandinava, me van a saber a gloria tropical.

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Viajo en autobús hacia Malmö, una de las ciudades portuarias más importantes de Suecia, bajo un cielo despejado, a un precio razonable de 100 coronas el billete de ida y vuelta. Sin embargo, yo quería viajar en barco. La dinámica entre estas ciudades cercanas, Copenhague y Malmö, me remite a la cuenca del Mar del Plata. Ese ir y venir de Buenos Aires a Montevideo, o a Colonia del Sacramento, en Buquebús, de pie en la proa, viendo el horizonte, puedes hacer malabares con los sortilegios, entretenerte con los mitos y la historia racional. A mí, para decir con mapa en mano, como para exhumar traumas tropicales, que Dinamarca es el México de Escandinavia. Y me río mordiéndome la lengua, perdió batallas y territorios: Noruega, parte de Suecia, las Islas Feroe e Islandia. Desconozco si un danés puede sentirse en Oslo como en su patria, pero el caso de un mexicano en Texas o en Los Ángeles, California, no me cabe la menor duda. En ese orden de sensaciones, puede ser que Khaled, el amigo árabe-danés, encuentre en la península ibérica la suficiente comodidad para un espíritu tan belicoso como el suyo.

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Una sensación similar vivió, a mediados del siglo XVII, el rey Federico III de Dinamarca y Suecia, relacionada con el sentimiento de no estar satisfecho con lo que se posee, me entero con mucha curiosidad leyendo esta historia de las plumas de Lars Bang Larsen e Ignacio Vidal-Folch. Entre delirios, tuvo el afanoso presentimiento, reforzado por nigromantes, astrólogos, geólogos, místicos y geógrafos de la corte de Copenhague, de explorar el interior de la isla de Groenlandia, seiscientos años después de que Erik el Rojo la descubriera. Eligieron a Jens Paars para la expedición, un explorador experimentado y valiente ex mercenario. Sin embargo, tenía una debilidad que lo hacía más humano: su adicción al alcohol. Propongo a Paars como el santo laico de los borrachos de Dinamarca, mas no como el descubridor del paraíso tropical que el monarca soñaba encontrar en el corazón de la isla de Groenlandia, con palmeras, cocos, mujeres desnudas, piedras preciosas y un sol espléndido todo el año.

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No dejo de pensar en los castillos de Dinamarca, recintos que revelan riqueza, comodidad, magnificencia y espíritu de aventura, como el que albergó la corte de Federico III. Están hechos para la eternidad. Me gusta de ellos su aspecto museístico y me desagrada lo imprácticos que pueden resultar para los tiempos que corren. ¿Quién querrá vivir ahora en uno? Ni Drácula. Como en México está el castillo de Chapultepec, quiero proponerle a la distinguida y admirada reina de Dinamarca un proyecto recíproco entre ambos países. Un museo temático con la intención de orillar al público a vivir de manera radical un distanciamiento brechtiano, como si asistiera al teatro o al cine de cierta época, y todo lo que ello implica: no tiene una misión estética sino un propósito político. La aportación de Dinamarca al castillo de Chapultepec es muy fácil. Barcos a escala, mapas, armamentos, imágenes sobre los usos y costumbres del mundo vikingo antiguo; evidencias de las tradiciones relativas al largo invierno, si es que las hay, al igual que el conocimiento de un pueblo que nace de la estrecha convivencia con la nieve y el frío extremo.

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Tampoco es difícil organizar el material para el museo mexicano en Dinamarca, el público danés comprenderá los complejos vínculos que existen entre el modo de hacer la política e impartir la justicia, y los efectos con el pueblo. Llevará por nombre “Museo de la corrupción y la impunidad”. Conocerán el modo en que se enriquecen los políticos, sus biografías; detalles de la inteligencia de los que más riquezas poseen para evadir el fisco; ejemplos de la ceguera de los jueces al momento de impartir justicia, y la sordera que manifiestan al no escuchar el clamor de un pueblo: la desaparición de los 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa, las matanzas en Aguas Blancas y Acteal, el Fobaproa, El moreirazo, la Casa Blanca, los casos escandalosos de gobernadores con cargos judiciales en contra, como los Duartes, Padrés, Montiel, en los apellidos llevan la penitencia, que han recurrido a la magia infalible para desaparecer los dineros públicos, volverse millonarios de la noche a la mañana y salirse con la suya, sin que les toquen un pelo. El museo no es para tropicalizar a un país como Dinamarca que ya está tropicalizado desde el siglo XVII, es para que el público tome distancia emocional, imagine, proponga soluciones. Y también, la verdad, nomás pa’ ver qué se siente.

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Ilustración: Rosario Lucas

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