La velocidad de la luz

May 23 • destacamos, Ficciones, principales • 3469 Views • No hay comentarios en La velocidad de la luz

POR GERARDO DE LA TORRE 

Después de separarse de Marilú, el Mapache Quiroz dio dos muy malas peleas. Las dos ante pugilistas de baja calificación, en combates que acepté para allegarnos dinero fácil. La primera contra un negro tejano con pocos combates profesionales, un púgil mediocre, con escasa habilidad. El Mapache ganó por decisión dividida, un fallo abucheado por el público y criticado por la prensa. La gente había ido a ver una exhibición del campeón mundial de los ligeros y lo que le sirvieron fue un boxeador lento, sin puntería y carente de hambre de triunfo. Al Mapache, hasta entonces, lo había caracterizado su combatividad, su espíritu de lucha. Más de una vez, en sus treinta victoriosas contiendas profesionales, lo había visto en desventaja, superado en los primeros episodios por adversarios más hábiles y poderosos. Tres o cuatro veces tuvo que levantarse de la lona para sacar en los últimos asaltos un resultado favorable. El Mapache sabía noquear, aunque no tenía gran pegada; sus virtudes eran la rapidez y la elusividad, y desde luego el corazón que apenas le cabía en el pecho. Entre las cuerdas, era un auténtico guerrero.

 

Ese corazón tan grande lo perdió. No me refiero a golpes de osadía, excesos de valor o riesgos innecesarios. Hablo de los sentimientos que se atribuyen al corazón, del amor que Ángel le ofrendó a Marilú y que Marilú correspondió cuando era tarde para salvarlo. La vida es asunto de pequeñas y grandes catástrofes.

 

Después de la primera de aquellas dos malas peleas, tuve con él una discusión muy áspera.

—Te lo advertí —le reproché—. Te dije que si no te preparabas bien cualquiera podría darte un susto.

—Me preparé bien —respondió a gritos—, me preparé muy bien.

—No tienes por qué gritar —le dije; estábamos en un café de chinos y todo el mundo nos observaba—. Sí, te preparaste muy bien, desgraciado, bailando en cabaretuchos hasta la madrugada, bebiendo y desvelándote con putas. ¿No te das cuenta de que pones en riesgo tu carrera cuando se te presentan las mejores oportunidades de ganar dinero?

—¡Dinero! Sólo en eso piensas, cabrón —repuso clavándome una mirada rabiosa—. Si de ti dependiera, tendría que pelear una vez a la semana para que te hincharas de billetes.

—No, Ángel, estás equivocado. El tejanito era un rival a modo para que lo noquearas en el cuarto o el quinto. Te confiaste, no te preparaste bien. Reconócelo.

Se me quedó mirando con inquina. Sentí en la piel su mirada colérica y pegajosa. No bajé lo ojos, los mantuve clavados en los suyos. Al fin se rindió. Agitando la cabeza y con gesto dolorido, abrumado, me culpó del fracaso. No me había preocupado por estudiar bien al rival, la estrategia que diseñé era incorrecta.

Me eché a reír.

—No te hagas el inocente —le dije—. No necesitabas más estrategia que bailarle un poco y tirar golpes ¿Así piensas defender la corona?

En menos de dos meses tendría el siguiente combate, también contra un rival cómodo. Un oaxaqueño voluntarioso, tenaz, pero sin técnica. Estaría en juego la corona mundial de los ligeros.

—Me queda tiempo para prepararme —gruñó Ángel.

—Puede ser, pero tendrá que ayudarte otro. No cuentes conmigo.

 

Estaba yo muy disgustado, de modo que me levanté y me fui. La mañana siguiente Ángel me llamó por teléfono y se disculpó. Lloroso como un chamaco. Me hizo sentir mal y prometí seguirlo entrenando, aunque le hice jurar que no descuidaría su condición física. De nada sirvió el juramento. No faltaba al gimnasio, pero supe que sus amigos seguían arrastrándolo a la desvelada, al vicio. Al final, a escasos días de la pelea, al parecer entró en pánico, se alejó de las amistades y entrenó con seriedad. Estudiamos un par de videos del oaxaqueño y no vimos motivo de preocupación. Al Mapache le sobraba con qué ganarle.

 

No fue así. Me equivoqué. Esa segunda pelea fue un desastre. El oaxaqueño resultó un muchacho de buena madera, rápido, relampagueante. Por suerte para el oaxaqueño Erangelio Cruz el Mapache no iba en su mejor forma. Lento. Sin puntería. No sólo no lograba colocar un buen golpe, sino que se comía lo que Erangelio le mandaba. Esta vez no hubo jueces que lo salvaran. La superioridad del oaxaqueño fue evidente hasta para las butacas. Perdió el Mapache por decisión unánime. No lo derribaron porque lo que esa noche le faltaba de condición física, de ritmo, de voluntad, le sobraba de marrullería. No hubo episodio en que no se viera forzado a abrazar al otro para no caer.

 

Ángel Quiroz abandonó el gimnasio, jamás volvió a pisar los encordados. Huyó, se ocultó. Ni su familia ni sus amigos sabían de él. Lo perdimos de vista. Como si se lo hubiera tragado la tierra. Sus padres y sus hermanos lo buscaron en prisiones, hospitales y depósitos de cadáveres. Pusieron su foto en la televisión, las estaciones de radio emitieron mensajes de búsqueda. Nada. Intentaron hallarlo en la capital y extendieron el rastreo a ciertos estados de la república. Ángel había expresado el deseo de vivir en el puerto de Veracruz, de donde eran sus abuelos maternos, así que la familia empezó a indagar en Veracruz, en Tabasco, Campeche, Yucatán. Acabaron poniendo anuncios en los diarios y en los canales de televisión de todo el país. Nada.

 

Se supo que, reciente su desaparición, habían utilizado una tarjeta de crédito a su nombre en un cajero automático y en dos negocios de Tlaxcala. El cajero no contaba con cámara de video y no se supo quién retiró varios miles de pesos. En cuanto a los consumos en un restaurante y una tienda de ropa (dos camisas de la talla de Ángel y ropa interior) no hubo empleado que lograra recordar al cliente y describirlo.

 

El enigma vino a resolverse dos años después gracias a un muchacho que había entrenado conmigo. Retirado del boxeo porque no se vio porvenir, Galdino Rosales se fue a trabajar de mesero en el bar Gardenias de Playa del Carmen y allí se encontró con Ángel, a quien un tiempo había servido de sparring. El antiguo Mapache Quiroz era otro, muy distinto del que trató en el gimnasio. Para empezar se había cambiado el nombre, en esos rumbos era Chava a secas. Flaco y ojeroso, con la barba crecida, pero a Galdino desde el principio se le hizo conocido. El tal Chava se dejaba caer con frecuencia en el Gardenias y si encontraba amistades pedía que le invitaran una cerveza; si no, acechaba las mesas y en cualquier descuido se apoderaba de la copa de un cliente, la bebía de un tirón y escapaba a la carrera; o se dedicaba a reunir los restos que dejaban en vasos y botellas y se improvisaba un trago. Galdino preguntó quién era y le dijeron «Es Chava». «¿Chava qué?»«Chava, así nomás». Nadie le conocía más oficio que el de sufrir.

 

Por las noches Chava se reunía en la playa con una banda de bebedores miserables. Nadie sabía de dónde sacaban alcohol, pero nunca les faltaban cervezas, botellas de ron y tequila; eran capaces de beberse cualquier cosa, aguarrás, veneno para cucarachas. Galdino, a fin de estar cerca de Quiroz y averiguar cómo había caído en esa situación, se hizo amigo de la banda y ciertas noches acudía a la playa con una botella de ron. Una vez Chava se le acercó, lo miró fijamente durante largo rato y al fin dijo: «¿Te acuerdas cuando peleábamos? A mí se me olvidó pelear. Se me olvidó hasta mi nombre, ya no soy nadie». Eso fue todo. Luego el Mapache se mezcló con los suyos y jamás volvió a dirigirse a quien fue su sparring. El resto lo supo Galdino por los muchachos de la banda. No tenían idea del pasado de Chava ni sabían de su presente. Una madrugada allí estaba, uno más, bienvenido. A veces se echaba a llorar sin motivo, gritaba que sufría mucho y deseaba morirse. Se le cumplió.

 

Una noche de borrachera, Chava tomó una gran piedra entre los brazos y, caminando con dificultad, un poco por el alcohol y otro poco por el peso del pedrusco, se dirigió al mar y se hundió. Todos supusieron que era un juego. No lo era. Ángel no retornó de las aguas caribeñas, seguramente sus restos reposaban en el fondo del mar o en el aparato digestivo de un escualo. Jamás lo volvieron a ver. Fin de la historia.

 

La historia había comenzado trece o catorce años antes, cuando Marilú y Ángel se conocieron en la secundaria. Vivían en la colonia Portales, a unas cuantas calles una del otro. Marilú era una niña de doce años muy linda (lo siguió siendo cuando se hizo mujer). Desde que Ángel la vio por vez primera en la escuela, se enamoró de ella. En serio. No con uno de esos amores pasajeros de muchacho sino con un amor sólido y duradero que se reflejaba en todos sus actos. Vivía para Marilú, pensaba en ella de tiempo completo, todo lo que hacía lo ofrendaba a ella en pensamiento.

 

Ángel Quiroz, de familia muy humilde —su padre reparaba relojes y cambiaba baterías y correas en el mercado de Portales—, comenzó a trabajar a los quince años, antes de terminar la secundaria: por las tardes empacaba mercancías en un súper mercado. Era sumamente infeliz y en la escuela se hizo fama de buscapleitos. ¿Tenía Marilú la culpa? Marilú era una niña. Todos los días, saliendo de la escuela, Ángel la acompañaba a casa, y cuando comenzó a trabajar le llevaba pequeños regalos: chocolates, muñequitos de peluche, gomas de borrar de diseños chistosos. A punto de terminar Ángel el tercer grado escolar y ella el segundo, un día el hijo del relojero declaró su amor de una manera candorosa y sencilla. «¿Quieres ser mi novia?» Marilú se detuvo abruptamente en mitad de la acera. «¿Tu novia? Soy una niña, Ángel. ¿No te das cuenta de que soy una niña?» «Cumpliste catorce años», esgrimió Ángel a falta de mejor argumento. «Y voy a cumplir más», repuso ella. «¿Cuántos faltan para que puedas ser mi novia?», preguntó Ángel por último. Sin dar respuesta, la pequeña echó a andar molesta, con paso apresurado. El día siguiente Ángel prometió no insistir y quedaron como buenos amigos. El futuro boxeador siguió acompañándola a casa, pero Marilú ya no le aceptaba ningún regalo. «Ni un lápiz —dijo la niña—, ni un caramelo».

 

Ángel terminó la secundaria y, aunque con menor frecuencia, seguía buscando a Marilú en la escuela. Dejó de empacar mercancías, lo aceptaron como ayudante en un taller mecánico y se olvidó para siempre de los estudios. Por esa época apareció en nuestro gimnasio y desde el primer día lo bautizamos como el Mapache, no entiendo por qué. Peleando contra muchachos de su edad, inexpertos como él, arremetía sin medir consecuencias, y aunque en general dominaba los combates, recibía muchos golpes. Le vi buenas hechuras y decidí entrenarlo, mejorar sobre todo su defensa. Trabajó duro y un año después ganó el campeonato de peso pluma en un torneo de aficionados, al cabo de otros dos años conquistó el campeonato nacional de los ligeros. El taller mecánico quedó atrás.

Marilú terminó la secundaria y se inscribió en la preparatoria. Ángel ya casi no la veía, pero pensaba mucho en ella. Una tarde, al finalizar la sesión de entrenamiento, el muchacho se sentó por allí con aire desolado, amargo. Le pregunté qué le pasaba. Marilú, musitó meneando la cabeza. Si había empeñado sus mejores esfuerzos para lograr algo, era por amor a Marilú. Y Marilú, confesó el Mapache al borde del llanto, a cambio lo hería, lo humillaba. No era la primera vez que Ángel me hablaba de su padecer, de los desaires y rechazos de la muchacha, y yo me armaba de paciencia y lo consolaba. Esta vez me puse drástico. «¿No te das cuenta de que no te quiere, Mapache? Olvídala, mándala a volar. Eres el campeón, mujeres te sobran. Olvídala. Cuando se dé cuenta de que no te tiene de tapete, te va a buscar. Corazón, Mapache, dignidad sobre todo.». Al final prometió que haría lo posible por sacársela de cabeza. No pudo. Se dobló y siguió enamorándola, lloriqueando, consumiéndose.

 

Al paso del tiempo pareció que el equivocado era yo. La carrera de Ángel iba en ascenso y se hablaba de una pelea por el título mundial de los ligeros. Yo estaba seguro de que podría conquistarlo, y él también. Pero a su tiempo. Una mañana, antes del entrenamiento, el Mapache entró a mi oficina cuando bebía yo mi primera taza de café. Se veía contento, sonriente, lleno de energía. Y me exigió la pelea de campeonato que medio mundo le auguraba. «Es muy temprano, Mapache, no has tenido rivales del tamaño del campeón». «Puedo vencerlo, puedo vencer a cualquiera, soy el más rápido». «Bájate de la nube, ni que tuvieras la velocidad de la luz. Chandler es un asesino entre las cuerdas. Te hace falta experiencia, antes tienes que pelear cuando menos con dos de los que más guerra le han dado». Por más que Ángel insistió, me negué a negociar ese combate. Chandler, un negro de Hoboken, era un peleador excepcional y lo hubiera hecho pedazos. Luego me enteré de que el Mapache andaba con esa calentura porque Marilú le había prometido casarse con él cuando fuera campeón del mundo. Marilú y el Mapache tendrían que esperar.

 

Los rumores y ciertas alusiones de Ángel Quiroz me convencieron de que algo andaba podrido en ese romance. Podía yo gobernar la carrera de mi pupilo, pero no su vida sentimental. Marilú tenía veinte años y era una hembra de poderosos atractivos, de esas mujeres que arrastran a los hombres al abismo.

 

Ángel era cada vez mejor peleador. Uno a uno escalaba los peldaños que tarde o temprano lo pondrían frente a Chandler. No faltaba al gimnasio, se cuidaba, seguía mis indicaciones, estudiaba los videos de sus oponentes. Y esa transformación, contaba, se la debía a Marilú. Daba la impresión de que era feliz. No me dejé engañar por las apariencias. Sabía del dominio que Marilú ejercía sobre él y abrigaba serias dudas en cuanto a esos amores, dudas que se concretaron una tarde en que encontré al Mapache llorando en el vestidor. Sí, se trataba de la agreste Marilú. Había aceptado el anillo de compromiso, pero la relación con Ángel era una farsa, una fantasía. Salía con otros, reveló el peleador, y cuando se lo reprochó, repuso ella que no era una monja sino una muchacha que deseaba pasarla bien. «¿Y por qué no aceptas llevarme a esas fiestas que duran hasta el amanecer?» «Porque tú, Ángel, no puedes desvelarte, no puedes descuidar tu condición física». «Pero te vas a casar conmigo, ¿no?» «Ya te lo dije. Cuando seas campeón mundial». Al final, el Mapache me dijo que la prometida estaba con sus amigos en la Riviera Maya.

 

Logré que el muchacho entendiera que su vida iba a ser todavía más difícil si echaba al voladero su carrera de boxeador. Ganó limpiamente sus siguientes peleas y llegó el momento de enfrentar al temible Chandler, cuyos mejores años habían pasado. Volamos a Las Vegas y el Mapache desplegó sobre el cuadrilátero su mejor boxeo. Chandler, que tenía fama de veloz, se veía lento frente a mi muchacho. Ganó Ángel por nocaut técnico en el noveno asalto, cuando el negro ya no salió de su esquina. En primera fila, Marilú aplaudía frenética. Luego subió al encordado y abrazó y besó al triunfador. Ángel Quiroz lloraba de gusto.

 

Se casaron dos meses después y se fueron de viaje de bodas a Los Cabos. El mismo Mapache refirió que en cuanto llegaron a la suite matrimonial del hotel más lujoso, Marilú entró al baño a ducharse. Ángel, sigiloso, tomó su maleta, abandonó la alcoba y afuera pidió a un taxi que lo llevara al aeropuerto. Voló de regreso a la capital en el primer avión. No quiso volver a ver a Marilú. Y yo, después de aquellas dos desastrosas peleas, no volví a ver al Mapache Quiroz.

 

*ILUSTRACIÓN: Leticia Barradas

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