“La vida me llevó por un camino muy cardíaco”: Héctor Abad Faciolince habla sobre ” Salvo mi corazón, todo está bien”
Una de las voces más significativas de la literatura colombiana cuenta su proceso de escritura de Salvo mi corazón, todo está bien, su novela más reciente
POR JUAN CAMILO RINCÓN
El sacerdote Luis Córdoba pasa sus días entre Mozart y el cine mientras espera un trasplante para reemplazar ese corazón gigante que necesita, tan enorme como él. Inspirado en el padre Luis Alberto Álvarez, un cinéfilo de leyenda, amante de la ópera e incansable gestor cultural, Héctor Abad Faciolince retrata en Salvo mi corazón, todo está bien (Alfaguara, 2022) la vida de un hombre religioso que encontró entre su dolencia cardíaca y una familia ajena una nueva concepción de sí mismo.
“Cualquier cosa que uno escriba sobre el corazón se vuelve imagen y metáfora”, afirma Abad. Y aparece una escritura que es la descripción de esa casa enorme como un gran cuerpo, con habitaciones que son ventrículos, una cocina que son vísceras, salones que son pulmones y pasillos-venas por las que transcurre la vida. Dos mujeres y tres niños acogen al cura y se van convirtiendo, poco a poco, en la familia que quiere adoptarlo para construir juntos un recuerdo compartido.
Abad revela que, tal y como le sucede al protagonista de la novela, él mismo tuvo que lidiar con una enfermedad cardíaca que se fue complicando y terminó por permear la escritura de este libro.
Abad Faciolince también cuenta que, por una coincidencia de la vida, creó una parte de la novela en Casa Estudio Cien, en México, la misma donde Gabriel García Márquez escribió Cien años de soledad. Y todo gracias a una invitación que le hizo durante la pandemia su colega mexicano Juan Villoro. Por esos días, Abad aún no se había vacunado contra el Covid, pero un tiempo después Villoro le reiteró la invitación, cuando la casa iba a ser abierta para el Programa de Residencias.
“El año anterior, cuando iban a inaugurar la casa, yo no me había atrevido a viajar y ni siquiera había vuelos, así que ya no podía desperdiciar semejante ocasión por segunda vez. Ellos querían que el primer extranjero en ir a esa casa fuera también un colombiano, entonces para mí era un honor muy grande y al mismo tiempo un peso de responsabilidad casi imposible de cargar. Me fui a un Airbnb cerca de ahí y llegaba a pie todos los días”, cuenta el autor de El olvido que seremos.
La vida y el trabajo cultural de Luis Alberto Álvarez fueron insumos clave para la construcción de esta novela, protagonizada por el cura Córdoba. Álvarez, egresado de Teología de la Universidad Lateranense de Roma, hizo seminarios de actualización cinematográfica en Estados Unidos y Alemania, escribió columnas y creó programas sobre cine en diarios, emisoras y entidades colombianas. Fue docente y coordinador de departamentos de extensión cultural, creó ciclos de cine, dirigió cortometrajes y fundó la revista Kinetoscopio. Un recorrido prolífico en el mundo del séptimo arte al que Faciolince rinde tributo y retrata en su libro.
La mística de Casa Estudio Cien debe ser increíble…
Es enorme. Además me asignaron el cuarto donde dormían Mercedes y García Márquez con vista a ese patio donde se supone que habían puesto a orear las sábanas que le inspiraron el ascenso de Remedios la Bella a los cielos. Lo primero es que hay que acomodarse a una sensación muy rara. García Márquez creía en los fantasmas. De hecho, no quiso comprar una casa vieja en Cartagena por miedo a los fantasmas, según me lo contó Mercedes alguna vez, así que hubo que hacerle una casa nueva. Yo no; yo tuve una formación mucho más racionalista. Lo que sí oía mucho era un perro que ladraba sin parar. Dije: está ladrando porque yo estoy aquí, no me quiere dejar escribir; es como una protesta de no sé de quién. Lo que hice fue incorporar el perro al libro. Como Salvo mi corazón, todo está bien tiene muchas voces y requería mucha investigación me apoyé en amigos como Juan Villoro, porque para él también había habido un cura muy importante en su formación cinematográfica, digámoslo así, que además había sido muy amigo de Buñuel. Se mezclaba un padre dominico en un Buñuel ateo, yo ateo escribiendo sobre curas… También me apoyé en Jorge Volpi, porque él es un experto en ópera y el cura de mi historia lo es, así que me dio muchas pistas sobre qué óperas podían ser adecuadas para ciertas circunstancias que yo le iba describiendo de la novela.
¿Cuánto tiempo trabajó en Casa Estudio Cien?
Fueron tres meses muy bonitos. El asunto es que yo nado; tan pronto llegué a México lo primero que hice fue conseguir una piscina. Tengo una rutina más o menos rígida: escribo de ocho a doce y luego me voy a nadar. La piscina estaba a mitad de camino entre mi casa y la Casa Cien. Al principio iba todo muy bien hasta que me empezaron a dar unos dolores muy grandes; a eso se le llama angina de pecho, o angina pectoris en latín. Comprendí que mi vieja dolencia cardíaca se estaba agravando y en México me enfermé más. Allá se consolidó una experiencia muy fuerte que me ayudó a terminar el libro: acabé de enfermarme del corazón y cuando volví a Colombia me dijeron que tocaba operar. Antes de la cirugía terminé a marchas forzadas el primer borrador por si me moría, hice hasta testamento…
¡Estaba asustado!
Sí, una operación a corazón abierto da mucho susto porque te matan un rato. Te paran el corazón, te colapsan los pulmones, te bajan la temperatura; uno está medio muerto. Antes de la operación uno es un fiambre. Es una experiencia muy fuerte.
¿Cómo logró hacer conversar los datos científicos con las vivencias del padre Álvarez, las de su protagonista y con su propia experiencia?
La novela está muy permeada por la situación mental de todos durante la pandemia. Está muy influida por la enfermedad, por la amenaza que sentíamos, bien fuera por nosotros o por los más viejos, de que había algo que nos podría matar. En el caso de la novela, ese algo es el corazón, y como mi problema cardíaco se iba complicando e iban aumentando los síntomas, me obsesioné por leer sobre el corazón y entenderlo, y trasladé esas lecturas al libro. En ese sentido, la novela es un poco médica, del órgano físico, pero quise combinar las dos cosas: el corazón real, físico, la víscera sin metáforas, y la víscera simbólica del amor, los sentimientos, la memoria…
Y el símbolo de la casa…
¡Claro, de la casa! Que también busco que sea una especie de cuerpo. Todos estuvimos muchos meses encerrados en una casa y vivimos en ese organismo que tiene intestinos, un patio para respirar, recámaras como las tiene el corazón, el estómago donde nos alimentamos, donde hay basura que desechamos. Me gustaba jugar con esa idea de la casa como un organismo.
El corazón es, por supuesto, el órgano esencial en la novela y suele serlo en la vida.
Uno como escritor o cualquier persona muy sensible como artista se concentra no en el órgano que mejor le funciona, sino en el que más le complica la vida. Para Borges evidentemente lo fundamental era la vista. Si se piensa en Beethoven, al final de su vida lo fundamental era el oído, que fue perdiendo. León de Greiff dice: “Más mudo que Beethoven sordo”, porque los sordos se van sumiendo en el silencio. Si uno ha tenido muchos problemas pulmonares o es asmático, son los bronquios y los pulmones. La obsesión de Proust era el asma y él vivía en una cama escribiendo su autoficción En busca del tiempo perdido con reiterados episodios de asma que están en el libro. El cuerpo es un todo y todo es importantísimo. La vida nos lleva por algún camino y a mí me llevó por uno muy cardíaco.
¿Y qué hay del cerebro?
Para mí es el órgano más importante porque es el de la mente. Es el que más temo perder porque ahí está la memoria, la posibilidad de escribir, de hacer música, de entenderla y percibirla. Lo que pasa es que si uno se enferma del cerebro no puede escribir de él. Me acuerdo que hice un trabajo sobre el Alzheimer juvenil en (el municipio colombiano de) Yarumal, muy guiado por las investigaciones que hace el doctor Lopera sobre el tema. Fui a ese pueblo a ver a las familias en las que la enfermedad aparece muy temprano. Conocí a un muchacho de 29 años que ya tenía Alzheimer y me dijo: “Si a mí me da Alzheimer como a mis hermanos, me suicido”. Él ya lo tenía, pero no estaba en la capacidad de darse cuenta. Salvo por lesiones leves, es muy difícil hablar del cerebro por la propia experiencia si este se ha dañado.
Me hace pensar en ese baúl que usted tiene lleno de cuadernos y de otros objetos, que es también como su cerebro. ¿Regresa a él de vez en cuando?
Podría ser mi cerebro, sí, pero a ese baúl no regreso. Es el deshielo de mi cerebro. El deshielo de mi locura está en esos cuadernos. Ahí está todo. Me gusta que lo veas como una cosa atiborrada de redes, electricidad y neuronas. Regresé a él cuando escribí los diarios, por obligación, pero no me gusta volver a esas cosas. Clarice Lispector decía que releer lo que uno ha escrito, y perdón por la expresión, que es muy fuerte, pero es verdad: es como comerse su propio vómito. No me siento bien leyendo eso.
Por otra parte están los borradores que hago a mano. Son como un cerebro en bruto, un archivo comprimido que luego despliego para convertirlo en un libro. Son frases a partir de las cuales uno reconstruye todo lo que le dijo alguien… o puede que uno se invente un pedacito. En novela se puede, en periodismo, no; toca grabar para no traicionar tanto. Pero uno sí hace algo porque hablar no es lo mismo que escribir y es que, cuando transcribe, tiene que organizar la oralidad del otro.
La presencia del cine y la música es muy poderosa en la novela. ¿Cuál es el género que mejor la describiría?
Más que un género, es un compositor que era la adoración y la veneración humana de Luis Alberto Álvarez y de Luis Córdoba, que es Wolfgang Amadeus Mozart. Era sobre el que más sabía, del que más escuchaba su música, las sinfonías, los conciertos, el réquiem, las óperas. Mozart fue este niño prodigio absolutamente insólito que en una vida muy corta logró producir una cantidad de belleza inimaginable y sublime. Fue un hombre genial perseguido por muchas enfermedades y murió muy joven en la época de la medicina precientífica. La música de él puede ser la más alegre, la más liviana y etérea, y también la más triste y dura.
¿Y cuál es el género que mejor lo define a usted?
Durante la pandemia me di cuenta de que a uno lo salva la cultura en general. Traduje unos cuentos infantiles de Kipling. El guitarrista de Joaquín Sabina daba clases gratuitas por internet de guitarra básica y yo, para pasar las horas del encierro, me compré una y estudié porque siempre quise aprender a tocar algún instrumento. Toco mal porque uno a los sesenta años no aprende nada bien; ¡loro viejo no aprende a hablar! Me gustaba cantar aunque ahora no tengo casi voz. Y como uno se desbarata por todas partes del cuerpo, tengo un tinnitus espantoso que durante el silencio del encierro se me alborotó, pero tocando un poquito de guitarra, desaparecía. Mi música me salvó del pensamiento permanente de la enfermedad, de la decadencia y de mi propio corazón.
FOTO: Héctor Abad Faciolince escribió su novela en la Casa estudio Cien años de soledad/ Archivo EL UNIVERSAL
« Temáticas de la esperanza: entrevista con Jean-Baptiste del Amo, autor de “El hijo del hombre” Un libro para mirar las heridas: entrevista con María Negroni su “El corazón del daño” »