La violencia y la orfandad masculina
Para Jorge Ezequiel, mi pequeño hombrecito
POR GERARDO MARTÍNEZ
Le decíamos “McGyver”. Era un chico listo, creativo en la media cancha y con un potencial asombroso para las matemáticas. Yo lo admiraba. Durante el primer año de la secundaria fuimos amigos, hasta que se convirtió en mi torturador, el dolor de cabeza que un día sí y otro también inventaba chistes a mi costa para recibir la aprobación de los demás compañeros. Podía ser cualquier detalle: un “defecto” físico o una distracción. Para mí fue la encarnación del agandalle. Cuando otros comenzaron a participar en el “jueguito” supe que ya no había vuelta atrás. Lo encaré. A la salida, sin más recursos para la negociación que los puños, resolvimos nuestras controversias a trompadas. Nadie me volvió a molestar. Ese día, según los códigos que desde la familia aprendimos y se nos asignó por nuestro sexo, me convertí en un hombrecito.
Me gustaría dirigirme a ese muchacho de 14 años, atemorizado, acorralado por una realidad hostil y en la que tuvo que abrirse paso con el único recurso que tuvo a su alance y uno de los pocos que la familia y sus amigos le ofrecieron: la violencia. No escribo desde la teoría, sino desde la observación y la vivencia participativa de estos vicios. Esta legitimación por medio de los golpes ilustra parte de nuestro machismo: se nos educó en la violencia y el egoísmo. Aceptamos desde la infancia una cuota de sangre que ha nutrido nuestro impulso depredador, entre nosotros mismos y hacia las mujeres, y que tiene su expresión más aterradora en el homicidio y el feminicidio.
Estoy convencido de que un factor determinante, aunque no el único, que lleva a muchos hombres a ejercer la violencia de género está en la incapacidad para asimilar la frustración. Si no somos capaces de aceptar negativas entre nosotros mismos, mucho menos somos capaces de aceptar las negativas de una mujer. Pocas veces estamos dispuestos a repensar nuestro chip narcisista. Creemos que lo merecemos todo.
El cuestionamiento de hábitos nocivos es un reto, pues representa para nosotros una vulnerabilidad en ámbitos que exigen distintos grados de “virilidad”: en la misma familia, en amplios espacios laborales y en la calle. Pero cada vez es mayor la necesidad de desactivar ese impulso de dominio que es también un dispositivo de violencia y muerte entre los hombres y hacia las mujeres, alimentado por el orgullo, una falsa idea de superioridad masculina, soberbia, fanfarronería y miedo.
Para esto creo que hay una responsabilidad compartida entre el Estado y la sociedad de fomentar herramientas de carácter laico para solucionar conflictos en cualquier esfera, de las relaciones de pareja hasta la familiar y la pública. Con plena conciencia de lo complejo que esto resulta, fomentar a cualquier edad las habilidades para el entendimiento y la empatía es una oportunidad para mitigar conflictos y reducir las expresiones de violencia.
Antes de criticar y “recomendar amablemente” cómo es que ellas deberían protestar, necesitamos reconocer expresiones de gozo estético y afectivo que nos ha negado nuestro anquilosado chip masculino. Desde la humildad y la franqueza podemos revisar nuestro historial afectivo; reparar los daños que nuestras omisiones, nuestras torpezas y nuestro egoísmo han hecho. También necesitamos acompañarnos para ver de frente con otros camaradas nuestros propios errores y nuestro potencial solidario.
¿Que hay mujeres abusivas, ególatras, manipuladoras y que ejercen distintos tipos de violencia? Sí. Y entiendo que las feministas están haciendo lo que les corresponde en la creación de espacios y relaciones donde la convivencia sea más igualitaria, libre de privilegios que los hombres hemos heredado y de vicios que perpetúan desigualdades. Podemos tener puntos de desacuerdo con algunas de sus expresiones, pero esos son debates en los que ellas mismas señalarán sus aciertos y sus puntos ciegos. De los debates feministas nos toca escuchar y entender.
Nos corresponde la reflexión continua de nuestros privilegios en un ejercicio sano y necesario para crear relaciones y espacios en los que la convivencia no esté marcada por sesgos de género. No me atrevo a llamar a este ejercicio “nuevas masculinidades”, pues creo que cualquier nomenclatura que denote un rediseño del individuo desde modelos teóricos, ideológicos o políticos es terreno fértil para la simulación, la condescendencia y la segregación. Creo más en la revisión constante desde la naturaleza, la libertad y las aspiraciones de cada hombre.
Parte de esta reflexión es la aceptación de que hemos sido incapaces de reconocer los afectos según las correspondencias (“No es no”); de ceñir nuestras capacidades seductoras con base en el respeto; de darnos suficiente acompañamiento entre hombres; hemos sido incapaces de responsabilizarnos de los afectos. La violencia, que muchos heredamos de nuestros padres y nuestro entorno inmediato, nos dejó en una orfandad afectiva que sólo ha sido llenada por más violencia y egoísmo.
FOTO: Iván el Terrible y su hijo el 16 de noviembre de 1581. Óleo sobre lienzo (1885), de Iliá Repin. Exhibido en la Galería Tretiakov de Moscú. /Especial
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