La visión de los colgados

Mar 19 • destacamos, Ficciones, principales • 3171 Views • No hay comentarios en La visión de los colgados

 

Dos amigos deciden abandonar la aparente pesadez de una vida explotada en trabajos precarios e ingresan al mundo del narcotráfico, sin advertir el destino funesto que les espera

 

POR DONOVAN KREMER 
Había visto el mismo paisaje un centenar de veces, tan comunes, tan ajetreadas y bochornosas que incluso procuraba no dar la mirada hacia ese paraje que en verano se suspendía tras un sol relampagueante.

 

Pero esta noche el reflejo en la luna no hería los ojos apesadumbrados de Gonzalo, que miraba cómo la luz del alumbrado público se fugaba y perdía en la oscuridad más alejada, por encima de los techos de losa y chapa; las fachadas le eran familiares, conocía bien las calles, el canal, todas las mañanas que abordaba la combi rumbo a la talacha subía por el puente que lo atravesaba, desde ahí parecía posible alcanzar con las manos las extensiones de tierra o saltar sobre el concreto vibrante, superar los montes y llegar a las orillas mojadas del municipio, eso era lo que ahora deseaba con tanto esmero, no quedarse al final con la resignación, esa madre a nadie le sirve, musitaba. Quería escapar.

 

Cuando Gonzalo tuvo la oportunidad, decidió perderse un par de meses en la costa con El Clon, “el pinche vato mierdero ese que sólo te mete en pedos”, le decía su madre cuando lo cachaba en la movida chupando garrafas de alcohol en esa unidad hastiada de lacras, “huevones buenos para nada”, lo mismo de siempre, pensaba Gonzo, así lo llamaban en la humilde morada de El Clon.

 

Recordaba su estadía en una choza cerca de una laguna por donde el mar también se vaciaba a tumbos; unos lugareños le dieron chance de trabajar llevando las carretas con peces que sacaban en la temporada buena, después de que el mar se apartaba y dejaba en sosiego la laguna, entonces se podía pescar, lo hicieron, Gonzo dispuesto al jale donde fuera, así que se clavaron, las piernas parcialmente sumergidas y en las manos las mallas y canastas en las que metían las jaibas, los camarones, los puyes, las tilapias y en contadas ocasiones uno que otro pejegallo que sacaban entre todos.

 

Un pinche festín el que se daban en aquel tiempo, una feria la que les caía cuando sacaban el producto fresco en el mercado y los tianguis, se vendía de volada, “hasta para carcajearse”, vitoreaba Gonzalo ya sentado en una de las chapalas de plástico en un bar andrajoso, cuando la temperatura bajaba y el viento peinaba las palmas del malecón.

 

­­—Esto es vida, Clon, vida y no mamadas —le decía a su carnal-carnal, Gonzo así lo creía, de 100 compas, el único de adeveras.

 

—Pero cada día es más chinga con el perro calor —rezongaba El Clon—, siempre en chinga para estar aquí, y luego sin ninguna beibi que te ande restregando las nalgas, hablándote al oído cosas cachondas. Andamos a patín del diario, y sube esto, baja aquello, lánzate acá, regresa en fa, y ya que tenemos chance hay que correr pa’ alcanzar lugar aquí.

 

—¡Cabrooón! —le respondió Gonzalo modulando el timbre de su voz, después de darle un buen sorbo a su cheve—. Es mejor esto que andar cargando tabiques, trepando por espacios reducidos y temblorosos, llevando sobre el puto lomo la mezcla, pinches dolores musculares más recios que los que nos ganamos acá…

 

—Sí, mamón, lo sé —lo interrumpió El Clon: la cara chata y la nariz bulbosa se redibujaban al paso de la luz estrambótica—. Me refiero a que podríamos tener más plata sin tanto pedo, conozco el conecte, entraríamos en calor; pa’ pronto, al primer día sacaríamos lo de tres jodidas semanas en esta costa o como pinches albañiles.

 

—¿Y de qué vergas va esa movida? —inquirió Gonzo inclinándose hacia El Clon, mostraba interés al mojarse los labios con su lengua, hasta que escuchó la respuesta de su amigo.

 

—De dealers.

 

—¡Chingas a tu madre! —chilló alargando la majadería.

 

—Oh, puto, te estoy diciendo que no habría ningún pedo. Yo vendía antes de venirnos acá, incluso conecté unas pocas aquí y tú ni en cuenta, ¿ves?, fácil y sencillo —dijo, mientras tocaba levemente a Gonzalo del hombro.

 

—¿Y por qué chingados viniste conmigo?

 

—Por ti, por la playa, porque quería experimentar, pero ya vi que se puede sacar más varo y venir cuantas veces al mar a cotorrear, puta, me canso.

 

—De huevos, Clon, si esta chambita se viene abajo, cámara, jalo contigo, pero te juro que no, está dura toda la vida. Es más, brindo por ella.

 

—Ya dijo.

 

Chocaron sus vasos aquella madrugada, se emborracharon hasta contonearse como sanguijuelas sacadas del agua, se ahogaban en sus carcajadas, trastabillando sobre el terreno que progresivamente se ondulaba. Y les amaneció, uno de los últimos amaneceres que verían al filo de la comarca, yuxtapuesta a la laguna y la laguna al mar, y el mar al cielo que se desdibujaba desde la parte más baja por los rayos del sol disparándose.

 

Cómo le dolía a Gonzalo levantar la cabeza, fijar la vista en los rasgos de un cuadro pintado que siempre estuvo frente a él para animarle a continuar, a sortear la rutina con los detalles que ofrece una vida físicamente cómoda, sin torturas emocionales ni quebrantos a la salud. Posiblemente el dolor se debía más a su condición, que no le permitía observar a la perfección el panorama, quizá más bien por el hielo temor que escarchaba las posibilidades de abrirse camino, gravitando sobre sí o planeando sobre las casas grises, hasta aterrizar sobre los campos aterciopelados. Oh, cuánto lo deseaba, pero saltar sería mantenerse dentro de su cuerpo flojo. No. Regresa y grábate la última pintura, insistía. La visión se le nublaba despacio. Los ojos se le hincharon de sopetón.

 

Las manos trabadas al frío metal, que martillaba violento el aire como la descarga del trueno bajo el campanario, aflorando colillas de humo, y toda la espalda tibia de Gonzalo comenzaba a sudar, la frente pegajosa, polvosa, y las voces más allá de la verja que partía el sendero en dos, pidiéndole a punta de mentadas que descendiera hacia ellos: “¡Baja, hijo de tu puta madre!”, “¡Correee!”, “¡Corre rápido!”, “¡Chingada madre!”, “¡Nosotros te cubrimos, cabrón! ¡¿Qué vergas sigues esperando?!”. Las esquirlas rebotaban en las piedras o iban a dar de lleno al terreno amortajado, el silbido que le rozaba las sienes era una sucesión de ráfagas, traaah, traaah, tac tac tac, golpes secos que desprendían a cachos los cristales de una furgoneta tapizada de agujeros. Era eso, tenderse en zigzag hacia los suyos, o esperar la muerte que no es garantía. Gonzalo, con la culata entre las costillas, sorteaba los disparos del cártel enemigo.

 

Había librado la emboscada “en una pieza, bien y macizo, no mames, Gonzo, qué huevotes te cargas”, le decía exaltado El Clon, que rengueaba a causa de una herida en la pierna izquierda. Gonzalo lo acompañó todo el trayecto hasta llegar a una comunidad enclavada entre tanta maraña de ramas y árboles frondosos, donde ya esperaba el médico. El Clon no paraba de amenazar al doctor que le sacara de un putazo la bala, alojada en el otro extremo por donde entró; “te juro que si no la sacas ya te voy a arrancar los pinches ojos con el mismo cuchillo”, le decía mirándolo directo a los ojos. El impacto del proyectil lo había dejado rengo.

 

Las expectativas cambiaron a partir de ese instante. ¿Qué quedaba de El Clon sino su pata coja, su mal humor, su pésima disposición? Ah, hizo puras pendejadas, todo el tiempo chocho, perdiéndose cuando se le necesitaba, armando líos a lo güey, se lamentaba Gonzo, de eso y más. No podía borrar la imagen de su amigo traidor, ese que semanas más adelante le confesó que había picado a propósito a un hombre cuando todavía vivían en la costa, con tal de darle suficientes motivos a Gonzalo para abandonar esa vida prodigiosa, ese trabajo incomparable, esa calma brumosa a la mañana, al salir de la choza pegada a la laguna, todo ello echo a un lado por el miedo primigenio a la venganza. El olor agrio de El Clon, apestoso por la cruda usual, le pegó directo en el estómago, retortijones que podían confundirse con el hambre o las patadas; pero el tufo era inconfundible, y desaparecido o no, su amigo lo había entregado en bandeja de plata al crimen. Nel, recapacitaba, no quise dejar solo al Clon.

 

Debimos haber muerto, todos parejos, prefiriendo pelear a huir, pensaba, así como los demás que quedaron tendidos como muñecos contorsionados, la muestra inapelable del enfrentamiento, sangre magra encharcando los cadáveres, volviéndolos más inútiles, más sordos, más ciegos, en fin, cooperando con el hedor y la podredumbre, mascullaba, mientras veía correr el desgaste del tiempo eclosionándose entre sus yemas frías, castigadas, entonces no habría motivo para ser obligados a cargar con la insoportable paciencia de ver llegar la muerte larga y extendida, acrecentada de opresión, punzadas y escalofríos, se repetía a sí mismo Gonzalo.

 

—Entonces no habría motivo para cargar con la muerte extendida.

 

—» Entonces no habría motivo.

 

—» …

 

El mismo paraje, el que había perdido por malas decisiones, por ambiciones torpes, el que ya no le daba sol en bruto, abarcando formas vivas, sino un halo gris como el color de las ratas sucias, como la tierra enlodazada por el drenaje, todo ese territorio se inundaba del cielo de una región aparte, visitada por un aire lúgubre, ensanchada por cada hombre cubierto de muerte. Desde sus ojos heridos y más allá de ellos, ahora se suspendía todo lo que Gonzalo no era, atado su aliento, el cuerpo de un colgado que amanecía bajo un puente junto a otros.

 

Crédito de foto: Dante de la Vega

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