La voz y la sabiduría de Cervantes
A 400 años de la muerte de Miguel de Cervantes (1547-1616)
POR DAVID HUERTA
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Un año cervantino: 1925
En 1925, año cervantino, el hispanismo alemán le dio al mundo por medio de Helmut Hatzfeld una palabra compuesta en la que se condensa el valor cardinal del Quijote: el extraño vocablo Wortkunstwerk. Esta palabra tiene tres partes y debe traducirse aproximadamente como “obra de arte del lenguaje” (Wort: palabra o lenguaje; Kunst: arte; Werk: obra). Así veía Hatzfeld el Quijote. Es uno de los modos más ricos de acercarse al libro, a los personajes que lo habitan y a la historia que se cuenta en sus páginas. No es un gesto superficial, sino todo lo contrario: en la raíz, en el tronco y en los follajes de una obra como el Quijote hay palabras y palabras, y si nos olvidamos de ellas para tratar de descubrir a como dé lugar —según las antiliterarias costumbres de la época— el mensaje, la moraleja, el contexto, la psicología del autor, el reflejo de la historia, estamos perdidos.
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Ante el Quijote, el mundo hispánico ha estado extraviado, efectivamente, hasta hace cosa de un siglo. La herencia cervantina fue honrada y entendida, seguida y explorada, fuera de nuestro ámbito lingüístico, hasta fines del siglo XIX. Esto quiere decir que los verdaderos descendientes de Miguel de Cervantes fueron narradores ingleses, franceses, italianos y rusos. Los españoles lo volvieron ocasión de brindis patrioteros y se olvidaron de su entrañable soltura para ver la vida, de sus ideas sorprendentes y del extraordinario sentido del humor que lo anima. Los narradores latinoamericanos del siglo XX recuperaron para el idioma español y para su literatura esa herencia, que ya había empezado a ser reivindicada de la mejor manera —escribiendo novelas realmente vívidas— por Leopoldo Alas y Benito Pérez Galdós, entre otros, en el siglo XIX.
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La idea de Hatzfeld es formidable y útil, digna de reflexión: el Quijote es, efectivamente, una obra de arte del lenguaje, pero no solemos considerarla en esa perspectiva, y hacemos mal. Desde el romanticismo, hemos preferido verla de muchas otras maneras: como ilustración de las dualidades de la condición humana, como cifra combativa del alma española, como ejemplo de espiritualidad e idealismo, como texto repleto de disidencias. Todo eso olvida lo más obvio, la evidencia palmaria: las palabras del libro de Cervantes, la materia misma de que está hecho. Es lo que Hatzfeld destacó en su libro de 1925, que coincidió, por el año de publicación, con otro clásico de la crítica: El pensamiento de Cervantes, de Américo Castro, un estudio que disgustó a no pocos españoles que se habían acostumbrado a ver en Cervantes a un escritor de cortos alcances. Que tuviera un pensamiento, como demostró Américo Castro con brillantez, apenas les cabía en la cabeza a esos malquerientes.
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El libro de Helmut Hatzfeld y el de Américo Castro se ocupan de cualidades de Miguel de Cervantes que aun ahora suelen olvidarse o hacerse a un lado: la riqueza intelectual de la personalidad de Cervantes y su maestría como escritor. Para muchos lectores y críticos, es tan dudosa esa maestría literaria cervantina, que se le ha llamado “muy mal escritor”, increíblemente. En cuanto a su pensamiento, hay que recordar la actitud de tantos lectores en el orbe hispánico que afirmaban, y afirman, que la genialidad del libro era poco menos que un capítulo más del fenómeno proverbial del burro y la flauta. Es decir, que Cervantes acertó, en el Quijote, por pura casualidad.
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Estamos, entonces, ante un mal escritor con irremediables deficiencias intelectuales o mentales: ¿así era Cervantes en verdad? La sinopsis de esas actitudes está en la frase acuñada por Nicolás Antonio en el siglo XVII para referirse al inverosímil narrador del Quijote: “ingenio lego”.
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Alrededor de Cervantes y de su libro hay, como puede verse con estos rápidos apuntes, una serie de malos entendidos que no acabamos de aclarar. El horizonte está enturbiado por la herencia romántica. Otro hispanista no-español, el inglés Anthony Close, ya se encargó de estudiar este asunto con instrumentos penetrantes, en un libro que es un espléndido análisis histórico-literario: La concepción romántica del Quijote. Fue publicado ochenta años después de los libros de Hatzfeld y de Castro, en 2005.
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Cervantes: la lectura y el estilo
Cervantes no era bachiller y estaba lejos de ser un humanista grave, pero por eso mismo siempre hay que recordar las palabras que describen al gran lector que fue; están en el capítulo 9 de la primera parte del Quijote, que transcurre en el alcaná de Toledo, el barrio del comercio: “como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado de esta mi natural inclinación tomé un cartapacio…”, escena conmovedora que abre los juegos vertiginosos en torno a la autoría de la historia: en ese cartapacio está la continuación de la fábula de la Mancha, debida a la pluma del historiador arábigo Cide Hamete Benengeli. Destaco este hecho de su vida y de su perfil intelectual, de sus hábitos cotidianos: Cervantes leía todo lo que se ponía a su alcance, “aunque sean los papeles rotos de las calles”.
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Lector omnívoro, lector de inmensa curiosidad, lector lleno de simpatías y diferencias ante los textos, lector dotado de discernimiento y gusto, ávido autodidacta, Cervantes no pudo escribir el Quijote por casualidad ni hacerlo de cualquier manera, a la diabla. Lo compuso, sí, con prisa, como sabemos muy bien, situación que está en el origen de los fallos continuos de redacción fácilmente discernibles a lo largo del libro. Ángel Rosenblat le dedicó un estudio largo y pormenorizado a examinar —y a redimir, digamos— esas copiosas faltas; nadie las niega, pero están lejos de justificar cualquier desdén por el arte literario presente y activo, durante más de 400 años, en el Quijote. Jorge Luis Borges lo dijo magistralmente en un hermoso ensayo de 1930 titulado “La supersticiosa ética del lector”: “Prosa de sobremesa, prosa conversada y no declamada, es la de Cervantes, y otra no le hace falta”. Un poco antes de este pasaje, Borges había escrito algo realmente hermoso acerca del mismo asunto, desde otro ángulo:
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En verdad, basta revisar unos párrafos del Quijote para sentir que Cervantes no era estilista (a lo menos en la presente acepción acústico-decorativa de la palabra) y que le interesaban demasiado los destinos de Quijote y Sancho para dejarse distraer por su propia voz.
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El estudiante pardal
En un pasaje de Los 1,001 años de la lengua española (páginas 214-215 de la tercera edición), Antonio Alatorre se ocupa de Cervantes para mostrar, casi simultáneamente, la personalidad del novelista y el “problema” de las incorrecciones de su lenguaje. Para ello cita extensamente una anécdota que Cervantes refiere en el prólogo a su libro de 1616, aparecido póstumamente, titulado Los trabajos de Persiles y Segismunda, “historia septentrional”. Es una escena muy divertida, que muestra cómo el escritor ya era, en la segunda década del siglo XVII, una celebridad en los medios ilustrados de España. Un estudiante “todo vestido de pardo” lo aborda en un camino, mientras Cervantes va con unos amigos a caballo, y a paso lento, se le acerca lleno de entusiasmo y fervor y se dirige a él con estas curiosas palabras, mientras le toma la mano izquierda:
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—¡Sí, sí! ¡Éste es el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre y, finalmente, el regocijo de las Musas!
La reacción de Cervantes es de una bonhomía admirable. El texto continúa:
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Yo, que en tan poco espacio vi el grande encomio de mis alabanzas, parecióme ser descortesía no corresponder a ellas, y así, abrazándole por el cuello (donde le eché a perder de todo punto la valona), le dije:
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—Ése es un error donde han caído muchos aficionados ignorantes. Yo, señor, soy Cervantes, pero no el regocijo de las Musas ni ninguna de las demás baratijas que ha dicho vuestra merced. Vuelva a cobrar su burro, y suba, y caminemos en buena conversación lo poco que nos falta de camino…
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El comentario de Antonio Alatorre, tres renglones entre paréntesis, da en la diana: “Si hubiera habido académicos, ¡cómo se habrían reído de la construcción ‘Yo me pareció ser descortesía’! ¡Y cómo habrían cerrado los ojos y los oídos a la animación y gracia de la breve escena!”
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A Cervantes lo han llenado de baratijas, como él mismo dice; se han olvidado de leerlo, y lo han convertido en una especie de monumento que lo habría horrorizado. Lo que Alatorre llama “la animación y gracia” de la escena podría ser descrito con otras dos palabras: cordialidad, calidez, con esa reivindicación de la “buena conversación” que a mí me parece maravillosa. Y con esa declaración diamantina: “Yo, señor, soy Cervantes”, que en su sencillez resulta como el símbolo de un hombre lúcido y auténticamente modesto.
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Los datos editoriales acerca de las impresiones europeas del Quijote a partir del siglo XVII, puestos por Alatorre en nota a pie de página (pp. 215-216), demuestran la poca estima en que se le tuvo en España mientras que en otros lugares de Europa la fama de Cervantes y de su libro crecían a un ritmo firme y creciente.
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Las voces de Cervantes
El Quijote es un libro de entretenimiento, compuesto por un hombre socarrón, lleno de jovialidad y de una inteligencia deslumbrante. Desde luego, la obra no es únicamente eso: también es una especie de enciclopedia conversada de la época, y un libro originalísimo en su tiempo y que ha seguido siéndolo hasta nuestros días. Basta comparar los desabridos experimentos de perspectiva de las novelas modernas con los juegos de Cervantes, tremendos y divertidísimos, en torno al autor o los autores de la historia, entre muchos otros descubrimientos, artificios y creaciones genuinas.
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El propósito de contar esa historia está claramente expuesto en el maravilloso Prólogo. El amigo que ha llegado “a deshoras” a aconsejarle a Cervantes cómo escribir el prólogo de su historia le da en una nuez todas las metas que su autor debe proponerse al echar el Quijote a rodar por el mundo:
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Procurad […] que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla.
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Es posible que Cervantes fuera tartamudo, como Lewis Carroll. En el autorretrato que precede a las Novelas ejemplares, no habla, empero, de su voz; sabemos que era profunda y acaso pedregosa, entrecortada; él mismo la comparó con el graznido de un cuervo. Esa tartamudez constituye un rasgo que puede inspirar enorme simpatía, me parece.
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La voz firme y fluida que cuenta la historia de Don Quijote y Sancho Panza es quizá la sublimación de una voz imperfecta y quebradiza. ¿Cuál de las dos voces escuchamos en las páginas mudas y espejeantes del Quijote? La voz de un artista del lenguaje que mira con sorna los fastos, no poco aburridos, de la perfección y de las pompas del mundo y nos invita a sonreír ante la vida y la locura.
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En esa sonrisa hay una sabiduría aquilatada, una formidable experiencia acumulada y saberes diversos, las vicisitudes de la guerra y la cárcel, ideas y múltiples dimensiones de mundo entretejidas con una de las fábulas esenciales que le dan sentido a la existencia humana. Nadie lo dijo mejor que Fiódor Dostoievski, cervantófilo de raza: cuando comparezcamos ante Dios, en la hora del Juicio, y él nos pregunte a los seres humanos de todos los tiempos y lugares qué hemos hecho en la Tierra que nos fue dada, con el sencillo gesto de apuntar con el dedo índice le mostraremos un ejemplar de Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes Saavedra, ingenio lego y soldado en Lepanto (miles gloriosus), hombre más versado en desdichas que en versos. Apenas se puede decir algo más elocuente que ese grandioso gesto dostoievskiano.
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Sólo seremos capaces de aprender la lección de la novela más hermosa del mundo si escuchamos la inmensa resonancia de la voz cervantina, de su pensamiento y de ese arte del lenguaje que hay en las páginas del Quijote.
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*FOTO: Pedro Coronel Arroyo, El Quijote cósmico, (Detalle), acrílico sobre lienzo, 1978/ Cortesía: Museo Iconográfico del Quijote.
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