La isla de la infancia

May 30 • destacamos, Ficciones, principales • 3331 Views • No hay comentarios en La isla de la infancia

La isla de la infancia, tercera entrega de esa gran obra compuesta por seis novelas (con un total de tres mil seiscientas páginas) que el noruego Karl Ove Knausgard ha titulado Mi lucha, comienza a circular en México bajo el sello editorial Anagrama. Presentamos a los lectores de Confabulario el fragmento inicial de esta novela.

Mi lucha: 3

POR KARL OVE KNAUSGARD

Un templado y nublado día del mes de agosto de 1969, un autobús iba por una estrecha carretera del extremo de una isla de la costa sur de Noruega, entre jardines y peñascos, prados y bosquecillos, subiendo y bajando pequeñas cuestas, doblando cerradas curvas, unas veces con árboles a ambos lados, como en un túnel, y otras pegado al mar. Pertenecía a la Compañía de Vapores de Arendal, y, como todos sus autobuses, era de varias tonalidades de marrón. Cruzó un puente a lo largo de un brazo de mar, puso el intermitente a la derecha y se detuvo. Se abrió la puerta y una pequeña familia bajó de él. El padre, un hombre alto y delgado con camisa blanca y pantalón claro de tergal, llevaba dos maletas. La madre, con un abrigo beige y un pañuelo azul claro que cubría su largo pelo, empujaba un cochecito de bebé con una mano, y llevaba cogido a un niño de la otra. El humo gris y aceitoso del tubo de escape se quedó por un instante suspendido sobre el asfalto, después de que el autobús se hubiera ido.

 

–Hay que andar un trecho –dijo el padre.

–¿Crees que podrás, Yngve? –preguntó la madre, mirando al niño, que asentía con la cabeza.

–Claro que sí –contestó.

 

Tenía cuatro años y medio, el pelo rubio, casi blanco, y la piel bronceada después de un largo verano al sol. Su hermano, de apenas ocho meses, estaba tumbado en el cochecito, mirando fijamente al cielo, sin saber ni dónde estaban, ni adónde se dirigían.

 

Empezaron a subir lentamente la cuesta. El camino era de grava, y estaba lleno de baches de todos los tamaños tras un chaparrón. A ambos lados había campos labrados. Al final del llano, de unos quinientos metros de largo, empezaba un bosque bajo, como encogido por el viento del mar, que descendía hacia las playas de cantos rodados.

 

A la derecha había una casa recién construida. Por lo demás, no se veía ninguna edificación.

 

La suspensión del cochecito crujía. El bebé iba cerrando los ojos, mecido por ese delicioso balanceo, hasta que se quedó dormido. El padre, que tenía el pelo oscuro y corto, y una tupida barba negra, dejó una de las maletas en el suelo para secarse el sudor de la frente con una mano.

 

–Hace bochorno –dijo.

–Sí –asintió la mujer–, pero tal vez haga más fresco cuando nos acerquemos al mar.

–Esperemos –dijo él, cogiendo de nuevo la maleta.

 

 

Esta familia, en todos los sentidos normal y corriente, con padres jóvenes, como lo eran casi todos en aquella época, y dos hijos, como casi todas las familias de entonces, se había mudado de Oslo, donde había vivido durante cinco años en la calle Therese, muy cerca del estadio de Bislet, a la isla de Trom, donde les estaban construyendo una casa en una urbanización. Mientras esperaban a que estuviera acabada, alquilarían otra, una casa vieja, en Hove. En Oslo, él había estudiado inglés y noruego en la universidad, mientras trabajaba de vigilante por las noches; ella había estudiado enfermería en la escuela de Ullevål. Aunque él aún no había terminado la carrera, había conseguido un puesto de profesor en el instituto Roligheden, y ella trabajaría en el sanatorio de Kokkeplassen para personas con afecciones de tipo nervioso. Se conocieron en Kristiansand cuando tenían diecisiete años, ella se quedó embarazada a los diecinueve y se casaron a los veinte, en la pequeña granja del oeste en la que ella se había criado. Nadie de la familia de él asistió a la boda, y aunque sonríe en todas las fotos, un aura de soledad se cierne sobre su rostro, se ve que no encaja plenamente entre todos los hermanos y hermanas, tíos y tías, primos y primas de ella.

 

En este momento tienen veinticuatro años y su verdadera vida por delante. Trabajos propios, casa propia, hijos propios. Son ellos dos, y también ese futuro en el que están entrando es el suyo propio.

¿O no lo es?

 

Nacieron en el mismo año, 1944, y pertenecían a la primera generación de la posguerra que en muchos aspectos representaba algo nuevo, en gran parte porque fue la primera de este país en vivir en una sociedad planificada a gran escala. La década de los cincuenta fue la del nacimiento de los sistemas públicos – el ente educativo, el ente sanitario, el ente social, el ente de carreteras–, las direcciones generales y las administraciones, con una monumental centralización, que en el transcurso de un tiempo asombrosamente corto tendría consecuencias en el estilo de vida. El padre de ella, nacido a principios del siglo xx, venía de la granja en la que ella nació y se crió, en Sørbøvåg, en la parte de los fiordos de la provincia de Sogn, y no tenía ninguna formación. Su abuelo paterno venía de una de las islas de la región, como seguramente sería el caso de su padre y del padre de éste. La madre venía de una granja en Jølster, a unos cien kilómetros de distancia; ella tampoco tenía estudios, y la presencia de sus antepasados en ese lugar se remontaba hasta el siglo xvi. La familia de él se encontraba en un nivel más alto que la de ella en la escala social, ya que tanto su padre como sus tíos varones tenían estudios superiores. Pero también ellos vi vieron en el mismo lugar que sus padres, en Kristiansand. Su madre, que tampoco tenía ninguna formación, venía de Åsgårdstrand, su padre fue práctico, y en la familia había también policías. Cuando conoció a su marido, se mudó con él a su ciudad. Eso era lo habitual. Ese cambio que tuvo lugar en la década de los cincuenta y de los sesenta fue una revolución, sólo que desprovista de la violencia e irracionalidad de las revoluciones habituales. No sólo empezaron a estudiar en la universidad los hijos de pescadores y pequeños granjeros, obreros de la industria y dependientes de las tiendas, hijos que luego serían profesores y psicólogos, historiadores y trabajadores sociales; muchos de ellos también se fueron a vivir a lugares muy alejados de las comarcas de las que provenían sus familias. El que todo esto lo hicieran con la mayor naturalidad dice algo de la fuerza del espíritu de la época. Ese espíritu viene de fuera, pero actúa por dentro. Para él todos son iguales, pero él no es igual para todos. Para esta joven madre de la década de los sesenta habría sido absurdo pensar en casarse con un chico de una de las granjas vecinas, y pasarse allí el resto de su vida. ¡Ella quería salir! ¡Quería vivir su propia vida! Lo mismo regía para su hermano y para sus hermanas, y así sucedía en familias por todo el país. Pero ¿por qué querían eso? ¿De dónde venía esa fuerte convicción? En la familia de ella no había ninguna tradición de algo parecido; el único que se marchó fue el hermano de su padre, Magnus, y se fue a Estados Unidos huyendo de la pobreza. La vida que llevó en América fue durante mucho tiempo sorprendentemente parecida a la que había llevado en Noruega. El caso del joven padre de la década de los sesenta era distinto; en su familia lo natural era procurarse una educación superior, pero tal vez no casarse con la hija de un pequeño granjero del oeste del país e irse a vivir a una urbanización a las afueras de una pequeña ciudad del sur.

 

Pero allí estaban ese día cálido y nublado de agosto de 1969, camino de su nuevo hogar, él arrastrando dos pesadas maletas llenas de ropa de la década de los sesenta, ella empujando un cochecito de la década de los sesenta, con un bebé vestido con ropa de los sesenta, es decir, blanca y llena de encajes, y entre ambos, moviéndose de un lado para otro, alegre y lleno de curiosidad, emocionado y expectante, su hijo mayor, Yngve. Cruzaron el llano, pasaron por la pequeña zona de bosque hasta la puerta abierta de la verja y entraron en la zona del antiguo campamento. A la derecha había un taller de coches, propiedad de un tal Vraaldsen; a la izquierda grandes barracones rojos en torno a un llano de gravilla, y detrás, un pinar.

 

A un kilómetro hacia el este estaba la iglesia; era de piedra y databa de 1150, pero tenía partes que eran incluso más antiguas, y era probablemente una de las iglesias más antiguas del país. Estaba situada sobre una pequeña colina y desde tiempos inmemoriales había funcionado como punto de referencia para los barcos que pasaban por allí, y estaba marcada en todos los mapas de navegación. En Mærdø, una pequeña isla de las muchas que bordeaban el litoral, había una vieja casa de capitán de barco, como testimonio de la época de esplendor de la zona –los siglos xviii y xix–, cuando floreció el comercio con el mundo exterior, sobre todo el de la madera. Durante las excursiones al museo provincial de Aust-Agder, a los escolares se les enseñaban objetos holandeses y chinos de aquella época e incluso anteriores. En Tromøya había plantas raras y exóticas que habían llegado allí en los barcos que vaciaban sus aguas de lastre, y en el colegio aprendieron que fue en Tromøya donde se cultivó por primera vez la patata en Noruega. En las sagas reales de Snorri la isla se menciona varias veces; bajo la tierra de prados y campos cultivados se encontraron puntas de flecha de la Edad de Piedra, y entre las piedras redondas de las largas playas de cantos rodados había fósiles.

Pero cuando esta familia nuclear llegada de fuera atravesó con todas sus pertenencias y a paso lento ese espacio abierto, el entorno no recordaba ni al siglo x, ni al xiii, ni al xvii, ni al xviii, sino a la Segunda Guerra Mundial. El lugar había sido utilizado por los alemanes durante la guerra; fueron ellos los que construyeron gran parte de los barracones y las casas. En el bosque había búnkers de piedra completamente intactos, y en lo alto de las pendientes sobre las playas se veían varios emplazamientos de cañones. Había incluso un pequeño aeródromo alemán en los alrededores.

 

La casa en la que vivirían los años siguientes era un edificio solitario en medio del bosque. Estaba pintada de rojo, con los marcos de las ventanas blancos. Se oía un constante murmullo procedente del mar, que no se veía, pero que estaba a sólo un par de cientos de metros más abajo. Olía a bosque y a agua salada.

 

El padre dejó las maletas en el suelo, sacó la llave y abrió la puerta. Dentro había una entrada, una cocina, una sala de estar con una estufa de leña y un cuarto de baño, que también servía de lavadero; en el piso de arriba había tres dormitorios. Las paredes no tenían aislamiento, la cocina estaba escasamente equipada. No había teléfono, ni lavaplatos, ni lavadora, ni televisión.

 

–Pues ya hemos llegado –dijo el padre, y llevó las maletas al dormitorio, mientras Yngve corría de ventana en ventana mirando fuera y la madre aparcaba el cochecito con el niño dormido en el umbral de la puerta.

 

 

(Traducción del noruegode Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo).

*FOTO: Especial

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