Laberinto, casa grande y sertón
POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Clásicos y comerciales
No quisiera aburrir a quien haya leído mi comparación, en Octavio Paz en su siglo (2014), entre El laberinto de la soledad (1950) y La radiografía de la pampa (1933), de Ezequiel Martínez Estrada y a ambos con el Facundo (1845), de Sarmiento, usando, a su vez, de testigo incómodo, a la vez penetrante y cómico, al conde Joseph de Keyserling, autor de unas telúricas Meditaciones sudamericanas (1930). Allí concluyo que si nos atenemos a Paz y a Martínez Estrada, el México es el país más viejo del mundo, cargado de historia y la Argentina, libre de ese fardo, la nación más nueva del universo. Ahora se me ha pedido que comparé al par de ensayistas, argentino y mexicana con sus pares brasileños. Escogí hacer la comparación, quizá equivocadamente, con Gilberto Freyre.
Nada agregaré al elogio de la grandeza sensual y racial de Casa grande y Senzala (1933), la obra magna de Freyre, sino el contraste que se me presentó entre la exaltación del trópico brasileño y su exuberante sexualidad, plena en negritud, con la violación de la india por el conquistador que habría producido la palabra nacional mexicana por antonomasia, la chingada desmenuzada por Paz o la población del vacío geográfico argentino –la pampa– por el gaucherío, en Martínez Estrada, que más que una invasión europea semeja un desembarco extraterrestre. Nada más contrario, pensé, a Orozco, el preferido por Paz entre los muralistas a la singular independencia política e integración social del Brasil. Y recordé aquella página de Keyserling, también, donde describe un burdel bonaerense como una especie de fumadero de opio donde la tensión sexual, vivificante para aquel repartidor de identidades nacionales, no existía. Para Keyserling, como para Ortega según Paz, pensar era una erección. Al gaucho, la pampa, lo había privado hasta del sexo, esa forma suprema de civilización, como lo demuestra Freyre en Casa Grande y Senzala.
El contraste entre la barbarie histórica o no, en Paz y Martínez Estrada con la antropología sexual de Freyre era tan notorio que me resultaba inútil y de proseguirlo no hubiera llegado muy lejos. En ese momento recordé Los sertones (1902), de Euclides Da Cunha. Conocía yo el episodio por la novela de Vargas Llosa leída con remoto entusiasmo en la adolescencia y de inmediato, durante veinte horas no hice otra cosa que leer y releer Los sertones. Este clásico brasileño es un libro escasamente conocido en México, tan importante, me parece, como el Facundo, de Sarmiento, para entender el espíritu iberoamericano.
El exterminio de la rebelión de Canudos narrada por uno de los oficiales encargados de llevarla a cabo es uno de los registros más estremecedores de nuestra barbarie: una soberbia descripción topográfica y un relato militar, una variedad de la experiencia religiosa que le hubiera puesto la piel de gallina a William James así como un examen de conciencia moral sin paliativos como lo dijo Vargas Llosa. El final de Los sertones es, además, uno de los más desconcertantes de la literatura universal. ¿Cuál de nuestros “post post” modernos podría finalizar un libro así como lo hizo Da Cunha, cuando cualquier final trágico le hubiese sido aplaudido sin recato. Prefirió dejar sin respuesta el enigma de por qué ocurren los crímenes y cómo se manifiestan las locuras de las nacionalidades.
La fiesta de la muerte revolucionaria en Paz como la algarabía de la montonera en Martínez Estrada (y antes de él en Sarmiento), continúa, en el gran mundo brasileño, con Los sertones, donde la religiosidad milenarista del Conselheiro es única, como inédita es la descripción de la tierra arrasada que la borra de la faz de la tierra. El ensayo brasileño de averiguación nacional es, desde Euclides Da Cunha, al menos, antropológico o etnográfico, lo cual es describir el hilo negro. No sé a qué se deba esa manera pues ya está en Los sertones y brilla, enceguecedor, con Casa grande y Senzala, obra profesionalmente antropológica, exuberante en simbología a descifrar selvas, razas y plantaciones de azúcar y café.
El nacionalismo revolucionario mexicano, con el mito del mestizaje por delante, fue o es la antropología de los mexicanos, grandes arqueólogos y etnólogos vergonzantes, una ciencia oculta tras las ruinas. En el Brasil, la antropología, en cambio, fue o es, el esqueleto del ensayismo, como si el “orden y el progreso” inscrito en la bandera nacional fuese una norma retórica y por ello el más brasileño de los libros, Casa grande y Senzala es obra que se quiere “científica”, pretensión ajena a Martínez Estrada o a Paz. Pero en el otro extremo tenemos, frente al dulce amamantar de los niños blancos por las esclavas negras, Los sertones el relato etnográfico del terror. Es otra “pampa”, el sertón, que Da Cunha, a diferencia de Martínez Estrada, no encontró vacía sino monstruosa, colmada por la religión de la guerra, por la guerra en nombre de la civilización.
El argentino y el mexicano se asumen a lo largo de sus libros como taumaturgos. Sarmiento, dice Martínez Estrada, se equivocó: no hay barbarie sin civilización y viceversa. Nombrando el trauma, la curación comienza. Allí el argentino, me parece, es un poco abusivo. Su ingenuidad, la del autor del Facundo, fue la de su siglo. Paz afirma que al salir de su soledad, los mexicanos se asumirán contemporáneos de todos los hombres. Freyre no deja una frase para el mármol y se despide lamentándose de los negros infelices que se mataron comiendo tierra. De tan banzieros, se volvieron idiotas. Acto seguido, el antropólogo también habla de enfermedades pero no sólo de las del alma sino del cuerpo, enumerando las padecidas en Río de Janeiro por los condenados a los trabajos forzados. Su conclusión no es tan distinta al enigma de Euclides Da Cuhna. No propone cura porque su Brasil está hecho a la medida del paraíso y muchos son los llamados y pocos los elegidos. Inspirado en el mucho o poco protestantismo que Freyre mamó en los Estados Unidos nos da a entender que fuera de Casa grande y Senzala no hay salvación, lo cual convierte a “la isla Brasil”, como diría Sergio Buarque de Holanda, en la última utopía del Renacimiento.
*FOTO: En 1902 Euclides da Cunha narró en Los sertones el aplastamiento de la Guerra de Canudos. En la imagen, retrato del escritor brasileño, obra del pintor Edmundo Migliaccio (1953)/Especial.