Lady Gargajo

Ago 13 • destacamos, Ficciones, principales • 6507 Views • No hay comentarios en Lady Gargajo

POR ALMA DELIA MURILLO

@AlmaDeliaMC

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Me llamo Filomeno pero la gente me dice Don Filo.

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Mi jefa me bautizó así en honor a mi abuelo que era un viejito cabrón al que todo el mundo le rendía honores como si no hubiera sido el mierda que fue, siempre agarrándonos a los nietos a palos porque no le obedecíamos.

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Que debíamos aguantarlo porque se deslomaba trabajando para mantenernos a todos, ¿y eso qué? Si se iba a cobrar a madrazos las limosnas que nos daba, mejor se las hubiera metido por el culo.

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Por eso me largué bien chavo de la casa, no terminé la prepa, claro que me hubiera gustado ir a la universidad pero no se pudo y ni pedo. Soy bueno pal jale, aprendo rápido y aguanto machín las jornadas largas. Me metí de mesero hace treinta años y en esto sigo, no pagan bien, pero aquí la propina lo es todo y yo hice de la propina el pinche objetivo de mi vida.

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Ahora no me quejo. Voy a cumplir cincuenta y un años y puedo decir que gracias a las benditas propinas me compré un terreno que yo mismo he ido construyendo, ahí nació mi hijo que parece más hijo de la chingada que mío pero es mi sangre y la sangre de uno lo es todo. La familia y las propinas, ahí está mi religión, eso les digo a mis compas.

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Empecé a meserear antes de cumplir los veinte, desde la primera chamba me gané la confianza del gerente y me dieron dos turnos, uno en el restaurante y otro en el bar, de noche. Yo siempre llegaba puntual, bien limpio y bien peinadito, no fumaba ni bebía porque el alcohol es el verdadero chupacabras y termina chingándoselos a todos, lo he visto con mis propios ojos.

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En aquella época se podía fumar dentro de cualquier lugar y yo le agarré asco al cigarro porque todas las noches salía apestando a tabaco muy cabrón, el olor me duraba días en la ropa, en la piel y en el pelo, aunque me bañara machín. Pero la gente llegaba al bar y no podían evitarlo, un cigarro tras otro para dizque convivir pero yo me daba cuenta que era para disimular que estaban todos muy pinches nerviosos. Más las mujeres, si llegan solas a un bar, tienen que prender un cigarro para que parezca que están haciendo algo pero ni madres, están tratando de ocultar los nervios. Ahora es lo mismo pero con el puto teléfono celular, apenas llegan a la barra o a la mesa, ni siquiera han puesto bien el culo en la silla y ya están sacando el telefonito como si fuera su mascarilla de oxígeno. Si supieran.

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La gente es pendeja, he visto chingos de veces cómo se las llevan al baile sacándoles la cartera de la bolsa por estar tragando camote con el teléfono, es que se van de este mundo, me cae. Ahora hasta se ponen a tomarse fotos y no les da pena, se instalan en la mesa o en los espejos de los baños, torciendo la boca de un modo o de otro, y se hacen un calendario completo con sus mejores fotografías mientras les birlan el billete o las tarjetas.

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Yo nunca digo nada. Ya no.

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Al principio lo intentaba pero se arma el borlote y te echan la culpa porque resulta que tú eres el que debía cuidarle la bolsa y no ella; al final te gritan, el gerente te pone un cague, la susodicha sale mentando madres y el penitente es uno, bueno, hasta te acusan de ratero. Pues no, ayudar al prójimo pendejo no es negocio.

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En los bares hay que estar al tiro todo el tiempo, así que preferí quedarme como mesero de restaurantes. Y mejor calladito, para no meterme en broncas.

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El caso es que fui ascendiendo de categoría y pasé de mesero de la colonia Portales a mesero de la Del Valle, de la Roma, de la Condesa y ahora estoy en Polanco. Aquí, en este barrio de primera, voy a cumplir siete años de capitán de meseros. Es mi orgullo. Los patrones abrieron un chingo de sucursales y los gerentes hasta se pelean por mí para ponerme en las mejores porque, no es por nada, pero conozco bien mi oficio.

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Me encargan a los chavos nuevos para que los capacite, eso me gusta, es más responsabilidad pero me siento orgulloso y todos me respetan.

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Otra cosa que está chingona de este trabajo es observar a los clientes. Ya reconozco y distingo políticos, pobretones venidos a más, oficinistas de alto caché que se andan cogiendo a escondidas de sus esposos, putas de súper nivel que vienen a acompañar a su clientela y algunos actores y actrices pero no tan famosos.

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Aquí se mezcla toda la raza que puede pagar una hamburguesa de quinientos pesos. Insisto, la gente es pendeja, ¿quién que le eche tantita cabeza a las matemáticas va a estar dispuesto a pagar una hamburguesa de quinientos pinches pesos?

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Pues estos pendejos lo pagan. Y se dan el lujo de no comérsela toda, si yo pagara tanto dinero por un plato, me metía hasta las migajas por las orejas o por la nariz, aunque ya no me cupiera. O me iba al baño a vomitar o a cagar para hacerle espacio al resto. Con perdón. Es que con quinientos pesos come mi familia los cinco días de la semana, no la chinguen.

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Hay sólo dos cosas que no me gustan de trabajar en esto. La primera es su pinche música. Esa musiquita deprimente que suena en todas las sucursales está para llorar o para dormirse, ni es música ni es nada. ¿Por qué no ponen algo chingón como Juan Gabriel o rock verdadero como Van Halen o Poison? Dice el gerente que es la lista que le pasa la directora de mercadotecnia porque sabe lo que los clientes quieren oír para permanecer más tiempo sentados y consumiendo. Puras pinches mentiras. La gente, los “comensales”, como la de mercadotecnia les llama, ni siquiera oyen lo que está sonando, se concentran en sus pláticas eternas o en su teléfono, como ya dije.

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Pero ni pedo, hay que aguantar. Apenas comienza su sonsonete jodido y todos los meseros bostezamos; el poli de la entrada, que también es compa, se pone sus audífonos cuando sabe que no van a venir los patrones, chingón por él, el otro día le pregunté qué oía y me dejó escuchar un rato: pura rola norteña, hasta eso estaría mejor que el pinche funeral que suena aquí adentro.

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La otra cosa que no me gusta es la gente cabrona y prepotente. Esa es la parte más ojete de este oficio. Gente que te mira por arriba del hombro si es que te mira, que te truena los dedos porque no les atiendes como ellos creen que se merecen, y que si pudieran, te mandaba exterminar por pinche pobre y pinche feo.

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Eso no cambia, en treinta años que llevo mesereando, la historia es igual. Siempre hay mamones, déspotas y alzados que se sienten la divina garza. He visto de todo: clientes que pegan de gritos, que piden hablar con el dueño para quejarse de ti, que amenazan con hacerte perder el empleo o cerrar el lugar… así se las gastan, peor con dos copas encima, entonces no hay quien los pare.

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Ayer uno los chavos nuevos me buscó para pedirme ayuda:

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Don Filo, una clienta se está poniendo intensa, dice que quiere hablar con el gerente pero no está, ¿usted habla con ella?

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Clarín, trompeta.

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Y allá fuimos. La fulana nos dijo de todo: que mi compañero era un indio que no entendía español, que si ella quería podía comprarnos, que éramos unos gatos que nunca íbamos a pasar de sirvientes, que pobres nacos, gente sin educación, que no le hacíamos un favor porque para eso paga, que por culpa de nosotros este país está como está y así. Los insultos no han cambiado mucho en todos estos años. Esa letanía la he escuchado muchas veces en mi pinche vida, así que le dije al chavo: tú tranquilo, yo nervioso. Y lo despaché.

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Escuché el resto cuidándome de mantener abajo la cabeza, hasta que la mamona se calmó, me disculpé de antemano (les gusta oír eso) y le pregunté qué quería.

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La ñora exigía que le cambiáramos la guarnición del platillo sin cobrarle extra.

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Cómo no, ahora le cambio el plato, y de nuevo una disculpa por las fallas de mi compañero.

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Se quedó en la mesa, bufando como vaca perdida y picando botones en su celular. El muchacho estaba esperándome camino a la cocina, muy sacado de onda.

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La hubiéramos grabado para subir el video a twitter y que le llamaran Lady Culera— me dijo.

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Ya te dije que tú tranquilo, mi chavo, yo nervioso.

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Entonces procedí a explicarle lo que los veteranos del gremio sabemos. Ese dicho de que la venganza es un plato que se sirve frío, lo ha de haber inventado el mesero más antiguo de la historia, me cae.

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La gente es pendeja, les digo. ¿Cómo se ponen a pelear con quien les trae la comida a la mesa?

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Manejamos tres niveles de venganza, mi chavo. El primero es escupir en el plato, te das gusto haciendo una mezcla grande y espumosa en tu boca y echas el salivazo en el plato cuando esté a medio llenar, luego le dices al cocinero que termine de servir la porción para cubrirlo y los “comensales” ni se enteran. El cocinero siempre te va a ayudar, hijo, acá jugamos todos del mismo lado de la cancha.

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El segundo grado, carnalito, ponga atención, es para cuando se pasaron más de lanza y usted siente que le arden las orejas del puto coraje, entonces aspira bien pinche profundo y arranca un gargajo de lo más hondo de su pecho, si no le sale, le pide ayuda a un compañero, que para eso estamos. Esta pendejita me gusta como para el nivel dos, ¿qué le parece si en lugar de Lady Culera, la convertimos en Lady Gargajo?

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Y hay un tercer nivel, colega, póngase al tiro, porque este es como llegar al rango cinta negra de los karatecas. Atento.

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Si le da mucha vergüenza se va al baño, y si no, aquí atrás del horno se da la vuelta, se saca el pito y se lo jala hasta que le salgan los mecos, su lechita, pues.

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Al chavalo se le iluminaron los ojos y entonces, bajito pero firme, me dijo: ¿sabe qué, Don Filo? yo creo que mejor la convertimos en Lady Mecos.

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ILUSTRACIÓN: Leticia Barradas

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