Laia Jufresa responde a los escépticos
POR GUILLERMO ESPINOSA ESTRADA
A finales del año pasado, el nombre de Laia Jufresa apareció en una lista “oficial” —confeccionada por el Estado, pues— como una de las mejores escritoras mexicanas jóvenes. Su elección resultó infundada para algunos, considerando que para entonces sólo había publicado Jorge (2008), una “biografía autorizada” del magnate Jorge Vergara que no se discutió entre la comunidad lectora. Y en efecto, un libro por encargo no es la forma más espectacular de hacer un debut. Pero al mismo tiempo que la dichosa lista se hacía viral (y un grupo de novelistas la auditaba con la misma furia de un contador en horas extras), se distribuían los primeros ejemplares de El esquinista (2014), un libro de relatos reconocido en un concurso de Bellas Artes, y algunas semanas después se publicaría Umami (2015), su primera novela. Me gustaría pensar que los dos títulos van a ser leídos con lupa —y con una exigencia del tipo “a ver, ahora sorpréndeme”, que pocas veces suscitan los autores noveles—, porque estoy seguro de que saldrán airosos. O que los destruyan, no importa, pero que no sean víctimas del ninguneo. Hay en ambos volúmenes una voz anómala, excéntrica, que caerá como un balde de agua fría sobre los envidiosos y los escépticos.
Me acerco a Umami y la primera virtud que me sale al paso es el desconcierto. Desde su título —que debido a mi ignorancia imaginé acuñación original de la autora—, pasando un por un croquis que antecede al desarrollo de la trama, hasta su intrigante estructura (que se las arregla para contar una historia “en reversa”), la novela de Jufresa logra poner a prueba los hábitos y prácticas comunes de cualquier lectura. No sólo por su talante lúdico y despreocupado, también por su sentido del humor. En una tradición tan costumbrista y solemne como la de nuestra narrativa, eso se agradece leyéndola con asombro y con sonrisa. Umami narra la vida de los habitantes de la privada Campanario, todos ellos en duelo por haber sufrido una pérdida profunda e irreparable recientemente. Desde esta perspectiva pareciera que la escritura del libro es “un esfuerzo por poner a una persona [ausente] en palabras a sabiendas de que nadie es para los otros más que un caleidoscopio”, que las páginas se llenan para tapar “los huecos que deja un muerto, algo que no se puede decir”. Y aunque la ausencia no deja de ser un asunto sugerente, y escribir para sobrellevar un duelo es casi un lugar común, ésta no es la mejor ruta para explorar Umami. Tengo más bien la impresión de que Jufresa está siguiendo los pasos de Flaubert, el estilista por antonomasia, y a su manera trata de edificar un “libro sobre nada”: el anhelado “libro que no dependiera de nada externo y que se mantuviera en cohesión por la fuerza de su estilo”. Por ello sus temas resultan casi baladí, y todo parece una excusa para ejercitar una escritura, pretextos para poner en escena distintas voces.
Hay algo de alquimista en Jufresa. No es nada sobrenatural o inexplicable, su ilusión radica en el buen uso de sus herramientas: la ductilidad de su voz, en la plasticidad de su forma. Es una escritora que domeña las palabras, las invoca, y las hace aparecer desde varios registros que van del culto al barriobajero; cuando no existe término idóneo para lo que se quiere nombrar, se acomide a confeccionarlos (con un gusto y una sonoridad inusitados). Esta capacidad, utilizada con astucia, provoca cierto tipo de magia, y en el caso particular de Umami ésta tiene un efecto sinestésico: sus palabras están ahí para ser leídas pero también para ser escuchadas y, en mayor medida, para ser degustadas. El libro entero es una suerte de platillo, casi un brebaje podríamos decir, cuyos ingredientes son las voces que lo habitan y cuyo sabor está determinado por la efectividad de su emulsión. El título no sólo alude al “quinto sabor” —un concepto oriental que no termino de entender pero que en la novela se define como “delicioso”—, también el epígrafe debe interpretarse en clave culinaria. Es el lugarzaso común alfonsino “Todo lo sabemos entre todos”, pero aquí el verbo “saber” deja de ser conocimiento para asumir la acepción de “tener sabor” —el que provoca la totalidad de los ingredientes—, giro que le habría gustado a Reyes. Finalmente, la autora nos deja claro que sus cinco protagonistas, esas cinco voces que estructuran la novela, vive cada una en una casa diferente bautizadas como Amargo, Salado, Dulce, Ácido y Umami. Aunque después las voces no se correspondan necesariamente con su sabor específico —¿cómo diferenciar una voz ácida de una amarga?, ¿cuál es la característica de la voz umami?—, todas ellas son muy diferentes y distinguibles entre sí: aparece una niña de cinco años, una universitaria que acuña palabras, una cardióloga que inventa sus propios dichos y dos chicas adolescentes, una de las cuales habla “como si tuviera un diccionario en la boca”. Entre todas crean una mixtura del habla femenina que, siguiendo con los términos nigrománticos, sólo puedo definir como encantadora.
“Novela coral” podría decir la contratapa, pero también “novela culinaria” o “escritura gourmet”. En mi relectura, en un puro afán de descubrir la receta detrás de Umami, deshice la estructura del texto: uní los fragmentos que Jufresa había audazmente desmenuzado y, en lugar de volver a leerla en sentido contrario, lo hice en orden cronológico. No dejó de sorprenderme cómo mi reordenamiento de episodios le arrancó casi todo el sabor a las historias, convirtiéndolas en cinco relatos casi zonzos que sólo funcionan (y muy bien) juntos y mezclados. Descubrí que su ordenación en reversa sí resulta un tanto efectista: crea una especie de suspenso “falso” porque, si se lee de forma ordenada, éste desaparece. Esto último sería, tal vez, el reproche más grande que pueda hacerle al texto.
El esquinista, por otro lado, no creo que sea superior a la novela. Reúne doce relatos de desigual factura, con un espectro estético muy amplio: desde el realista “Eusebio Moneda” al onírico “Los engañamos, Fifí”, pasando por cuentos psicológicos, místicos, fantásticos… Esta variedad no apunta necesariamente a una riqueza de recursos, más bien es consecuencia de la prueba y el error: son los ejercicios debutantes de una voz tratando de ubicar su rango y tesitura. Aún así, el volumen incluye un puñado de cuentos que son lo mejor que ha publicado Jufresa; me refiero a “Moud”, “La pierna era nuestro altar” y, principalmente, “El esquinista”. En sus relatos volvemos a encontrar la misma voz gimnástica y potente de la novela, pero también ideas. Conceptos que reinciden, se transforman, se niegan, y que paulatinamente van desarrollando una reflexión.
Hablo, por ejemplo, de la idea del hogar. En muchos de sus cuentos la casa es un espacio recurrente, pero está lejos de ser un lugar acogedor. Más bien oscila entre dos imágenes muy simbólicas: la del hogar demolido —¿metáfora del exilio?, ¿de la guerra?— y el hogar que no se conoce pero es anhelado, una suerte de ideal casi siempre inalcanzable. “Moud” es uno de los relatos que más lidia con este conflicto: narra la vida en un campo de verano para niños arqueólogos, jóvenes que duermen en viviendas que emulan a las del neolítico y el paleolítico. En sus excavaciones descubren, además, los vestigios de una casa del epipaleolítico y edifican, al mismo tiempo, una falsa caverna para realizar pinturas rupestres. Todos estos hogares, fabricados por una comunidad para llevar una vida casi utópica —y que funcionan, en su anacronismo, como una máquina del tiempo que nos libra de las desgracias del ahora— tienen que ser finalmente demolidos por las órdenes de un burócrata municipal.
La otra presencia que recorre las páginas del volumen es la de lo religioso o lo divino, una suerte de espiritualidad que parece proteger y darle sentido a la vida de los protagonistas. Esta se revela en prácticas tan cotidianas como una clase de yoga o de natación, hasta alcanzar formas particularmente inquietantes como una prótesis en forma de pierna o unos dedos amputados nadando en formol. “La pierna era nuestro altar” debe leerse desde aquí: da cuenta del ritual casi místico que experimenta una nadadora en sus visitas a una alberca pública, donde una prótesis de pierna color ocre juega el papel de “icono religioso”. La impresión que estos trazos dejan en la lectura es que la fe, así como el hogar, son las únicas posibilidades que tienen los personajes de El esquinista para dejar de vagar por el mundo y poder echar raíces. Sólo así sus actos, por lo general extravagantes y gratuitos, adquieren una profunda autenticidad. Tal vez el relato donde la pertenencia y la espiritualidad mejor se sintetizan sea “Mamá contra la Tierra”.
Pero de sus cuentos, sobresale el “El esquinista”. Un relato ambientado en el futuro donde Amauri Montiel nos narra su vida y, al hacerlo, nos explica también los principios básicos del esquinismo, una disciplina artística que sólo es posible en un mundo que se organiza en torres gigantescas, a muchos kilómetros por encima de la superficie terrestre. Los esquinistas descubren constelaciones, pero no en el cielo estrellado sino entre terrazas, esquinas, puentes y la geografía de la tierra misma. Es un continuo mirar hacia abajo para ubicar formas, figuras y perfiles que después se trazan para el asombro de los viandantes. “El material del esquinismo es la ciudad”, asegura el narrador del relato, “y por ende el devenir y el movimiento: nubes, construcciones, cuerpos: tiempo, tiempo, tiempo”. Es una forma de arte público que exige saber mirar; descubrir lo inusitado dentro de lo común, lo sorprendente en lo habitual. Y cuando se entiende el esquinismo de esta manera no es difícil hacer conexiones con el trabajo de la autora: un estilo al mismo tiempo estrafalario, íntimo y afectuoso que parece estar regido por esos mismos principios. Ella, como lo haría un esquinista, reconfigura la normalidad para llevarla al extrañamiento.
Jufresa, Laia:
-El esquinista. México: FETA, 2014
-Umami. México: Random House, 2015
*En sus dos primeros libros de ficción, Jufresa hace uso de sus habilidades narrativas con alta capacidad estilísitca / Foto: Archivo EL UNIVERSAL
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