Las aventuras novelescas de un mexicano en el franquismo
La prisión en invierno, de Héctor Manjarrez, evoca con aire lúdico lo surreal de la dictadura española
POR TANYA HUNTINGTON
He sido una lectora empedernida desde que mi hermana mayor tuvo a bien enseñarme a leer. Podría decirse, por lo tanto, que soy adicta a la lectura desde la infancia. Y como cualquier bibliómano, siempre (¡siempre!) ando leyendo más de un libro a la vez. Lo cual me llevó hace poco a reflexionar, rodeada de pilas de libros, sobre el efecto que pueden ejercer estas constelaciones de lecturas que armamos o que más bien se arman a nuestro alrededor. ¿Cuántas veces la impresión que nos da un libro puede ser alterada por haber entrado al mismo campo de gravedad que otro libro?
Por ejemplo, da la casualidad que los dos títulos que me han pedido presentar en lo que va de 2023 comparten aspectos temáticos o de ambientación notables. El primero fue una reedición por la UNAM dentro de la colección Vindictas de Tiempo de llorar, de María Elisa Elió, autora del exilio español. Las memorias y cuentos de ese libro relatan desde la causa perdida republicana hasta la nueva vida mexicana, con referencias a presos políticos de Zaragoza y el regreso de la protagonista a una Pamplona franquista bajo la nieve antes de la muerte del (muy longevo) dictador, entre otras cosas. Casi hace creer en el poder jungiano de la sincronicidad pensar que el segundo, La prisión en invierno, de Héctor Manjarrez, editado por Era, cuenta la historia (basada, por lo que sé, en hechos autobiográficos) de cómo un mexicano radicado en Londres durante los años 60 comienza un viaje por España en las Ramblas entre viejos amigos y una nueva amante, sólo para terminar tras las rejas de una cárcel franquista en Burgos. Son varios los elementos que hacen que estas dos novedades editoriales compartan una especie de franja, como dos trozos de tela que pueden unirse con la aguja para crear la génesis de una cobija. Y sin embargo estas semejanzas me llevaron a reparar, como suele suceder, en las diferencias entre ellas. Mientras que Tiempo de llorar es, tal y como su título desolador sugiere, una tragedia mayúscula con múltiples reverberaciones que se extienden a lo largo de la vida de la autora, La prisión en invierno es, a diferencia de lo que su título desolador sugiere, una botana discreta: un paréntesis que incluso resulta gozoso, me atrevería a decir. Transmiten el mismo sentido de lo absurdo o lo surreal del franquismo, pero a Manjarrez —diría yo que para nuestra gran fortuna como lectores suyos— no lo suelta el impulso de verle el humor a cualquier situación, por injusta o lamentable que sea; incluso en la falta de éste o el humor torpe de los españoles.
La situación del protagonista, Juan Cristóbal, no es, a primera vista, como para reírse: se encuentra en un país bajo dictadura donde no tiene ni parientes ni embajada, dado que México se rehusó siempre reconocer a la España franquista. Como la orden para su aprehensión se había girado por algún pormenor ocurrido seis años antes, cae su caso dentro un hueco burocrático que tarda en resolverse, uno que bien podría resultar ser una oubliette de la cual no saldrá jamás. No hay forma de saberlo. Y sin embargo, filtrado a través del ingenio de Manjarrez, su predicamento suena al mismo tiempo como la introducción a una broma: A ver, ¿has oído ésta? Estaban un gigante no demasiado alto y un adolescente en una cárcel de Burgos, jugando frontón de mano contra dos vascos, un etarra y un ladrón de banco, cuando…
Los apodos, muchos de los cuales empiezan con “M”, dan el tono: Juan Cristóbal es el Melenas o el Mejicano (así, con jota). El gigante no tan alto es un loco que a veces parece ser un genio, algo así como a lo Segismundo, llamado Majara. También hay un gordo acusado de violación de menores al que le dicen el Michelín por su parecido con la publicidad icónica de las llantas francesas. En boca de esta figura grotesca, la frase rulfiana “Diles que no me maten” se vuelve casi risible. La mirada irónica del autor no deja títere con cabeza, empezando por el propio Generalísimo cuya efigie, junto con la de un Cristo muy gore (por la falta de pericia del artista, aclara el autor, más que por su intención) completa la iconografía de un espacio donde hay que adscribir a los presos característicos legendarios quizá como el único remedio para combatir el tedio, el frío o la mala calidad del vino.
Estos personajes se vuelven entrañables, tanto así que uno siente que reconocería en la calle al gentil Sir George como al “pancista” Iñaki, al creedor ferviente en la independencia vasca Leo y a su camarada Santi, el delator; al inmutable Su Ilustrísima o incluso a los misteriosos Hernández y Fernández. Pero además de esta inmersión exótica en un espacio y una época que me son completamente ajenas —una cárcel para hombres antes de que yo naciera— agradezco al autor traer a mi mente ciertos recuerdos de la España donde pasé un año de loca juventud —en una fundación para estudiantes, afortunadamente. La mía fue una España posfranquista, pero todavía pre-Comunidad Europea, lo cual garantizaba que decían muchas de las mismas cosas que aquí dicen, como “tío” y “hostia” y “hacer la mili”. Me tocó esa España que parecía ser “del mismo año, pero no de la misma época” que el resto del mundo, tal y como señala Manjarrez; donde los cafés te podían rehusar el servicio o los grises te llevaban a la comisaría si eras un viajero que había pasado la noche en la estación de trenes y tenías los vaqueros muy rotas o el cabello largo, o donde no te permitían quedarte en el mismo cuarto de hotel que tu pareja si no estaban casados y de preferencia por la Iglesia.
Esta es una novela de aventuras. Porque como nota su protagonista, tener una aventura consiste en hacer cosas que uno no ha hecho antes, incluso si eso significa pasar una espantosa temporada de frío en una cárcel de Burgos. Y algunas aventuras son, desde luego, materia para recordarse con humor y un libro entre las manos.
FOTO: Héctor Manjarrez es ganador del Premio Excelencia en las Letras José Emilio Pacheco. Crédito de imagen: Archivo EL UNIVERSAL
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