Las caricaturas me hacen llorar: Houellebecq condenado
POR JOSÉ HOMERO
Nada tan eficaz como una caricatura para tornar reconocible lo que podría plantear un enigma; después de todo la realidad es compleja y sólo mediante la reducción adquiere consistencia y es manipulable. Las caricaturas reducen la complejidad de un rostro a un rastro, el amasijo de detalles supeditado a una característica física. Nada también más inútil que una caricatura cuando se busca comprender una obra.
A Michel Houellebecq lo persiguen las caricaturas. Tras establecer una obra y al cabo de cinco novelas, sintió la necesidad de responder a las constantes críticas a su obra afirmando que “después de dos o tres novelas, un escritor no debe esperar ser leído. Los críticos ya han emitido su juicio”. Ante las reacciones que Houellebecq suscita, uno incluso podría reducir la expresión a su caricatura: después de dos o tres novelas, un escritor no debería esperar a ser leído, el rumor lo ha reducido a un lugar común.
Uno de los lugares comunes sobre Michel Houellebecq es asociarlo con la polémica. Si antaño escribir solía implicar una biblioteca y el apoyo de diccionarios, notas y una recapitulación sobre las notas de lectura, actualmente escribir resulta indisociable de plantear en el buscador de Google los parámetros de una búsqueda. Así, la posibilidad de una búsqueda arrojará las monedas instantáneas de un I Ching para lerdos: “Houellebecq + polémica”. Y sí, tras plantear esa reducción aparece un listado de vínculos a sitios girando en torno a la noria de la polémica. Lo cual no deja de ser una suerte de condena: como si ya no pudiéramos hablar de Houellebecq sin antes pagar el peaje de la polémica o como si no pudiéramos escapar de esa lápida. Uno debería entonces preguntarse si hay un centro profundo en Houellebecq que nos permita escapar de esos círculos tan bajos del infierno de la opinión.
Y acaso la mejor manera de salir de la circulación sea atender a la obra, que está allí desde hace dos décadas proponiendo sus paradojas de la vida hipermoderna: las consecuencias del materialismo y del egoísmo, la vinculación entre economía de mercado y narcisismo erótico, la globalización y el turismo sexual, la agonía del liberalismo y el crecimiento de la intolerancia religiosa, la soledad y la búsqueda del otro… Parejas que acusan un resabio de nuestra nunca proscrita tentación binaria; parejas que acaso revelen en su grueso trazo la reacción a esta literatura. Soy un profundo admirador de esta literatura porque estoy convencido de que, como ningún otro escritor contemporáneo, Houellebecq tiene algo que decirnos y que sus historias son alegorías de la complejidad del mundo hipermoderno. Y si hay algo que aprecia además es su concepción de que la poesía contemporánea ha expresado mejor que otros discursos la complejidad de la realidad.
Si se quiere insistir en la caricatura de Houellebecq como escritor polémico no hay que ir muy lejos, basta tomar El mundo como supermercado, la compilación de ciertos ensayos, para efectuar el acopio de esos hongos que llamamos notas críticas. Uno de los primeros champiñones sería el que encontramos en el ensayo intitulado “Jacques Prévert es un imbécil”. Tras ofrecer un retrato algo basto de Jacques Prévert ¾sí, también el bueno de Houellebecq recurre a la caricatura¾ y asentar unos cuantos rasgos como característicos del poeta: “amaba las flores, los pájaros, los barrios del viejo París”; “llevaba gorra y fumaba Gauloises”, Houellebecq asienta: “Todas éstas son buenas razones para aborrecer a Jacques Prévert”. De ahí en adelante uno puede ir canturreando por el bosquecillo recogiendo honguillos y relamiéndose en anticipo de las exquisiteces que tales frutos del bosque suelen propiciar. Cuidado: algunas morillas pueden ser venenosas y como todo cocinero sabe, las cabezas más orondas, más vistosas, son mortales. Así que en lugar de continuar por la veredilla del acopio de citas para una ilustración de las polémicas en Houellebecq, llama mi atención otra clase de seta en el ensayo sobre Prévert: “Si Prévert escribe, es porque tiene algo que decir; eso le honra”. Misteriosa sentencia después de que ha caricaturizado al autor ¾una caricatura de lo que imaginamos es ser francés o mejor dicho una ilustración de la caricatura del francés¾ y que revela más de quien la emite que sobre quien es emitida. Así comprendemos que para Houellebecq nada más importante que tener algo que decir. Dicha impresión se corrobora cuando más adelante del mismo libro, en “Carta a Lakis Proguidis”, Houellebecq, tras esbozar que la novela en sus mejores momentos ha sido una exploración sicológica tanto como un espacio para los debates filosóficos y que proscrita por la ciencia de esos dominios ha debido refugiarse en el estilo, en la escritura deudora del nouveau roman —a la que no llama por su nombre, prefiere el término “escritura Minuit”—, expone nuevamente la importancia de tener algo que decir; ésta vez con el crédito a Arthur Schopenhauer: “La primera —y casi la única— condición de un buen estilo es tener algo que decir.”
David Lodge ha explorado cómo la novela ha expresado las variaciones de la conciencia de un modo que los estudiosos de la mente no lo han conseguido, asentando que la novela es una forma de exploración científica complementaria o una ilustración que complementa anticipando o ilustrando las pesquisas de los científicos. Si tal aserto es válido para comprender las sutilezas de las variaciones entre intención y emisión, por ejemplo en Henry James, o para seguir el intrincado laberinto del flujo de conciencia y sus meandros en James Joyce, no lo es menos que Michel Houellebecq posee el mérito de introducir en la novela contemporánea las repercusiones de la Interpretación de Copenhague, las variables a partir de la concepción cuántica del mundo. Más aún, si como ha establecido en sus ensayos, la novela no puede ser ajena a diversos procedimientos discursivos, siendo uno de ellos el debate filosófico, uno entiende que la obra de Houellebecq debe de ser vista, más que como una grosera continuación de cierta tentación francesa por provocar —lo cual acaso esté más en la interpretación que en la obra que así se interpreta—, como una continuidad de la gran novela que comprende a este arte como indisociable de la historia humana en general. Si se quiere un análisis pertinente de la forma en que hemos vivido estas tres últimas décadas, la opción no es leer a los minimalistas ni a los optimistas de la nueva era, sino al cínico Houellebecq quien como nadie ha buscado presentar historias particulares, a menudo subjetivas, como casos ilustrativos de un estado general.
Visionario y más que ello, cronista de un mundo alienado que paradójicamente ya es el nuestro, Houellebecq comparte con otros autores, no necesariamente vinculados con su escritura ni sus intereses, la visión pesimista del mundo contemporáneo, la convicción de que las grandes transformaciones en la vida cotidiana ¾la liberación sexual, el consumo de drogas, la alteración de las fórmulas de convivencia y de los valores morales¾ no trajeron la felicidad, como auguraban los alegres y eufóricos beatniks, los plácidos hippies, sino el horror. A Easton Ellis pocos le reconocen su gran mérito: haber mostrado que bajo los sueños de la opulencia yacía el cadáver aserrado de la crueldad narcisista, del mismo modo que Dostoievski había vislumbrado que en el ensueño de la anarquía y el socialismo se hallaba una fuerte dosis de enfermedad mental. Houellebecq advierte con la gelidez del ensayista que la generación del placer se ha convertido en la generación del crimen, que la adoración del cuerpo y de la juventud ha propiciado una nueva forma de esclavitud e infelicidad. Y en sus últimas obras ha virado a examinar lo que a un hijo del siglo, a un hijo de la lucidez occidental sólo puede parecer una aberración: la tentación religiosa. Sin embargo ya en Las partículas elementales advertimos esta idea:
“Era la necesidad de ontología una enfermedad infantil del espíritu humano”.
Si a Houellebecq lo persiguen las caricaturas, nada más ridículo y al mismo tiempo más coherente que el anuncio de la salida de su novela Sumisión —programado para el 7 de enero— coincidiera con la publicación de una caricatura del autor en la portada del semanario satírico Charlie Hebdo. Nada más ridículo, más trágicamente ridículo, en la connotación francesa que imbuye Jacques El Fatalista de Denis Diderot, que el asesinato del director y varios colaboradores de la revista, un bastión de la libertad de expresión y de la renuncia a sujetarse al terrorismo también mediático que imponen islamistas y buenas-conciencias. Houellebecq ha sido de los pocos escritores que abiertamente han expresado su rechazo al Islam radical y a la tentación autoritaria intrínseca. Sumisión, la novela de inminente aparición, es, como la mayoría de sus obras, una novela de ciencia ficción, en este caso de ficción política. Mucho hay de Huxley en Houellebecq, como también lo hay de Julio Verne, y si Plataforma y La posibilidad de una isla fueron obras abiertamente provocativas sustentadas en la tesis de la miseria moral que convierte el turismo sexual en gratificante, su nueva novela pareciera ir más lejos que la simple provocación para explorar la posibilidad de que el islamismo tome el poder político en Francia en un futuro cercano. Las consecuencias de ese relevo democrático son bosquejadas en las sinopsis que circulan por Internet: abolición de las libertades, incorporación de los estados árabes a la Comunidad Europea, proscripción de las mujeres de la vida pública, abolición del laicismo… A grandes rasgos parece una ilustración narrativa de lo que Pascal Bruckner ha expresado lúcidamente en La tiranía de la penitencia: cómo Francia puede estar incubando en su indolencia ante el crecimiento del terrorismo islamista el huevo de una serpiente que terminará por engullirla. Curiosamente las alertas y temores que Houellebecq expresa en forma caricaturesca vinieron a corroborarla de modo cruentamente ilustrativo los ataques terroristas en París. Francia está bajo la amenaza del extremismo religioso y la simpatía de las buenas conciencias por quienes buscan exterminar esa libertad indisociable del laicismo. Hoy, que escribo esto, se anuncia que Houellebecq dejará París ante el temor de ser asesinado. Esa religión por la que las buenas conciencias sienten tanta simpatía —como último reducto del odio de cierta izquierda por la concepción de Occidente y sobre todo de la nunca conjurada tentación del antisemitismo— es la única que ha buscado asesinar a escritores críticos de su extremismo: en los ochenta, Salman Rushdie; hoy, Michel Houellebecq.
Habrá quienes arguyan que Charlie Hebdo y la alegoría de Houellebecq han provocado la reacción, justificando la violencia criminal. Ese pensamiento es parte justamente del comportamiento que Bruckner y Houellebecq denuncian como cómplice del terrorismo islámico: pensar que hay actos que merecen la expiación mediante el crimen en vez de la discusión. Pensar así implica que el pensamiento totalitario nos ha convertido en hombres vainas incapaces ya del libre albedrío y de la polémica mediante ideas y no a través de caricaturas.
Uno podría decir, parafraseando a Neruda y Queta Garay:
Las caricaturas me hacen llorar a gritos.
*Fotografía: La portada del último número de Charlie Hebdo, con una caricatura del escritor Michel Houellebecq.
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