Las crías
/
Las fantasías que un hombre cumple con su prisionero son alimentadas por la templanza y parsimonia, preludio del placer que le dará el destino de su víctima
/
POR MARINA PORCELLI
/
Frente a esa claridad que se abre de golpe, el hombre baja los párpados. El calor pesa sobre las plantas, que reptan de modo vertical en el muro, con cansancio, con desorden insoportable. Luego, el hombre aspira el cigarrillo y camina con los ojos puestos en la figura del chico cerca de la pared, sin prestar atención a la perra negra que duerme en la otra esquina, entre los helechos, con el hocico bajo las patas delanteras. Semanas atrás, la perra dio a luz a tres crías. Las tres nacieron enfermas y el animal se limitó a dejarlas así, revolcándose de un lado para otro. Dos crías murieron después. Y como si esto formara parte de su trabajo, la perra se acercó a los cuerpos, los husmeó un rato, los devoró.
/
—Buenos días —dice el hombre.
Fuma, detenido en el centro del patio, su actitud, sin embargo, parece algo teatral. Va a hablar con el cigarrillo en la boca, sin romper su postura estatuaria.
—Ya son las cuatro, señor —dice el chico.
/
La piel quemada por el sol, los huesos livianos. Está descalzo y sentado sobre la rejilla (el lugar exacto donde las baldosas forman un declive suave), con el tobillo sujeto por una cadena que se enrosca a la canilla de la pared. No se inquieta. Sólo el movimiento de alzar el brazo (como si se defendiera, cuando el hombre apaga el cigarrillo pisándolo con su zapato) y torcer la mirada hacia los números del cuadrante. El chico se queda así, observando su muñeca: se trata de un reloj negro, enorme, casi de juguete. Responderá sin levantar la voz.
/
—¿Tenés hambre?
—No.
/
El hombre lo mira. Las palabras se pausan en el calor, como una pelota de plástico que golpea contra un paredón de cemento.
Un viento súbito arremolina las hojas junto a la manguera, la escalerita trunca y los palos de escoba.
/
—¿Otra vez, señor?
—Otra vez.
/
El chico tironea un poco la cadena y desiste. Habla antes de ponerse de pie, y cuando lo hace, su vestido parece demasiado breve para su cuerpo.
/
—Usted lo nombraba, señor —dijo el chico, antes—, me contó cosas sobre él.
/
El vestido le ajusta el pecho, se alza sobre el ombligo. Muestra lo angosto de la cintura. El hombre ha comenzado a hablar, y así de espalda, ahora, busca entre las plantas.
/
—Él había venido de Brasil, o de alguna zona del Chaco —dice el hombre— nunca supe bien. Dormía en algún cuarto y me desacomodaba los cajones, abría las ventanas —sin enderezarse, se gira un poco, pero en rigor permanece de espalda—, le gustaba poner las macetas en fila.
/
Hace una pausa. La campanita de un carro de heladero baja por la calle empedrada, y se pierde en la tarde sola. Las plantas reverdecen con el calor. La perra despierta con gesto calmo. Da un bostezo, estira el lomo, sacude la cabeza, se echa de nuevo. No mira a su cría, la deja morir.
/
—Se asomaba por la ventana del altillo —dice el hombre—, siempre aparecía ahí.
—Eso no puede ser —dice el chico.
/
Ha levantado la cabeza. No deja de observarlo.
/
—Aparecía bruscamente detrás del vidrio de la ventana. Y saludaba— dice el hombre.
—Eso no puede ser —insiste con tranquilidad —. Nadie alcanza esa ventana.
/
Pero el hombre no lo escucha, no lo ve. Sigue de espalda y sigue agachado. De pronto, en un ángulo, da con un bidón de querosén. El otro espera.
/
—Me gusta este vestido —dice el chico. Sujeta el borde inferior de la tela y la estira con muchísima fuerza—, pero no quiero estar acá. Quiero irme de acá.
/
Se queda de pie. Con los brazos flojos, ahora.
El hombre, por fin, se ha girado completamente. No cierra los párpados ante la claridad.
La tarde alarga su aliento pesado. La perra.
Luego se apodera de él (del hombre, que ha pasado su índice por el borde del labio) una risa desproporcionada, casi aguda.
Corta la risa para decir:
/
—Empecemos ahora.
/
El chico lo mira y da un paso hacia atrás. La cadena enroscada en el tobillo hace un ruido extraño.
Entonces el hombre, antes de volcar lentamente el bidón de querosén, saca un cigarrillo y se lo lleva a la boca.
/
—Hay olor a nafta —dice el chico.
/
Tiene los pies salpicados. Después, mira la canilla, mira el humo del cigarro nuevo también, y el fósforo, encendido aún, en la mano del hombre.
/
Del libro de cuentos inédito La furia
« Sobre el arte de escribir cuentos El pico de Eric Voegelin »