Las fiestas “orgiásticas” de los 60

May 28 • Conexiones, destacamos, principales • 5211 Views • No hay comentarios en Las fiestas “orgiásticas” de los 60

El juego de los (des)nudos en Peyton Place

POR HUBERTO BATIS

 

Había una leyenda negra del grupo de la Casa del Lago. Se hablaba de las orgías que realizábamos. La verdad es que eran orgías ligth, inocentes. Las fiestas familiares se organizaban sobre todo en los departamentos de Juan Vicente Melo o de Juan José Gurrola, o en ambos al mismo tiempo, porque eran departamentos contiguos en el edificio conocido como Peyton Place, en la esquina de Mazatlán y Agustín Melgar. Bailábamos descalzos sobre una duela de madera muy desgastada, tanto que se nos encajaban astillas en los pies. No faltó un canalla, siempre hay uno, que arrojó en el suelo entre los hielos trozos de vidrio de un casco de refresco. La gente empezó a gritar.

 

Viene a mi mente una junta de sombras –porque hoy casi todos están muertos– que se arrojban cubos de hielo que caían al suelo y hacían que te resbalaras. En medio del baile hacíamos nudos: nos agarrábamos de las manos y nos enredábamos en un nudo unos con otros sin soltarnos, hasta que formábamos un grupo compacto. Así seguíamos  sin saber contra quiénes nos tocaba. En una ocasión caí sobre Tamara Garina, una bailarina rusa. Le rompí tres costillas con el codo. Caímos en bola y hasta hora recuerdo cómo tronaron sus huesos y sus ayes de dolor. Pero siguió bailando y haciendo nudos. En una ocasión la pintora Lilia Carrillo recibió una lluvia de cubos de hielo. Sólo atinó a decir: “Está granizando”.

 

Esto que llamaban “orgía” era en realidad una inocentada, donde lo más subido de tono eran los gritos por las astillas enterradas y los vidrios que se nos clavaban en los pies, las costillas rotas o  el beso mordelón que me dio en el labio la actriz Selma [Castillo] Beraud. Me salió mucha sangre y me dio un dolor tremendo. Cincuenta años después todavía tengo la cicatriz.

 

Todos bebíamos ron con Tehuacán o Coca-Cola. Recuerdo que en una ocasión Juan García Ponce subía penosamente la escalera con una caja de Tehuacanes. En un momento dado ya no pudo y se sentó en un escalón. Fui a ayudarlo y le pregunté qué tenía: “No sé. Se me doblan las piernas”. Era el principio de su enfermedad que lo convertiría en tetrapléjico total.

 

Representábamos escenas de West Side Story. El papel de María (Nataly Wood) lo acaparaba Juan Vicente Melo, que en una ocasión también quiso ser Tony (Richard Beymer). Le gustaba representar el rol de Tony, a quien matan al final. Le encantaba porque lo llevábamos en alto como un cadáver. Luego lo tirábamos al suelo. Nunca lo hicimos en la azotea porque hubiéramos sido capaces de arrojarlo a la calle.

 

Recuerdo a Federico Álvarez mostrarse escandalizado de esos bailes “amanerados”. El pintor Vicente Rojo y su esposa Albita Cama tomaban sendos vasos de leche en lugar de nuestras pecaminosas “cubas libres” y unos jaiboles de ron con Tehuacán para simular whisky.

 

En la novela La obediencia nocturna de Juan Vicente Melo (que me dedicó) hay varios pasajes dedicados a estas fiestas “orgiásticas”. Una vez hubo otra “orgía” en el departamento de Juan García Ponce y Mercedes de Oteyza en la calle de Sonora, frente al Parque México. Ahí tenían un gran ventanal que se me antojaba peligroso para aquellos bailes desenfrenados. Otra vez vienen a mi memoria figuras espectrales que se sumaban atraídas por la fama de nuestros “reventones”, como les diríamos hoy. En una ocasión, en medio del baile me aventaron a una muchacha en un cambio de parejas. Era feísima y chiquitita, una cosa espantosa. Entonces ella me dijo: “Yo también te amo”. Seguramente le dijeron que yo la amaba, pero ni la conocía. Como era un “tapón de alberca” la cargué y empecé a danzar con ella, dando vueltas arriba de una mesa. Lo demás ocurrió en un segundo. Vi una ventana abierta y me dije: “La voy a tirar por la ventana”. Pero me acordé que estábamos en el  séptimo piso. La arrojé al diván. Me salvé de ser un criminal que estuviera siguiendo sus instintos. Luego me la encontraba en mis clases de la Universidad y me repetía: “Yo también te amo”. No contestaba nada por piedad, pero me daba una angustia infinita.

 

Historias de “fantasmitas”

 

Recuerdo también que esto sucedió en una fiesta en un departamento de la colonia Cuauhtémoc. Sin que los hombres nos diéramos cuenta, las mujeres se fueron al interior de las recámaras y se quedaron en paños menores. Se pusieron una sábana cada una como fantasmas. ¡Y que apagan la luz! Los hombres empezamos a cantar: “Con el apagón, qué cosas suceden, qué cosas suceden con el apagón”. Y fueron saliendo las fantasmas. Una de ellas pasó junto a mí musitando un nombre. Yo dije: “Aquí estoy”. Y ¡pan¡ Que me abraza. Sintió mi barba, pero ya ni modo, ya estábamos bailando juntos. Luego levantó la sábana y nos tapamos con ella. Cuando prendieron la luz todas las mujeres corrieron a vestirse. Pero yo seguía tirado en la alfombra, abrazado y agasajándome con mi “fantasmita”. Así eran los juegos que teníamos en nuestras terribles “orgías”.

 

También jugábamos a tocarnos las piernas debajo de las mesas. Era vertiginoso: toqueteos múltiples, señales múltiples de la pierna de junto, y de un pie de enfrente. Todo al mismo tiempo. Tenías que escoger a cuál responder. En una ocasión, debajo del mantel, mi mano estaba acariciando una rodilla, que es mi predilección. Luego la fui deslizando hasta que me encontré con otra mano exploradora. Nos saludamos: era la mano del de junto. Ambos creímos que era la mano de la muchacha. Pero de repente vi que las manos de la mujer estaban en la mesa. Me dije: “¿De quién será esta mano?” Era la de Juan García Ponce.

 

A propósito de “fantasmitas”, en algunas ocasiones jugamos a la ouija en casa de Enrique Alatorre con las luces totalmente apagadas, todos agarrados de la mano. Estábamos con Enrique, su esposa Yola, el arquitecto (hoy renombrado actor de cine) Max Kerlow, su esposa Yuta Fichman, Jorge Ibargüengoitia, y un pintor y ceramista inglés del que no recuerdo su nombre. Yuta manejaba la ouija con gran destreza y rapidez. Por esos días había muerto mi abuelo paterno. Le pedí que me comunicara con él. Inmediatamente, con gran rapidez, apareció el nombre de Ignacio, como se llamaba mi querido papá grande, hermano de San Luis Batis, mártir cristero, ambos de Durango.

 

Un día Enrique Alatorre y yo decidimos desenmascarar a Max porque nos jugó una pesada broma que nos llenó de terror. Kerlow había construido la casa de Alatorre y una noche mientras jugábamos a la ouija empezaron a vibrar las paredes. El chistecito de Kerlow consistió en que había cerrado la llave de paso del tinaco, vaciado toda el agua de la instalación y dejó abiertos los grifos de los baños y la cocina. En medio de la sesión abrió la llave de paso. Al soltar el agua, todas las cañerías se estremecían. Cerramos las llaves y cesó la “manifestación”. Esa noche Yuta evocó algo fúnebre. En otra ocasión, alguien del grupo se conmovió mucho porque la ouija reveló el número de una placa que ese participante había aprendido de memoria sobre Calzada de Tlalpan. Otra vez, un espíritu nos dio un número de teléfono al que debíamos de llamar y dar un recado, una sola frase: “El negocio ya está hecho”. Llamamos a ese número, dijimos el nombre de quien enviaba el recado y dijimos: “El negocio ya está hecho, le mandan decir de ultratumba”. “¡Chínguen a su madre!”, nos contestaron del otro lado. Nos moríamos de la risa, a riesgo de que el “espíritu” nos castigara.

 

En otra ocasión le preguntamos a la ouija de quién eran unas flores que Enrique y yo nos habíamos robado de una tumba del Panteón Jardín. Habíamos apuntado el nombre del ahí enterrado. La ouija nos respondió acertadamente. Yo siempre dudé de Enrique, que le había dado el dato a Yuta. Él siempre dudó de mí: me dijo lo mismo.

 

*FOTO: Imagen de la película Tajimara (1965), dirigida por Juan José Gurrola a partir de un cuento suyo y de Juan García Ponce/ Tomada del libro La flecha extraviada, de Huberto Batis, Editorial Ariadna, Colección Laberinto de papel/7, p. 64. Ilustra el capítulo: “Juan García Ponce, autobiografía precoz”.

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