Las formas del combate
POR ANTONIO ORTUÑO
Hablar de una obra literaria como si se tratara de un proyecto de arquitectura, cine o plástica importa un engaño; es ofrecer una imagen ―en el mejor de los casos, una metáfora― como si fuera una exégesis, forzar las semejanzas y disimular las divergencias. Porque no hay paralelismo cabal entre los materiales y alcances de un arte y los otros y la extrapolación automática puede ser menos iluminadora de lo que, a veces, se cree. Dicho esto, resulta imposible no mencionar los nexos entre una novela como Catálogo de formas, debut narrativo de Nicolás Cabral (Córdoba, Argentina, 1975) con ciertos recursos arquitectónicos, fílmicos y plásticos. Pero Catálogo de formas no es arquitectónica solamente porque su personaje central sea un arquitecto y no es plástica nada más porque se discutan en ella asuntos cardinales para el arte (como tampoco es cinematográfica porque procure una sucesión de aventuras más o menos vertiginosas, sino más bien porque evoca, con su estructura caleidoscópica, los procedimientos del montaje fílmico). Vaya: su apuesta es rigurosamente literaria, sí, pero su prosa, construida mediante una inflexible depuración de vocabulario y sintaxis, consigue una síntesis que no es ajena a las concepciones y ejecuciones de un proyectista, un artista, un editor.
Sin ceñirse a una línea cronológica, en continuo avance y retroceso a lo largo de una sucesión de episodios que iluminan diversos aspectos de su trama, lo mismo contrastantes que complementarios, Catálogo de formas aborda la vida de un personaje, el Arquitecto, que sostiene un largo combate vital e ideológico con el arte al que se dedica. Así, al tiempo que recorre su juventud, consolidación y ancianidad, la novela discute el arte y sus relaciones con el mundo. Y, en esa línea, toca un aspecto básico: que no se crea en el vacío, sino en un contexto político y social. El arte, pues, no como una práctica “pura” que ocurre en el circo de la estética, sino como un diálogo y debate con su tiempo que además, de modo inevitable, deja secuelas en la vida de quien lo ejerce.
A la vez, la historia y la pugna que el texto propone han sido disociadas de la mera realidad de los periódicos y libros de historia. Por ejemplo, la novela jamás menciona el nombre del personaje verídico al que el Arquitecto recuerda y alude (Juan O’Gorman), y otros caracteres son sencillamente citados como el Pintor, el Músico, el Ingeniero (aunque alguno de ellos se corresponda con alguien tan afamado como Diego Rivera). Y sobre el escenario en el que transcurren los sucesos tampoco se hace especial hincapié en el hecho de que es México; no hace falta la explicitud. Ese abigarrado paisaje ―ora exuberante, ora reseco, siempre ruinoso y explotado― que obsesiona al Arquitecto, que lo reta a poblarlo con sus edificaciones y aprehenderlo con sus dibujos y su pintura, es inocultablemente mexicano. A contrapelo, pues, del realismo en boga para parte de la narrativa mexicana contemporánea, la novela no se afana en cartografiar calles y localidades precisas sino que, tal como establece en su título, transmuta a sus personajes, su entorno y su historia en formas, formas que abstrae hasta dejar apenas las líneas indispensables para reconocer, exponer, estudiar y crear.
La prosa de Catálogo de formas, como se ha dicho, ha sido despojada con escrúpulo de toda excrecencia y se complace en sincopar, en entrecortar el ritmo natural de las frases. No imita las cadencias del lenguaje coloquial pero, a la vez, tampoco hace un aparatoso ejercicio de artificialidad. Su vocabulario es amplio pero homogéneo. Cada palabra, como una pieza de material, encaja con las demás; cada episodio aporta un aspecto que abona a la construcción completa. Y, sin embargo, no existe una sensación de deliberación opresiva en su lectura. Tal como sucede con la deriva del pensamiento del Arquitecto (quien, enfermo de ira contra la industrialización y la humanización que lo rodea, migra del rabioso funcionalismo a una suerte de personalísima versión de la naturaleza en sus obras), la novela conserva una suerte de energía feroz, de violencia orgánica que impide entenderla por completo como un mecanismo. Algo, en la narrativa, pareciera escapar siempre a la racionalidad lineal y quedarse en el terreno del instinto.
La estética de Cabral no sostiene parentesco estrecho con ninguna de las numerosas tendencias de la narrativa mexicana actual (muy en la lejanía, acaso, ciertas obras de Mario Bellatin, Cristina Rivera Garza o David Miklos vendrían a cuento). Incluso podría decirse que sus propias y depuradas formas se han construido en abierta oposición a esas líneas hegemónicas. Me parece, así, que Catálogo de formas es una novela que nos es lanzada como uno de esos guantes con que se retaba a duelo y que puede ser leída, a la vez, como el manifiesto artístico y el plan de batalla de su autor.
*Nicolás Cabral, Catálogo de formas, Periférica, Cáceres, 2014, 98 pp.