Las mujeres de James Joyce

Jun 11 • Reflexiones • 6009 Views • No hay comentarios en Las mujeres de James Joyce

POR GONZALO LIZARDO 

 

Congruente con sus convicciones estéticas, James Joyce fue un lúcido observador del mundo que estuvo intrigado por los misterios del alma femenina. En una carta hoy famosa, Jung lo elogió por el conocimiento de lo femenino que exhibía en el último capítulo de su Ulises: “supongo que la abuela del diablo sabe tanto así de la psicología real de la mujer, yo no lo sabía”, escribió, sorprendido por el desenfado de esa señora irlandesa, Molly Bloom, que además de tener una bella voz y de ser una amorosa madre, pensaba y sentía sin falsos pudores, consciente de los deseos propios y de los que inspiraba en otros: una mujer inmune al juicio ajeno, que sabía valorarse a sí misma con la verdad de su cuerpo, de su amor y de su canto.

 

El personaje de Molly debió de ser muy provocador para la sociedad irlandesa de su tiempo, donde toda mujer decente estaba atada a las inflexibles virtudes del catolicismo. En contra de ese prototipo, Molly/Nora no es sumisa, dócil, casta, espiritual ni religiosa. Es hogareña, eso sí, y manifiesta un honesto cariño por Leopold, su esposo, a pesar de que ella tenga un amante. Por más sorprendente que parezca la sensualidad con que Leopold la besa al final de la novela —aun sabiendo que ella es infiel—, su ternura evidencia un admirable cambio en la actitud viril frente a la soberanía femenina, en tanto que el varón decide libremente amar a su mujer tal como es, no tal como debiera amarla desde la hipócrita perspectiva de la moral dominante.

 

La relación de Joyce y sus personajes con la figura de la madre es igualmente compleja. De hecho, la ausencia materna es un tema central de Ulises. Cuando el poeta Stephen Dedalus visita a su madre moribunda, esta le exige que se arrodille ante su lecho y que rece por ella. Convencido que “la belleza no está ahí”, Stephen se niega y su madre lo anatemiza antes de morir. Más que su muerte, al joven le atormenta que ella lo exilie de su afecto y lo condene al infierno. Desde ese momento entiende que siempre estuvo huérfano, en tanto que ve en su madre un símbolo de la parálisis irlandesa, de esos valores que él debía rechazar si deseaba ser libre: la familia, la patria y la religión.

 

Que la mujer no sólo simboliza la parálisis, sino también la liberación, queda claro al final de la novela Retrato del artista adolescente, cuando Stephen Dedalus resuelve su indecisa vocación gracias una figura pagana: a la muchacha anónima que divisa en la playa, jugando con las olas como una alada imagen que la vida le enviaba para guiarlo. Como las ninfas que inspiraban a Sócrates a la orilla del río, esta muchacha-pájaro ejerce una función iniciática: adopta la forma de un Ícaro femenino, a punto de volar con sus alas de cera fuera del laberinto, para que Stephen conjeture, por analogía, una solución a su enigma: si de verdad aspira a la belleza, a la libertad, al amor, a la poesía, tiene que salir de Irlanda y dedicarse a “crear la vida con materia de vida”.

 

La mujer como fuente de epifanía también aparece en su cuento “Los muertos”. Luego de una profusa cena familiar, dos esposos llegan a un hotel donde pasarán la noche lejos de sus hijos. Para aprovechar la intimidad, Gabriel intenta cortejar a Greta pero ella lo rechaza, abatida por el recuerdo de un joven que murió de amor por ella. Predeciblemente, él siente celos, pero sólo por un momento: los eventos de esa noche y la nostalgia de su mujer le han enseñado algo más valioso: a veces los vivos actúan como muertos, pues viven sin ideales ni sueños, y a veces los muertos parecen vivos, pues afectan aún nuestros actos y decisiones. Enamorado de su mujer, Gabriel entiende que “era mejor pasar valientemente al otro mundo, en la gloria total de alguna pasión, que desvanecerse y marchitarse despaciosamente con los años”.

 

Recurrente en su obra, el tema joyceano de los celos resulta más fascinante si se considera que las protagonistas de “Los muertos”, Ulises y el drama Exiliados, están inspirados en la esposa real de James Joyce, lo cual permite suponer que sus contrapartes masculinos están inspirados en el esposo real de Nora Barnacle. Eso permite suponer que el novelista y su esposa, al igual que los personajes joyceanos, enfrentaron una lucha similar contra los celos, que vencieron gracias a una dolorosa reeducación sentimental: a una crítica interior de los valores que les habían impuesto su religión y su raza.

 

Para probarlo podrían releerse las Cartas a Nora Barnacle: las epístolas que Joyce escribía a su mujer cuando estaba lejos de ella. Más allá de su jovial tono estas libertinas líneas revelan un radical cambio de valores con respecto a lo femenino, que no es ahora valorado en función de su pasiva “pureza” sino de su contrario: de su vitalidad, de su picardía, de su activa sensualidad. Para Joyce era mucho más seductor lo “impuro”, en tanto prefiere unas bragas maculadas (es decir, vivas y reales) que un corazón inmaculado (es decir, inexperto e incompleto). Amar a una mujer por su impureza, y no por su forzada “inocencia”, se vuelve así un acto licencioso y rebelde que transgrede nuestros prejuicios sobre la virtud femenina.

 

Podría escribirse un libro sobre el tema, sin duda, y más si recordamos la intensa relación entre Joyce y su hija Lucía: como padre o hijo, poeta o amante, Joyce fue siempre consciente del poder de lo femenino. Sin importar nuestro género, un “imponderable” ombligo nos une al vientre de Heva, nuestra madre Tierra, nuestra Anima telúrica, nuestra Diosa Madre. Este omphalos u ombligo mítico que nos reconcilia con el Anima, es un vínculo frágil que se destruye cada vez somos cegados por los celos o el afán de sujeción. Para restaurar ese ombligo mítico, Joyce puso en marcha la sutil maquinaria de su narrativa, hasta conquistar una comprensión más lúcida de la mujer concreta, de carne y hueso, que debe ser amada en nuevas condiciones de libertad, de igualdad y, sobre todo, de empática fraternidad.

 

*FOTO:  “Como padre o hijo, poeta o amante, Joyce fue siempre consciente del poder de lo femenino”. En la imagen, un retrato de Joyce en Zürich, fechada en 1915/ Especial.

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