Las posibilidades de Duchamp
POR MARISOL RODRÍGUEZ
El individuo, el hombre como el hombre, el
hombre como mente… es lo que me interesa más
que lo que hace, porque lo que he notado es que
la mayoría de los artistas sólo se repiten a sí
mismos.
Marcel Duchamp
Existen 15 réplicas autorizadas del urinario de Marcel Duchamp (1887-1968). Una de
1951, una de 1953, otra más de 1963 y doce de 1964. Todas están firmadas por el artista
francoamericano que en 1913 marcó el futuro de las artes al crear el primer ready-made.
La paradigmática Fountain, firmada en 1917 por un tal R. Mutt, nombre del fabricante de
productos sanitarios Mott Works alterado por Duchamp, se desechó poco después de ser
rechazada en la exhibición de The Independents, organización supuestamente vanguardista
de la que Duchamp fue miembro fundador hasta que su obra, realmente vanguardista, fue
rotundamente rechazada en lo que se suponía una muestra abierta a cualquier arte propuesto
por sus miembros. Duchamp, con tino provocador de un genio que apenas rozaba las tres
décadas, envió su obra anónimamente, eludiendo los mecanismos de la simpatía hipócrita y
desnudando los verdaderos criterios de quienes se llamaban independientes a la hegemonía
artística del momento.
Para 1951, a sus 64 años, probablemente sabiéndose más allá de cualquier contradicción,
Duchamp no tuvo reparo en firmar con su propio nombre (en un lugar no visible) el
primero de 15 urinarios creados por un artesano ceramista a partir de la fotografía que en
el año 1917 tomó Alfred Stieglitz de la pieza original en Nueva York. Las ideas fueron la
verdadera materia de creación de Duchamp y poco importaba que, habiendo transformado
radical e inmediatamente el panorama artístico, pudiera finalmente lucrar con sus banales
productos.
A cien años del ready-made, los engranajes de la máquina dialéctica siguen trabajando
estables. Lo emergente en 1913 devino pronto una hegemonía que se ha mantenido
desde la segunda mitad del siglo XX hasta la primera década del XXI. Si bien decenas
de vanguardias sucedieron al dadaísmo iconoclasta de Duchamp, son sus estratégicas
transgresiones las que pautan la marcha de la historia del arte.
En América Latina no fue sino hasta bien entrados los años setenta cuando comenzó a
reflexionarse metódicamente en torno de la innegable irrupción de lo intelectual como
materia prima de la creación artística. Juan Acha, teórico peruano que desarrolló gran parte
de su labor académica en nuestro país, pugnó en distintos foros, notablemente en el Primer
Coloquio y Muestra Latinoamericana de Arte No-Objetual y Arte Urbano llevado a cabo
en Medellín (1981), por unas artes no-objetuales que respondieran, comenzando por su
apelación, a las realidades latinoamericanas. Los ready-mades, definidos por Paz no como
obras, sino como signos de interrogación frente a las obras de arte (en Apariencia desnuda,
Era, México, 1973), ¿se verían de qué modo al sur de la frontera norte y a un océano de
distancia de la Europa reconstruida?
Los escritos de Acha hacían énfasis en la territorialidad y las posibilidades críticas de los
no-objetualismos en un continente acosado de punta a punta, de Chile a México pasando
por la turbulenta Centroamérica, por El Imperio. Pero el panorama mexicano en 1981 fue
retratado por Rita Eder, participante del coloquio de Acha, como un gris ensayo que no
había logrado sacudirse a la Escuela Mexicana de Pintura cuando ya estaba intentando
escapar de las opresivas estructuras de poder que seguían haciendo apología del supuesto
socialismo priista (resalta la muestra Exposición de Pintura Mural, 40 años al servicio del
PRI, de 1969) mientras reprimía la libertad de expresión en las calles.
Felipe Ehrenberg, quien entonces vivía en Londres, participó del Salón Independiente,
fundado en 1968, con al menos una obra “puramente conceptual” en la que “200 tarjetas
fueron enviadas de Londres a México con una clave al reverso, de tal manera que fuesen
colocadas como un rompecabezas la noche de la inauguración con la ayuda de los
organizadores y del público” (Rita Eder, “El arte no-objetual en México”, Medellín, 1981).
Tres años después de su creación, el Salón Independiente fue disuelto en una declaración
firmada por Ehrenberg, Tomás Parra, Ricardo Rocha, Arnaldo Coen, Arístides Coen, Realh
de León, Hersúa, Muñoz Medina y Luis Jaso. La disolución y las palabras que la justifican
recuerdan a Duchamp y su propio Salón de Los Independientes:
“El SI no nació para estar simplemente en contra de todo y llamarse por eso mismo
independiente. Independiente se es cuando los dictados del pensamiento y el proceder no
están sujetos a una voluntad condicionada verticalmente por el orden de una estructura
vertical. Consecuentemente el SI no sólo ha borrado los límites de nacionalidades,
banderas, escudos e himnos de una supuesta patria artística, creada por fanáticos de un
pasado no muy lejano, sino que ha desechado toda participación en cualquier muestra
competitiva internacional o nacional” (declaración en el periódico publicado por el Salón
Independiente, México III Salón Independiente, 1970).
Se trató, pues, de ejercicios que a través de las artes se propusieron —aunque valga
la aclaración: para Duchamp a propósito, para el SI, tal vez por carambola— exhibir
las estructuras operantes del poder y sus mecanismos de validación. Se calumnia con
frecuencia a Duchamp por haber creado la mitad del binomio, después completado por
Joseph Beuys que hoy dicta una máxima del arte contemporáneo: cualquier cosa, hecha
por cualquier persona, puede ser arte, pero se olvida que la contundencia de Duchamp
y sus elecciones no fueron nunca casuales, sino que respondían más bien a la estrategia
ajedrecística de alguien para quien la vida misma era el arte, por encima de cualquier
estructura económico-política que la sustentara.
¿Es posible entonces que las ideas de fondo de Duchamp sean aún operantes?,
¿importantes?, ¿influyentes? El mercado del arte en nuestro país, hasta los años ochenta, se
medía en las ventas internacionales del muralismo (hasta el año de 1958 el 85% de las obras
expuestas en galerías mexicanas eran vendidas en los Estados Unidos, según datos de Christine
Frenot citados por Rita Eder en su ponencia “El arte no-objetual en México”). El mercado nacional
se inserta hoy en una lógica global que prefiere a los conceptualismos por sobre cualquier
otra expresión artística en la que prime la creación de objetos, como la pintura, la escultura,
las cerámicas y demás expresiones de corte tradicionalista, aunque se cuenten excepciones
como la escultura, nuevo trofeo institucional, de Javier Marín o el hiperrealismo delirante
de Daniel Lezama. La infinitud de posibilidades y sus jugosos precios de salida resultan
entonces en un mar de ocurrencias de entre las que, en algunas ocasiones, flotan algunas
ideas de reconocida (¿por quién?) potencia.
De entre ellas destacan no las mejor vendidas, o las más exhibidas y ciertamente no las más
comentadas. Son, acaso, algunas de las más desdeñadas en los circuitos preponderantes
pues su intención, como fue la de Duchamp, es exhibir los andamiajes con que están
construidas nuestras frágiles certezas. De entre todos menciono una muestra: Víctor
Rodríguez, artista de El Salvador, avocado recientemente al rescate de la memoria del
genocidio del 30 de julio de 1975 en su país, promotor también del alfabetismo y la lectura
en su comunidad, o Yasser Musa, artista, poeta y ex ministro que mantiene la única galería
de arte en un Belice de 324 mil habitantes, asolado por la pobreza y la violencia del
narcotráfico.
¿Sabría Duchamp, en 1964, a cuatro años de morir, que la batalla por la sobrevaloración y
fetichización de la obra de arte estaba perdida? Su mano siempre delgada firmó aquellos
urinales casi como una sentencia. El futuro se había terminado, pero las ideas seguirían
en el aire durante los próximos 100 años como el día en que fijó una rueda a un banco de
madera en 1913. Pero las ideas, nos recuerda Juan Acha, no pueden aplicarse superficial y
arbitrariamente. La vigencia de ambos es una posibilidad esperando suceder.
“Rueda de bicicleta” (1913), réplica de 1951, de Marcel Duchamp