Las tertulias en la calle Etla

Mar 29 • Conexiones, destacamos, principales • 6356 Views • No hay comentarios en Las tertulias en la calle Etla

 

POR ALEJANDRO TOLEDO

Haz click aquí para escuchar la entrevista de Tario a Paz y Garro

Haz click aquí para escuchar a Paz recitando un poema

Los asistentes a esas fiestas no habían sido tocados aún por la celebridad. En aquellas lejanas décadas de finales de los treinta y comienzos de los cuarenta del siglo XX tendrían la mayoría alrededor de treinta años de edad y el sentido de las tertulias no era la búsqueda de la inmortalidad, a lo Morel, sino solo pasársela bien un rato. Se saben detalles de esas reuniones por los recuerdos, dispersos aquí y allá, y por la circunstancia de que al anfitrión, Francisco Peláez Vega (que a partir de 1943 empezaría a publicar obras literarias con el seudónimo de Francisco Tario), se le ocurrió comprar un sofisticado aparato para grabar discos, en los que se capturaba a sí mismo tocando el piano, en adaptaciones caseras de clásicos de la literatura fantástica y de terror (como la novela Drácula, de Bram Stoker) o en conversación divertida con los asistentes a sus fiestas, y quedan esas grabaciones (ahora bajo resguardo de la Fonoteca Nacional, que las digitalizó) de las que saltan, casi setenta años más tarde, ecos de fantasmas.

 

Ruidos extravagantes

 

En el Diccionario crítico de la literatura mexicana (2007), Christopher Domínguez ubica la vecindad de las parejas de Francisco Peláez-Carmen Farell y Octavio Paz-Elena Garro en departamentos; y dice, como una anécdota que le refirió Paz, que por las noches este y la narradora empezaron a escuchar a través de la pared ruidos extravagantes, “risas estremecedoras y gritos de horror, graznidos de aves nocturnas, sierras eléctricas operando sobre madera y, en fin, todos los elementos de una sesión espiritista o de un aquelarre sadomasoquista”. En realidad eran vecinos de casa, pues vivían unos en la calle de Etla y los otros en Saltillo, y coincidían los patios traseros.

 

El pintor Antonio Peláez, nacido en Llanes en 1921, se unió a esas reuniones al llegar a México, y fungió como puente entre ambas familias. Contó alguna vez que en el grupo que acostumbraba reunirse en casa de Octavio Paz existía una admirativa expectación hacia la hermosa mujer de la casa de al lado; Elena y Octavio solían esperar ese momento en que Carmen, “de espléndida cabellera pelirroja, majestuosa, abría cortinas y ventanales recibiendo el aire de la mañana”.

 

De las fiestas, ha dicho la actriz Rosenda Monteros: “Eran al menos una vez por semana; el pretexto no importaba: porque Carmen había recibido como regalo una enorme pierna de jamón serrano, o porque yo estaba en ensayos generales de una obra de teatro, o porque Toño había pintado tal cuadro, o porque Paco nos iba a leer uno de sus cuentos… Podíamos incluso olvidar los pretextos y reunirnos por el puro gusto de estar juntos. Las sesiones comenzaban alrededor de las ocho de la noche y terminaban a las cuatro o cinco de la mañana siguiente”.

 

Y también: “Luego de cenar las espléndidas viandas que Carmen ofrecía, nos íbamos todos a la sala. Toño se sentaba ante el piano para interpretar tangos o milongas. Y con toda la seriedad debida, Paco bailaba el tango conmigo. Entre la salita y el hall había un arco circundado por pequeñas cortinas. Paco y yo nos colocábamos ahí, antes de que se iniciara la música, para después entrar a escena e iniciar el baile. Si Toño quería bailar conmigo, entonces poníamos un disco. Los niños, Sergio y Julio, asomaban de vez en cuando entre los barrotes de la escalera”.

 

“¡Que cante, que cante!”

 

¿Cómo eran exactamente las tertulias? Como si nos adentráramos en una casa poblada de espectros, a través de los acetatos es posible escuchar las voces de aquellos que ya no están y atender sus diálogos y sus juegos. Se finge, primero, en uno de los discos, un programa de radio en el que los participantes exponen sus aficiones. Uno, Francisco Peláez, actúa como presentador. Hay, incluso, una campana, que señala el fin de la prueba.

 

—A ver, pase por aquí, señorita, ¿cómo se llama usted?

—Rosita.

—¿Rosita qué?

—Pues nada.

—Bueno, ¿y qué sabe usted hacer?

—Canto tangos.

—Canta tangos, ¿y va a cantar un tango ahora?

—Sí, señor.

—¿Y qué tango va a cantar?

—¡Estoy tan emocionada!

—Bueno, empiece, empiece.

Y Rosita canta: “Mataron a mi madre/ se me murió una hermana/ y a una prima cercana/ yo le clavé un puñal./ He pasado en la cárcel/ lo mejor de mi vida/ y cuando me soltaron/ me volvieron a entrar”.

Suena entonces la campana, con lo que acaba la participación de Rosita, una vecina.

—Aquí viene un señor con tipo de poeta —dice enseguida el presentador—, ¿cómo se llama usted?

—Yo me llamo Octavio.

—¿Octavio qué?

—Octavio Paz.

—Muy bien.

—Tengo un nombre poco bélico.

—¿Y qué sabe usted hacer?

—Yo nada, absolutamente, puesto que soy poeta.

—¿A qué viene usted aquí?

—Soy un espectador.

—Usted tiene que hacer algo.

—Soy perfectamente inútil, es mejor que pasen el micrófono…

—No, no, no, aquí tiene usted el micrófono.

Se escuchan gritos: “¡Que haga algo, que haga algo!”

Y dice Octavio Paz:

—Absolutamente no sé hacer nada. Me avergüenzan ustedes. No sé hacer nada absolutamente.

—Improvise.

—Estoy improvisando ya.

Más gritos: “¡Que cante, que cante!”

—Yo soy incapaz de cantar, pásenle el micrófono a Elena.

Chiflidos del público para la sensual Elena Garro. Dice el anfitrión:

—Aquí viene una señorita rubia. Pase por aquí. ¿Cómo se llama usted?

—Me llamo Elena.

—¿Y usted qué sabe hacer?

—Yo sé cocinar muy bien.

—¿Y aquí qué va a hacer usted?

—Si quiere le puedo hacer una entrevista.

—No, no, no, una entrevista no.

El anfitrión duda.

—Bueno, a ver, una entrevista.

Elena también duda.

—¡Pues no se me ocurre nada!

—Cante usted o recite. Aquí está el micrófono, haga usted lo que quiera.

Y recita Elena Garro el poema romántico “Acuarela”, del argentino Rafael Obligado, que empieza así: “Es la mañana: nardos y rosas/ mueve la brisa primaveral,/ y en los jardines las mariposas/ vuelan y pasan, vienen y van”…

No termina Elena su recitación porque suena la campana. El anfitrión se disculpa con ella.

El último en participar es el joven José Luis, quizá José Luis Martínez, entonces veinteañero, quien también recita, murmura, un poema.

 

Una locura contagiosa

 

Quizá en otro momento, en una sesión menos ligera, fue vencida la timidez de Octavio Paz. Puede ser que esa noche su voz, diciendo uno de sus poemas, haya sido grabada por primera ocasión. Acaso adquirió entonces “la funesta manía de leer en público”, como diría muchas décadas más tarde a Guillermo Sheridan, ya al final de sus días.

 

El anfitrión, en un tono serio, como si se hubiera cambiado la sintonía radial del programa de variedades a una estación cultural, en otro de los acetatos introduce así a su invitado:

 

—¿Saben ustedes quién es Octavio Paz? Si hubiera nacido en el siglo pasado quizá hubiera sido Lord Byron o un destino más desgraciado todavía, pero ha nacido ahora y le molesta el mundo. Se la pasa gruñendo, haciendo las más largas quejas del mundo, se preocupa mucho, por eso le lastima todo. Sus penas son apenas las quejas de un hombre capaz, lleno, que le duelen todas las cosas pero que las sabe decir en hermosos versos… Ahora les va a recitar unos de los más recientes.

 

Y explica Paz:

 

—Me atrevo a recitar, a pesar de mi horrenda voz, porque esto es una locura contagiosa.

 

Recita entonces el poema “Niña”, que en Libertad bajo palabra (1960; segunda edición revisada, 1967) aparece en el apartado Asueto, con poemas escritos entre 1939 y 1944, lo que ayuda a ubicar en ese periodo la realización de las tertulias. Paz estaba por cumplir los treinta años; Tario era tres años mayor. Se perderán en el camino algunos versos, se cambiarán algunas palabras; en la versión impresa del 67 el poema está dedicado a Laura Elena, hija de Paz y Garro, nacida en 1939. Como lo dijo Paz esa noche, era así:

 

Nombras el árbol, niña.

Y el árbol crece, lento y pleno,

anegando los aires,

verde deslumbramiento,

hasta volvernos sabia la mirada.

 

Nombras el cielo, niña.

Y el cielo azul, la nube blanca,

la luz de la mañana,

se meten en el pecho

hasta volverlo cielo y transparencia.

 

Nombras el agua, niña.

Y el agua brota, no sé dónde,

invisible y sonora,

baña la tierra negra,

reverdece la flor, brilla en las hojas

y en húmedos vapores nos convierte.

 

No dices nada, niña.

Callas, algo en silencio nombras,

y nace del silencio

la vida en una ola

amarilla de música;

su dorada marea

nos alza y nos rescata,

nos vuelve a ser nosotros, extraviados.

 

¡Niña que me levanta y resucita!

¡Ola sin fin, sin límites, eterna!

 

El anfitrión al micrófono:

—Ha terminado Octavio el poema, ¿han oído lo que ha dicho? He dicho antes que le dolía el mundo, le duele el mundo y un poco los árboles, el cielo, la tierra; se queja, quizá es un ángel desterrado, o algo así, un ángel lloroso, etcétera, como es siempre un poeta. Es un poeta de México, quizá uno de los poetas del tiempo.

Esta vez no suena la campana.

 

Una amistad parecida a las manzanas

 

Habría que revisar brevemente las huellas literarias que dejaron en Paz esa vecindad y esas tertulias. A mediados de los cuarenta el grupo se disuelve: el poeta y Elena Garro viajarán a París, cuando aquel se incorpora al servicio diplomático; y Tario se encontraría con Acapulco.

 

En la década siguiente Paz y Garro fueron requeridos para participar en el proyecto de la carpeta 21 mujeres de México (1956), de Antonio Peláez, en el que los retratos elaborados por el pintor iban acompañados por textos literarios. De Elena Garro se ocuparon, en frases breves, Adolfo Bioy Casares, José Bianco, Jorge Luis Borges y José Bergamín. Paz escribió un retrato de Carmen Farell publicado luego como “Elogio”, con dedicatoria a Carmen Peláez, en la sección de Libertad bajo palabra que se titula Semillas para un himno, con poemas de 1950 a 1954. Dice ahí que ha comido sin miedo los frutos de una amistad parecida a las manzanas; cierra, como recordando: “Y he conversado con ella y con su marido y con su cuñado como hablan entre sí el agua y las hojas y las raíces”.

 

Hay, al fin, en In/mediaciones (1979), un breve ensayo sobre la pintura de Antonio Peláez, en donde Paz menciona al paso a Francisco Tario, “mi vecino y amigo”.

 

*Fotografía. Fachada de la casa de la calle de Etla, en la ciudad de México/ARCHIVO DE ALEJANDRO TOLEDO.

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