Las Visitas
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Un relato en el que los propietarios de una vieja casona reaparecen para reclamar sus pertenencias
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POR SETH ÁLVAREZ
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Llegué a ese terreno olvidado de Dios y me paré frente al letrero que decía “casa en venta”. Toqué la puerta de madera y abrió una anciana vestida con unas ropas religiosas en muy mal estado. La mujer era muy baja y tenía el pelo blanco enredado en una tupida trenza. Después de que le dije el motivo de mi visita, la mujer sacó unos papeles y los puso sobre la mesa.
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— Estos terrenos pertenecieron a mi padre, y antes, a su padre — dijo en un tono ligeramente grave.
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Rápidamente me explicó que la razón de la venta era que ya sentía que le llegaba la hora y quería irse a vivir a un lugar cercano a la playa. Yo le propuse pagarle una mínima cantidad por el inmueble y ella aceptó sin ninguna queja.
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— Me hace falta respirar algo de sal — comentó cuando le entregaba el fajo de billetes de mil pesos.
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Me despedí con pena de la mujer, pues lo que había pagado no era nada comparado con la enorme edificación que había adquirido. Aunque el lugar estaba casi en ruinas, estaba seguro que había hecho el mejor negocio de mi vida. Pasaron varios meses antes de que pudiera trasladarme a la vieja casona. No había vuelto a tener señas de la mujer y como me había dejado todas sus pertenencias, no había podido mudarme por completo. Por seguridad y por respeto, decidí usar la habitación de la entrada como cuarto provisional mientras resolvía que hacer con todas los muebles que estaban olvidados en la casa. Una noche mientras dormía, me despertó un ruido en la cocina. Me levanté y con sorpresa me encontré sentada en el viejo comedor a una mujer harapienta.
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— ¿Qué hace aquí? — pregunté asustado—. ¿Cómo entró
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— Esta casa es mía — contestó en un tono gutural —. Perteneció a mi padre, y antes, a su padre.
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—Se la he pagado a su dueña — dije rápidamente —. Por ahí tengo el documento.
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Di media vuelta y salí para buscar el escrito y cuando regresé para mostrarlo, la mujer había desaparecido. Al día siguiente, ocurrió algo peor. Ahora me visitaron dos mujeres vestidas iguales que repetían el mismo discurso en un tono parecido al de la anterior visitante: “Esta casa es mía. Perteneció a mi padre, y antes, a su padre”.
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Ese fue el principio de un sinnúmero de visitas que tuve todas las noches. La enorme satisfacción que había logrado con la compra se había evaporado por completo. Me arrepentí tanto de haber timado a la anciana, que decidí abandonar cuanto antes el lugar. Mientras arreglaba mis cosas para largarme, se me ocurrió la idea de pagar lo justo por la casona y así quizás terminar con las aterradoras visitas. Hablé con algunos vecinos sobre el paradero de la anciana, pero hacía mucho tiempo que no sabían nada de ella. Busqué ayuda con el párroco de la zona quien se rió cuando le conté lo sucedido.
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—Creo que usted se siente culpable por lo que hizo — me dijo divertido — . Hace bien en arrepentirse. Iré con algunos parientes de la anciana para ver si puedo obtener la dirección de su nuevo paradero.
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Aliviado, ofrecí darle una generosa cantidad por su ayuda, cosa que el párroco aceptó de inmediato. Se sintió tan agradecido por la donación, que quiso en ese mismo instante bendecir la casona para que estuviera más tranquilo.
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Llegamos a la casa y el párroco comenzó a echar agua bendita en todas las habitaciones. Cuando arribamos al segundo piso, nos dirigimos a la alcoba principal. Tuvimos que empujar la puerta entre los dos, porque al parecer estaba atorada. Al abrirla, nos percatamos con sorpresa que las paredes de la habitación estaban llenas de fotografías de cada una de las personas que me habían estado visitando todas las madrugadas. Sobre la mesita de noche, descubrimos el fajo de billetes que yo había entregado a la anciana. El padre y yo nos quedamos sorprendidos.
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Esa misma tarde abandoné la casona para siempre.
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FOTO: Tomada del libro La fotografía vernácula, de Clément Chéroux
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